Выбрать главу

— Iremos a consolarla enseguida -dijo la reina madre con un tono que sugería que el consuelo podría muy bien ir acompañado de una regañina. Después, envió a Madame de Motteville a rogar al rey que pasara a verla en cuanto dispusiera de un instante.

En el fondo, Ana de Austria no estaba del todo descontenta de tener por fin una ocasión de llamar al orden a aquella juventud despreocupada e hirviente de vida, que tenía excesiva tendencia a dejarla arrinconada, junto a María Teresa. No dudaba en absoluto del cariño de sus hijos, pero era consciente de que, envejecida y a menudo enferma, carecía de atractivos para una corte ávida de placeres y diversiones. El rey acudió, escuchó lo que ella tenía que decirle, y luego fue a pedir noticias de Madame, con la que charló unos momentos sin testigos. Al salir anunció que volvería al día siguiente, y luego fue a pasear del brazo de su hermano, le dio algunas encantadoras muestras de afecto «para reconfortarlo», y decidió llevárselo a cazar ya que las diversiones previstas para aquel día no podrían tener lugar. Monsieur detestaba cazar porque consideraba que era un ejercicio excesivamente brutal para la armonía de sus atuendos, siempre admirables, y para la delicadeza de sus manos; pero se dejó llevar sin resistencia. En cuanto a la reina María Teresa, aunque desolada por el hecho de que su estado no le permitiera acompañar a su esposo en la cacería -era una excelente amazona-, acabó aquella agitada jornada entre los olores mezclados del chocolate y el incienso quemado en grandes cantidades en su oratorio privado, y con la calma bienhechora que sigue a las grandes tempestades. Todo el castillo se vio invadido aquel día por una gran tranquilidad.

A la vuelta de los cazadores, el superintendente, que acababa de llegar de sus tierras de Vaux en compañía del duque de Beaufort, acudió con su habitual elegancia a sostener el estribo del rey delante de la hermosa escalera en forma de herradura construida antaño por Luis XIII. Su presencia pareció poner a Luis XIV de un humor excelente:

— ¿Tenéis alguna buena noticia que darnos, Monsieur Fouquet?

— Ninguna en particular, Sire. Únicamente deseaba saber si Vuestra Majestad ha fijado ya un día para hacer a mi casa de Vaux el gran honor de visitarla.

— ¿Cómo, ya? ¡Habíamos hablado de agosto y estamos a finales de junio! Pero ¿hace falta tanta ceremonia para una visita campestre?

— Cuando se trata de recibir al rey más grande del mundo, Sire, todo lo que le rodea debe esforzarse en tender a la perfección, y yo deseo que el rey esté contento.

Luis XIV sonrió de un modo que un observador atento habría considerado ambiguo.

— Recibidnos de acuerdo con vuestros medios, monsieur, y estaremos satisfechos -dijo-. ¡Ah, primo Beaufort, estáis aquí! Os creía en Saint-Fargeau con Mademoiselle, que por cierto parece estar enfadada con nosotros, últimamente.

— No, Sire. Estaba en el campo con Monsieur Fouquet. Estamos haciendo grandes planes para que el rey disponga de una marina digna de él, y hemos trabajado…

— ¡Qué bien! Pero ya que estáis aquí, id a saludar a Madame, que no se encuentra bien. Ya sabéis la amistad que siente por vos. Se alegrará de veros.

— Y yo aún más, Sire, pero… esas molestias, ¿no serán el anuncio de un feliz acontecimiento?

— ¡Me extrañaría mucho! -dijo el rey, burlón-. Y cuidad de no resultar demasiado galante cuando estéis con ella, Monsieur arma un alboroto cada vez que Madame le pone ojos tiernos a algún gentilhombre.

Aquella noche, la llegada inopinada de la duquesa de Béthune permitió a Sylvie escapar de la atmósfera asfixiante de los aposentos reales. Tenía un agudo dolor de cabeza, debido tanto a los vapores mezclados del incienso y el chocolate como al incesante duelo dialéctico que enfrentaba, día tras día, a la superintendente de la casa de la reina, Olympe Mancini, condesa de Soissons, con la dama de honor Suzanne de Navailles, cuando sus obligaciones respectivas las ponían en contacto. Los gritos de la italiana, demasiado vanidosa para ser inteligente, y por añadidura perversa y cruel, chocaban con la ironía mordaz y el desprecio apenas velado de la duquesa de Navailles por una mujer de origen dudoso según los criterios de la nobleza francesa, y a la que el rey, para librarse de una amante que se había convertido en un estorbo, no encontró nada mejor para darle que la dirección de la casa de su mujer.

Sylvie encontró poco apetecible volver a su alojamiento, en el que se notaría mucho aún el calor del día, y pensó que el frescor del parque aliviaría su migraña. Era la hora de la cena real, y sin duda allí estaría tranquila. Como de costumbre, atravesó el parterre y descendió hacia la cascada y el canal que atravesaba de lado a lado el espeso arbolado del parque. Iba a paso lento, agitando con un gesto maquinal un precioso abanico de concha dorada, atenta a la lejanía progresiva de los ruidos del castillo. Iba hacia el silencio, hacia la calma del agua adormecida bajo un cielo azul oscuro puntuado de estrellas y acariciado por el claro de luna. Por un instante, se detuvo a contemplar tanta belleza sin oír siquiera el roce de su vestido sobre el suelo. Entonces oyó el ligero crujido de unos pasos que se acercaban: venía una pareja. Ella se apretó contra la balaustrada, a la sombra de una estatua, avergonzada de súbito por su situación de espía involuntaria. Era una enemiga jurada de los chismes de la corte y de quienes se dedicaban diariamente a coleccionarlos y difundirlos, y quiso alejarse, pero la retuvo una carcajada seguida de un:

— Diantre, querida pequeña, ¿sabéis que esto se parece mucho a un secuestro?

— ¿Qué otra solución hay cuando se quiere hablar a alguien? Hace semanas que no se os ha visto, y aparecéis junto a Madame en el momento en que menos se os esperaba. He aprovechado la ocasión y me he escapado cuando salíais, os he seguido y os he pedido un momento de conversación. ¿Estáis enfadado conmigo… monseñor?

Las dos voces eran inconfundibles para Sylvie. Eran las de su hija y Beaufort. Se quedó donde estaba, cuidando de ocultarse mejor detrás de la estatua. Por lo demás, la noche era lo bastante clara para que distinguiera sin esfuerzo a los dos paseantes, que parecían dirigirse a la cascada.

— De ninguna manera, señorita. Me sentiría más bien halagado… si no temiera que vuestra intención sea comunicarme algún contratiempo relativo a la duquesa, vuestra madre.

— ¿Mi madre? ¿Qué tiene que ver, y por qué suponéis que deseo hablar de ella?

— Porque los dos nos criamos juntos o poco menos, y porque no podéis ignorar hasta qué punto me es querida.

La súbita calidez del tono de François hizo que contrastara con más fuerza la cólera que vibró en la voz de Marie.

— ¡Un afecto desperdiciado! Mi madre os detesta, señor duque. ¿Olvidáis que disteis muerte a mi padre? Es un buen motivo para que no os quiera.

— ¡Lo sé muy bien! Y creedme que estoy más desolado por ello de lo que podría expresar. Y lo mismo digo de la brutalidad de vuestra acusación. Maté al duque de Fontsomme pero no quería hacerlo, y eso lo cambia todo. Sois demasiado joven para entender lo que era la Fronda cuando no estábamos en el mismo bando. Y un duelo, cuando las armas y el valor son iguales, no tiene nada que ver con un asesinato.

A pesar de la sombría gravedad de las palabras de su acompañante, Marie se echó a reír.

— Os tomáis mucho trabajo para abogar por una causa ganada desde hace mucho tiempo. Por lo menos, para mí…