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Por otra parte, Fouquet apareció con frecuencia por la casa de Conflans en la que Sylvie había resuelto quedarse debido a la proximidad de la primavera y, sobre todo, al rumor de que el rey no iba a tardar en trasladar la corte a Fontainebleau. Aquella bonita finca, próxima a Saint-Mandé y vecina de la casa de Madame du Plessis-Bellière, representaba para él un refugio de amistad en el que estaba seguro de ser siempre comprendido y animado, porque las dos mujeres se veían con frecuencia y no era raro que, al ir a la casa de una de ellas, encontrara allí a la otra.

Después del famoso Consejo en que Luis XIV había anunciado su voluntad de reinar solo, el superintendente no había podido evitar una vaga inquietud, a pesar del optimismo de la reina madre. Una inquietud compensada por la invencible melancolía que abrumaba al canciller Séguier, que se las prometía muy felices cuando calzaba las pantuflas a Mazarino. Siempre es agradable asistir a la decepción de alguien a quien no se estima. La posición de Fouquet no había cambiado: era espléndida, por más que incluyera ahora un pero en la persona de Jean-Baptiste Colbert, su pesadilla, convertido en su brazo derecho y con un puesto en el Consejo… Entre los dos hombres había tenido lugar una especie de reconciliación aparente, pero el soberbio, el magnífico Fouquet estaba decidido a ignorar hasta donde le fuera posible a aquel hijo de un pañero, destinado en su opinión a puestos subalternos.

— ¡No le ignoréis demasiado! -le aconsejó con suavidad Perceval de Raguenel-. Ese hombre nunca os estimará, y tiene celos.

— Y dado que os ha sido impuesto como brazo derecho -aconsejó Madame du Plessis-Belliére, que se encontraba presente-, nunca os insistiré bastante en que aceptéis quedaros manco si no queréis que os gangrene. Creo que está firmemente decidido a perderos.

— ¿Perderme? ¡Qué cosas decís, marquesa! -Y añadió, repitiendo sin saberlo las palabras del duque de Guisa, en un transporte de inimitable orgullo-: ¡No se atreverá!

El paso de los días pareció darle la razón: aparentemente, el rey adoraba a un superintendente que parecía dedicado en exclusiva a distraerle. Así, una tarde, al reunirse con sus amigos, Fouquet anunció triunfaclass="underline"

— La reina madre y yo teníamos razón: el rey tiene intención de divertirse. Está cansado de ver a Monsieur y Madame atraer a toda la juventud alegre del reino: se lleva la corte a Fontainebleau y quiere organizar grandes fiestas.

— Que tendréis que pagar vos, amigo mío -dijo Perceval.

— Por supuesto. ¡Quiere cuatro millones!

La suma cayó como una losa en el grupito reunido en el salón de Sylvie, cuyas ventanas se habían dejado entreabiertas, dada la bondad del tiempo, al aroma balsámico de las lilas en flor. Madame du Plessis-Belliére dejó sobre la mesa su taza de té, todavía medio llena. [17]

— Y… ¿los tenéis?

— En este momento no cuento con todo ese dinero, pero lo tendré, no temáis. ¡Quiero que el rey esté contento! Y no lo sabéis todo: mientras la corte esté en Fontainebleau, he sido invitado a hacerle los honores en Vaux.

La mujer que Mademoiselle de Scudéry había bautizado con el bonito nombre de Artémise en el círculo de las Preciosas, se levantó con tanta brusquedad que sus voluminosas faldas hicieron caer la silla.

— ¿Os pide cuatro millones y además una fiesta en Vaux? Porque supongo que no os engañáis: esa invitación no va a costaros tan sólo un bol de leche de vuestras vacas.

— No. Sé que recibir a la corte en Vaux va a costarme mucho más caro, pero creo que el rey pretende sondear mi obediencia y saber hasta qué punto le soy leal. Aunque me deje las tres cuartas partes de mi fortuna, sé que me lo devolverá todo.

Las otras tres personas presentes se miraron con inquietud. Al dar aquella doble noticia que habría debido aterrorizarle, Fouquet parecía por el contrario alegre, casi radiante.

— ¿Os lo devolverá? -dijo Raguenel-. ¿Por qué estáis tan seguro? Yo diría más bien que Luis XIV quiere vuestra ruina, amigo mío, y que detrás de él está Colbert dando una nueva vuelta a la tuerca.

— ¡Dejadle que presione! Después de darme a conocer su voluntad, nuestro Sire me ha dado a entender que pensaba en mí para un alto cargo.

— ¿Cuál, Dios mío?

Fouquet dudó únicamente un instante, y luego sonrió:

— Sé que tendría que guardarme esto para mí, pero os veo tan inquietos que no puedo privarme de la felicidad de tranquilizaros. El canciller Séguier es un hombre viejo, y se aproxima para él el momento de descansar y gozar, lejos del mundo de los negocios, de su ducado de Villemor y de su fortuna. Me ha prometido su puesto… bajo secreto. ¡Ya está! ¡Ya os lo he dicho todo! Permitidme que me vuelva a trabajar a Saint-Mandé, donde me están esperando. ¡Tengo muchas cosas que hacer!

Cuando el galope rápido de sus magníficos caballos se alejó camino de su castillo, cayó el silencio sobre las tres personas presentes. Cada una de ellas intentaba analizar aquella avalancha de noticias. La marquesa fue la primera en dar su opinión:

— Si no existiera Colbert, diría que todo va sobre ruedas…

— Pero existe -dijo Sylvie-, y me consta que todas las tardes, en el Louvre, el rey se encierra con él para trabajar. Sólo es el intendente de las Finanzas, y eso no es normal. Me parece que lo lógico sería que el rey despachara con nuestro amigo.

— Si queréis que exprese el fondo de mi pensamiento, lo que me preocupa no es eso. Para convertirse en canciller de Francia, Fouquet tendrá que revender su cargo de procurador general.

— En efecto: los dos son incompatibles…

— Así pues, os suplico, marquesa, puesto que vos sois la consejera a quien más escucha, que cuidéis de que no se desprenda de ese cargo hasta después de ser nombrado. Un procurador general es inatacable, intocable. Por graves que sean los hechos que se le imputen, no puede llevársele ante la justicia ni procesarle por ellos. Si vendiese el cargo antes de ser nombrado canciller, sería como un soldado que se quita la coraza en medio de una batalla.

Madame du Plessis-Belliére se levantó de inmediato.

— ¡Tened la bondad de ordenar que enganchen mis caballos! -exclamó-. Os ruego que me excuséis para la cena de esta noche, pero creo preferible pedírsela al señor Fouquet. Tendré que poner de nuestra parte a Pellison, Gourville y La Fontaine… Querida Sylvie, vais a marchar a Fontainebleau y no os veré en mucho tiempo, pero no olvidéis que soy vuestra amiga, y no dejéis de prevenirme si llegara a vuestros oídos algún rumor inquietante relacionado con el superintendente…

— Podéis estar segura de que no dejaré de hacerlo.

Pero Sylvie iba a darse cuenta muy pronto de que formar parte del séquito de la reina no era la posición ideal para observar lo que ocurría en la casa del rey. En efecto, en Fontainebleau la reina se encontró colocada un poco al margen, y se refugió más que nunca entre las faldas de su suegra. La verdadera reina, en aquella hermosa primavera que brotaba bajo un cielo asombrosamente sereno, era Madame. El rey le dedicaba todo el tiempo que no empleaba en los asuntos de Estado y en las breves horas nocturnas que pasaba junto a su mujer. Ella era el centro de todas las fiestas, los paseos por el bosque, las partidas de caza, los baños en el Sena, los conciertos y las comedias al aire libre; y en verdad, la pareja real ya no era la formada por Luis y María Teresa, sino por Luis y Enriqueta…

Ellos eran el radiante polo de atracción de una juventud turbulenta, desenfrenada, cruel, libertina y rabelesiana, pero también soberbia y ardiente; y la corte, que no contaba por entonces más que entre cien y doscientas personas, parecía no existir más que por ellos y para ellos. Los ecos de los violines y las estelas de los fuegos artificiales encantaban e iluminaban casi todas las noches de Fontainebleau, donde apenas se dormía.