El hecho de que su madre fuera invitada a Saint-Jean-de-Luz llenó de alegría a la adolescente:
— ¡Oh, mamá, prométeme que me escribirás todos los días! ¡Quiero saber absolutamente todo lo que va a pasar!
— ¿Qué quieres que pase de extraordinario? -sonrió Sylvie-. ¡Nuestro rey va a dar una reina a Francia, y eso es todo!
— Sí, ¿pero cuál? ¿La infanta o María Mancini? Muchas compañeras dicen que está demasiado enamorado para dejarse casar y que está harto de hacer la voluntad del viejo Mazarino. Adora a María.
— ¡Estáis locas y soñáis demasiado! El viejo Mazarino, como tú le llamas, ha jurado que se llevará él mismo a su sobrina a Roma si se obstina en querer casarse. Hay que comprender que ha empeñado las pocas fuerzas que le quedan en el tratado que pone fin a más de treinta años de guerra. Y la infanta es el remate de ese tratado. Si Luis XIV quiere seguir siendo rey, tiene que casarse con María Teresa. Y si no, ha de renunciar al trono en favor de su hermano.
— ¡Por Dios, qué severa eres, mamá! ¿No debe pasar el amor por delante de todas las consideraciones políticas?
— ¡No cuando se es rey de Francia! Por otra parte, prometo que te escribiré a menudo…
— ¿Todos los días?
— Haré lo que pueda…
— Gracias, eres un ángel. Y a propósito, ¿cuándo piensas sacarme de aquí? ¡Tengo catorce años, y mi madrina era doncella de honor a los doce! Y además…
— Y además tienes prisa porque te vean en sitios distintos de un locutorio… ¡La vanidad es un pecado!
— No soy vanidosa… y tampoco hipócrita. ¡Y sé muy bien que no soy fea!
Sylvie dejó escapar un suspiro. ¿Fea? Su pequeña Marie era sencillamente encantadora, con sus grandes ojos azules y su magnífico cabello rubio del color del lino. Había encontrado la manera de parecerse a la vez a su padre y su madre, y el resultado era a un tiempo intrigante y delicioso. Lo que no dejaba de inquietar a Sylvie, convencida de que su hija atraería a muchos codiciosos desde el momento en que la presentara en la corte. Por eso había fijado a los quince años el debut mundano de Marie. De todas maneras, con su carácter impetuoso y a menudo imprevisible, sería imposible tenerla escondida mucho más tiempo.
Su segunda visita fue al hôtel de Vendôme. Sentía por la duquesa y por Elisabeth de Nemours, su hija, un profundo cariño; de modo que, una vez vencida por fin la Fronda, no había dejado de frecuentar con total tranquilidad de espíritu la gran mansión del faubourg Saint-Honoré. Y eso por la mejor de las razones: estaba segura de no encontrar nunca allí a François.
Después de las locuras de una guerra civil de la que era en parte responsable, el que había sido llamado Rey de Les Halles fue enviado al exilio en los castillos familiares de Anet o de Chenonceau. Un exilio bastante agradable, que vivió a menudo en compañía de Monsieur -Gaston d'Orleans, el peligroso hermano del difunto rey Luis XIII- y sobre todo de su hija, la impetuosa Mademoiselle, que en el último combate de la Fronda había ordenado con tanta audacia disparar los cañones de la Bastilla contra las tropas reales. Los dos se entendían de maravilla. Por otra parte, las excelentes relaciones existentes desde siempre entre Beaufort y su padre, el duque César de Vendôme, y su hermano Louis de Mercoeur, se habían roto el día de 1651 en que Louis, con la bendición de su padre, se había casado con Laura Mancini, la mayor de las sobrinas de Mazarino. El hecho de que fuera un matrimonio por amor no impedía que el rebelde lo considerara una traición y una mésalliance (un casamiento con una persona de linaje inferior).
Más tarde, un drama más oscuro le apartó un poco más de su familia: el 30 de julio de 1652, Beaufort mató en duelo al marido de Elisabeth, Charles-Amédée de Saboya, duque de Nemours. El motivo había sido insignificante y la culpa había recaído enteramente en Nemours, que no había podido soportar que su cuñado fuera nombrado gobernador de París durante los últimos estertores de la Fronda. El joven provocó de todas las maneras posibles a Beaufort, llegó a tratarle de bastardo y cobarde y a exigir que el duelo fuera a muerte y a pistola, mucho más peligrosa que la espada, porque una reciente herida en la mano le dificultaba el manejo del acero. El encuentro tuvo lugar a las siete de la tarde, en el mercado de caballos situado detrás de los jardines, y ocho testigos se alinearon al lado de los dos adversarios. [2] La bala de Nemours únicamente rozó a Beaufort, que en lugar de disparar suplicó a su «hermano» dejar así las cosas; pero éste, loco de rabia, exigió que el duelo continuara a espada. Unos instantes más tarde caía con el pecho atravesado por la misma temible estocada que había matado ya a Jean de Fontsomme.
La desesperación de Elisabeth fue inmensa: adoraba a aquel hombre, a pesar de que la había engañado de manera constante. Casi tan desolado como ella, François se encerró por algún tiempo con los cartujos; pero por la herida de Nemours se escapó una parte del amor que durante tanto tiempo había unido a hermano y hermana. Y el hôtel de Vendôme, en el que se refugió Elisabeth con sus hijas, permaneció cerrado a cal y canto para el involuntario homicida, a pesar del dolor de Françoise de Vendôme -madre de Elisabeth, François y Louis-, que esperaba que el tiempo acabaría por arreglar las cosas.
Pero las cosas no se arreglaron. Françoise se mantuvo voluntariamente apartado, a pesar de la desgracia que afligió a su hermano mayor. En 1657, la encantadora Laura, que había sido el primer motivo de disputa en el seno de la familia, murió en pocos días, dejando dos hijos a un esposo desesperado que se encerró en los Capuchinos con la intención de tomar el hábito. Si Beaufort se sintió compadecido de su hermano en aquellas circunstancias, no lo manifestó. Algún tiempo después, Mercoeur se convirtió en gobernador de Provenza, y allí defendió con energía los intereses del rey al reprimir con energía una revuelta en Marsella.
La familia recuperaba su brillo, debido en buena parte al casamiento con la sobrina de Mazarino que tanto había molestado a François. Así, el duque César había sido promovido al cargo de almirante que tanto deseaba su hijo menor, y si desde entonces apenas se le veía en París, ya no era como en otro tiempo debido al exilio, sino a que estaba en el mar, realizando un excelente trabajo. Ciertamente debía a Beaufort el haber sobrevivido, pero para éste aquello era un magro consuelo.
La duquesa Françoise, siempre fiel a ella misma, velaba de lejos por él, como por todo su pequeño mundo. Junto a ella, en su ternura y en su profunda fe religiosa, había encontrado la serenidad la pobre Elisabeth. Las dos dedicaban gran parte de su tiempo a la caridad, si bien Madame de Nemours no tenía bastante ánimo para acompañar a su madre a los lugares de perdición en los que ésta continuaba, a pesar de su edad, esforzándose en socorrer a las mujeres de mala vida.
Cuando Sylvie llegó al hôtel de Vendôme, la duquesa no estaba. En esta ocasión no se encontraba en un burdel ni en un tugurio. Por una Elisabeth visiblemente muy afligida, la visitante supo que la duquesa había ido a Saint-Lazare a ver a Monsieur Vincent, cuya salud era motivo de graves inquietudes. Medio paralítico, el apóstol de todas las miserias se acercaba a su fin, sin perder por ello la alegre serenidad que le acompañaba en todas las circunstancias.