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No había lugar suficiente en la capilla para que ella y sus compañeras pudieran asistir a la ceremonia, pero lo soportaba muy bien. Le bastaba estar en aquel lugar y saber que muy pronto se alzaría el telón sobre la vida con que soñaba. Eso era lo importante.

La joven no dejaba de observar con curiosidad a las que iban a compartir su vida cotidiana al servicio de la princesa, y de preguntarse si le gustaría ser amiga de una u otra de ellas, como en otro tiempo lo había sido su madre de Mademoiselle de Hautefort. Era bastante difícil decidirse, porque no les habían permitido hablarse desde que la severa Madame de La Fayette -una amiga personal de la reina Enriqueta María- las había reunido, contentándose con indicar el nombre de todas ellas. De los diez nombres, Marie sólo había retenido cuatro; las demás le parecían desprovistas de interés, pertenecientes a esa categoría social que ella llamaba «corderil» porque se desplazaba siempre en un grupo compacto en el que no era posible distinguir nada. Es cierto que en aquel pequeño rebaño todas eran bonitas, pero las cuatro elegidas por ella parecían además inteligentes. En particular la que llevaba el nombre más grande: Athénaïs de Rochechouart-Mortemart, llamada Mademoiselle de Tonnay-Charente: era alta, de cabello rubio radiante, ojos magníficos que brillaban como diamantes azules, porte de princesa, maneras elegantes y un ingenio agudo perceptible en cuanto abría la boca. Rubia también pero muy diferente, Louise de La Baume Leblanc de La Vallière evocaba la dulzura de un claro de luna con su tez transparente, su gracia flexible, su fragilidad, sus ojos azul claro y su cabello con reflejos plateados. Era tímida y dulce. Las otras dos eran morenas: Aure de Montalais, con una tez de marfil cálido y los ojos negros más vivos y alegres que puedan concebirse; Elisabeth de Fiennes, por su parte, tenía cabello castaño oscuro, mejillas de rosa y ojos pardos aterciopelados. Después de pensarlo, Marie decidió que se sentía más atraída por Tonnay-Charente y Montalais: la primera porque le recordaba a su madrina, la orgullosa y soberbia Hautefort, y la segunda porque con ella no debía de ser fácil aburrirse. La Vallière tenía en cierto modo el aspecto de una víctima dispuesta para el sacrificio, y Fiennes no parecía interesada en nada de lo que ocurría a su alrededor. Su elección personal quedó de alguna manera ratificada por las dos muchachas, porque una de ellas le dirigió una sonrisa, y la otra un guiño alegre.

Después de la presentación, las tres se buscaron naturalmente.

— Señoritas -dijo Athénaïs de Tonnay-Charente, la mayor de las tres-, no sé lo que pensáis de nuestro futuro, pero a mí me parece que tenemos suerte de pertenecer a Madame y no a la reina.

— ¡Seguro que nos divertiremos mucho más! -aseguró Aure de Montalais mientras contemplaba con satisfacción el círculo de jóvenes gentileshombres ansiosos por ser presentados a ellas.

— ¡Vos debéis de saberlo, Fontsomme! Vuestra madre, la duquesa, que pasa más tiempo en funciones de suplente de Madame de Béthune que ésta como titular, ¿no encuentra demasiado pesado su cargo? Enanos, carabinas conservadas en agua bendita y rezos, sobre todo rezos, ¡cuando toda la corte no piensa más que en cantar y bailar!

— Voy a confiaros un secreto -dijo Marie, riendo-. Mi madre es capaz de adaptarse a cualquier costumbre de la corte, pero lo que le amarga la vida es el chocolate. Detesta el chocolate, que le da palpitaciones. Y por desgracia, la reina bebe varias tazas al día.

— Yo lo encuentro bastante bueno, y me acostumbraría mucho antes que a los rezos.

— ¡Señoritas! Dejemos esas naderías y elijamos entre los hombres con los que vamos a tratar cada día. Hemos de ponernos de acuerdo a fin de prestarnos socorro y ayuda mutua; y sobre todo, a fin de evitar que cada una se meta en el terreno de las demás -dijo Athénaïs-. Por mi parte, encuentro al marqués de Noirmoutiers bastante de mi gusto.

— ¡Vaya una novedad! -exclamó Montalais-. Dicen que está enamorado de vos e impaciente por pedir vuestra mano. Por mi parte, tengo unas miras bastante altas. A falta del duque de Buckingham, que nos va a dejar porque Monsieur está celoso de él, confieso que el Condé de Guiche…

— ¡Mala elección, querida! ¡El heredero del mariscal de Gramont es el amigo íntimo de Monsieur!

— ¿Estáis segura?

— Totalmente. Sin embargo, puede que no siga siéndolo mucho tiempo si continúa mirando a Madame como viene haciéndolo desde hace dos días. ¡Que me ahorquen si no está a punto de enamorarse de ella!

— En ese caso -dijo Aure de Montalais con filosofía-, tendré que buscar a algún otro… Y vos -añadió dirigiéndose con una sonrisa a Marie-, ¿de qué lado se inclina vuestro corazón?

La pequeña -era la más joven de las tres- se ruborizó.

— Oh, a mí… no me interesan los jóvenes. Quiero a un hombre que sea verdaderamente un hombre. No un aprendiz.

— ¿Os gusta algún galán maduro? -dijo Athénaïs burlona-. ¡Lástima! Vamos, contádnoslo porque ahora vamos a vivir tan juntas como si fuéramos hermanas.

Las dos eran encantadoras, simpáticas y no tenían la menor intención de burlarse de ella, pero a Marie le costaba pronunciar el nombre que guardaba en su cabeza y su corazón. Su mirada flotó en derredor, y se detuvo.

— ¡Es… es Monsieur d'Artagnan!

— ¿El capitán de los mosqueteros?

Las dos se quedaron boquiabiertas, pero Marie alzó en el aire su naricilla y agitó con fuerza su abanico.

— ¿Y por qué no? Es la mejor espada del reino, por lo que dicen, y tiene… ¡unos dientes magníficos!

Sus compañeras comprendieron que se trataba de una evasiva, y se echaron a reír con ganas. Con un gesto casi tierno, Athénaïs acarició ligeramente su mejilla.

— Tenéis razón: ¡somos demasiado curiosas! Guardad vuestro secreto. Creo, en cualquier caso, que juntas no vamos a aburrirnos.

A partir de ese día, Sylvie ya casi no vio a su hija más que en las ceremonias religiosas a las que asistía la corte en pleno. O mejor dicho, las distintas cortes, porque muy pronto se evidenció que la de Madame superaba con mucho a las demás. Toda la nobleza francesa joven, rica, alegre, viva y ávida de divertirse se daba cita en el palacio de las Tullerías o en el castillo de Saint-Cloud, que Monsieur había convertido en una maravilla. Aquel hombrecillo tenía un excelente gusto, y aunque la «pasión» por su joven esposa apenas duró quince días, estaba encantado de ser el centro de las elegancias y los placeres de la vida parisina: en una palabra, de estar en la vanguardia de la moda. Y Madame encantaba a todos. Se descubrió que era inteligente, vivaracha, deseosa por encima de todo de seducir y divertirse. La marcha de Buckingham, que Monsieur había exigido de su madre porque le encontraba presuntuoso -Philippe pertenecía a esa especie de celoso que es la peor de todas: el celoso sin amor-, apenas afectó a Madame. El guapo duque estaba ya muy visto como adorador, y tenía que dejar paso a otro blanco más apasionante a los bonitos ojos de la princesa: el rey, que acudía a visitarla por lo menos una vez al día. Luis XIV acababa de firmar el contrato de matrimonio de María Mancini, su gran amor de juventud, con el riquísimo príncipe Colonna y de verla marchar a Italia sin siquiera parpadear, y se libró de Olympe de Soissons nombrándola superintendente de la casa de la reina en sustitución de la princesa Palatina. Lo cual no agradó en absoluto a su esposa, pues a pesar de que cada noche él compartía su lecho con exquisita puntualidad, era evidente que Madame absorbía todos sus pensamientos.