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En cualquier caso, nada podía cambiar el hecho de que temía el instante en que sus ojos volvieran a verle. No era fácil moverse en la corte con los ojos cerrados. Más pronto o más tarde, los amantes de una hora volverían a encontrarse frente a frente, pero, gracias a Dios, Sylvie tenía tiempo para prepararse y conseguir no recaer bajo el poder del antiguo amor, cuyas brasas sabía muy bien que tan sólo se hallaban adormecidas bajo la ceniza del luto.

Atravesaba con lentitud el mayor de los salones cuando se escuchó una voz inquieta:

— No serán malas noticias, espero. Nos teníais inquietos.

Delgado, atractivo, elegante en sus ropas de terciopelo negro con las que contrastaban el gran cuello y las mangas de punto de Venecia, Nicolas Fouquet aparecía inscrito como un retrato de Van Dyck entre los filetes de oro del marco de la puerta. Con las manos tendidas, se adelantó rápidamente hacia su amiga, que le ofreció las suyas:

— ¡Tranquilizaos! Se trata más bien de una buena noticia, aunque contraria a mis proyectos: el rey quiere que forme parte del séquito de damas de la infanta, cuando sea nuestra reina. Debo reunirme con la corte en Saint-Jean-de-Luz…

El superintendente de las Finanzas llevó a sus labios las manos que tenía entre las suyas, con una exclamación de alegría:

— Es una magnífica noticia, mi querida Sylvie. ¡Por fin volvéis al lugar que os corresponde! ¡Ya basta de tener encerrada tanta gracia en el campo! Así os veré más a menudo…

— … Sin veros obligado, vos, siempre tan ocupado, a perder vuestro precioso tiempo por las carreteras. ¡Si supieseis cuánto aprecio esa prueba de amistad!

— En cambio, yo os veré menos -dijo Marie de Schomberg, acurrucada delante de la gran chimenea de mármol turquí. [1]

— ¿Por qué? Os quiero demasiado para sacrificar el placer de estar a vuestro lado por no sé qué vida de corte; por otra parte, depende únicamente de vos…

— ¡No sigáis, querida! Sabéis muy bien que, fuera de Nanteuil o de vuestra casa, el único lugar que soporto en París es mi querido convento de La Madeleine. Ya no siento ningún cariño por la reina Ana, apenas conozco al joven rey y siempre he aborrecido a Mazarino…

— Está muy enfermo y no durará mucho tiempo, por lo que dicen -observó Perceval de Raguenel, que jugueteaba distraído con una pieza del ajedrez que Fouquet había dejado abandonado.

— Eso no cambia en nada el horror que me inspira… sobre todo si realmente es el esposo de aquella a la que me consagré. En cuanto a la reina que va a venir, no podré quererla. Mi esposo se llevó la mayor parte de mi corazón, y sólo me queda de él lo justo para dedicarlo a mis pocos amigos. Además, la boda real está prevista para el seis o el siete de junio. Ese día hará exactamente cuatro años que Charles murió en mis brazos…

La voz se quebró. Conmovida hasta el punto de llorar, Sylvie se trató mentalmente de tonta, pero no cometió el error de precipitarse hacia Marie para abrazarla u ofrecerle unas palabras de consuelo que no servirían de nada: a Marie no le gustaba que nadie se interpusiera entre ella y su dolor. Únicamente Sylvie, tal vez, había podido medir lo profundo de la herida que desgarraba a la maríscala de Schomberg desde que su esposo apasionadamente amado, uno de los grandes militares del reinado de Luis XIII, había fallecido a los cincuenta y dos años, de resultas de numerosas heridas. Casi fuera de sí por la desesperación -si hubiera sido hindú se habría arrojado con gusto a las llamas de la pira fúnebre-, su viuda, una vez depositado el cuerpo en la iglesia de Nanteuil-le-Haudouin, fue a encerrarse en el convento de La Madeleine, cerca del pueblo de Charonne, y no salió de allí hasta pasados unos meses, para ir a su magnífico castillo, construido sobre unas ruinas de época feudal por Henri de Lenoncourt, y en el que Francisco I solía detenerse cuando se dirigía a Villers-Cotterêts. Allí quiso convertirse en la guardiana del esplendor y la gloria de los Schomberg; allí revivió las horas más bellas de una felicidad sin más nubes que las suscitadas por la pasión sombría del vencedor de Leucate y Tortosa hacia su radiante esposa. Pero ella vendió sin dudarlo al presidente d'Aligre la mansión parisina en la que Charles había vivido muy poco tiempo.

Muy pronto aquel instante de dolor pasó, dominado por la orgullosa mujer cuya belleza, a sus cerca de cuarenta y cuatro años, seguía radiante bajo los velos de un duelo riguroso que exaltaba por contraste la tez blanca y el cabello rubio. Se levantó para besar a su amiga y felicitarla:

— Me alegra que participéis en la aurora de un reinado. Sois demasiado joven para pertenecer por entero al antiguo.

— ¿Joven? ¡Voy a cumplir treinta y ocho años, Marie!

— ¡Sé lo que digo! Tenéis una tez perfecta, ni una sola arruga, y el talle de una muchacha…

— ¡Hay que pensar en los vestidos sin perder un momento! -interrumpió Fouquet-. Sé de quién os cortará unos admirables.

— ¡Ya asoma la nariz el rey del buen gusto! -bromeó Sylvie-. Querido amigo, sabéis muy bien que he jurado no volver a llevar ropa de color, y guardar luto el resto de mi vida.

— También Diana de Poitiers guardó el de su anciano marido el senescal de Normandía, y eso no le impidió ser la amante oficial de Enrique II hasta la muerte de éste. No en vano habéis crecido en el castillo de Anet. Debo añadir que no es una mala elección: pueden hacerse grandes cosas con el negro, el blanco, el gris y el violeta. ¡Dejadme a mí, y os prometo un éxito clamoroso!

— No es lo que busco. Sólo deseo estar… decorosa. El rey aprecia la elegancia, pero también la mesura.

— Estaréis encantadora… y sin ostentación. Pero tengo que volver a París de inmediato. Diré a mi gente que prepare el equipaje.

— ¿Cómo? ¿Tan pronto?

— No hay tiempo que perder. Todos los sastres de París se han puesto ya a trabajar. ¡Os veré de nuevo en Conflans!

— Pero…

— ¡Dejadlo! -intervino Perceval, hasta entonces en silencio-. ¡Le hace tan feliz ocuparse de vos! Admito que lleva un poco lejos su gusto por el lujo, pero es un amigo muy fiel.

En un instante el castillo, apaciblemente adormecido bajo el frescor húmedo y suave de una noche de abril, se revolucionó, porque Nicolas Fouquet se había convertido en un gran señor que generaba mucho ruido a su alrededor. Su brillante inteligencia, su generosidad, su fortuna asentada en el patrimonio familiar sumada a la de dos matrimonios sucesivos muy ricos, una especie de genio gracias al cual fructificaba todo lo que caía en sus manos, y también su fidelidad a la causa real durante la Fronda, se añadían al hecho de que había sabido salvar la fortuna de Mazarino; todo ello le valió convertirse en superintendente de las Finanzas de Francia, procurador general del Parlamento de París, y señor de Belle-Isle, que había comprado dos años antes a unos arruinados Gondi, además de varios otros lugares. Su castillo de Saint-Mandé, donde se complacía en reunir a artistas y poetas como invitados permanentes, era tal vez el más agradable de los alrededores de la capital, pero corría la voz de que aquel pequeño paraíso iba a verse eclipsado muy pronto por el que Fouquet se estaba haciendo construir en su vizcondado de Vaux, cerca de Melun: un verdadero palacio en el que se concentraba todo el saber de varios jóvenes genios descubiertos por Fouquet en materia de arquitectura, decoración, pintura, escultura, jardinería y todas las artes posibles e imaginables. Una mansión de ensueño que no dejaba de suscitar la envidia de algunas personas, empezando por la del otro hombre de confianza de Mazarino, un tal Colbert, procedente de una familia de mercaderes y banqueros de Reims, que tanto en lo físico como en lo moral era lo opuesto al superintendente: tan rígido, áspero, severo, pesado y sombrío como Fouquet era ágil, diplomático, elegante, refinado y seductor. No eran comparables más que en dos aspectos: la inteligencia y el hecho de que ambos eran adictos al trabajo. Entre los dos se había establecido un verdadero duelo, un combate con armas aún embotonadas que el cardenal atizaba discreta pero malignamente con el objeto de dominarlos mejor. El lema «Divide y vencerás» habría ido como anillo al dedo al astuto ministro, que después de amasar él mismo una fortuna excesiva, veía con malos ojos brillar en su cénit el astro del superintendente.