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Las palabras desoladas de Madame de Nemours contrastaban con el estrépito que reinaba en la casa, por la que parecía correr un tropel de gatos enfurecidos.

— No os preocupéis -explicó Elisabeth con una sonrisa de excusa-. Son mis hijas… Desde hace ocho días no paran de pelearse.

Y como Sylvie, sin atreverse a preguntar, no pudo impedir levantar una ceja interrogadora, añadió:

— Las dos se han enamoriscado del sobrino del mariscal de Gramont, el joven Antoine Nompar de Caumont, [3] y confieso que no lo entiendo, porque es bajito y feo, por más que hay que reconocerle una gran inteligencia y un ingenio agudo.

Sylvie pensó que el mal gusto familiar podía ser hereditario, porque la propia Elisabeth había mostrado una acusada inclinación por el abate de Gondi en la época en que todavía no era cardenal de Retz; pero se contentó con observar:

— Sobre gustos no hay nada escrito. En particular en el amor, pero ¿por qué pelearse? ¿Es que ese joven hace de árbitro de los combates?

— Está a cien leguas de sospechar nada, pero esas señoritas han decidido que será de la una o de la otra. Se lo juegan a los dados, y la perdedora tendrá que retirarse a un convento. Pero como la suerte es variable, acaban siempre por pelearse. Resulta fastidioso, sobre todo porque a la mayor, Marie-Jeanne-Baptiste, se le ha presentado un pretendiente…

— ¿Ya?

— Tiene dieciséis años, y el novio no es de desdeñar, porque se trata de nuestro joven primo Charles-Léopold, el heredero de la Lorena.

— ¿Qué opina vuestra madre?

— Ya la conocéis. Dice que hay que dejarlas tirarse del moño tanto como les apetezca, dado que con ello no se desfiguran y que no habrá problema hasta que el joven Caumont no se presente a pedir la mano de una de las dos, lo que no ocurrirá nunca. Pero a pesar de todo, este asunto me atormenta, y me siento envejecer día a día…

Lo peor es que, en efecto, envejecía. A los cuarenta y seis años, la pobre mujer parecía tener quince más y apenas quedaba recuerdo de la bella muchacha rubia, tan jovial, con tanta alegría de vivir, que había sido para Sylvie una compañera de infancia llena de afecto. Es cierto que desde su boda con Nemours había sufrido mucho, primero debido a la indiferencia casi total de un esposo al que amaba, después por la muerte de sus tres hijos varones, y finalmente por la de su esposo a manos del hermano al que adoraba. Le quedaban aquellas dos hijas, y parecían darse todas las molestias del mundo para aumentar sus penas.

— Tranquilizaos, amiga mía, y pensad un poco en vos misma. Pienso, igual que Madame de Vendôme, que el matrimonio arreglará todos los problemas de vuestras hijas. Tenéis que intentar recobrar vuestra serenidad de otro tiempo.

— Tal vez tengáis razón… ¿Así que volvéis a la corte? ¿Os atrae la idea?

— La atención especial que me dedica el rey me halaga. Por lo demás…

— ¿Habéis pensado que tarde o temprano volveréis a ver a François?

Sylvie no esperaba oír aquel nombre, sobre todo en su forma más familiar. Palideció un poco, pero se esforzó en sonreír.

— Procuraré cerrar los ojos…

— No lo conseguiréis.

Hubo un silencio, y luego Madame de Nemours murmuró:

— Yo le he perdonado, Sylvie. Deberíais hacer lo mismo…

— ¿Lo creéis? Tal vez a vos os resulta más fáciclass="underline" es vuestro hermano, ¡y le amabais tanto!

La respuesta llegó con tal brutalidad, a pesar de la dulzura de la voz, que Sylvie cerró los ojos:

— ¡Vos le amabais más aún!… Sed honrada con vos misma, amiga mía: incluso cuando os casasteis con Fontsomme, cosa muy natural, seguíais queriéndole, ¿no es así?

Al abrirse de nuevo, los ojos de Sylvie dejaron escapar una lágrima. Nunca habría imaginado a Elisabeth capaz de tanta sagacidad. Como no respondía, ésta continuó:

— Además, tanto en un caso como en el otro, él no quiso matar: sé que mi esposo le forzó a un duelo que intentó evitar. En cuanto al vuestro, los azares funestos de una guerra civil horrible los colocaron frente a frente, con la espada en la mano… Espero que vuestro hijo no intente algún día vengarse del defensor de una causa diferente de la de su padre.

— Nadie en mi casa hará nada para que se le ocurra nunca esa idea. Por lo demás, el nombre de vuestro hermano no se ha pronunciado nunca, y para Philippe su padre murió durante las luchas de la Fronda, y eso es todo.

— ¿Qué edad tiene?

— Diez años.

— ¿Ya? Se acerca a la edad en la que se buscan todas las verdades.

— Lo sé. Tarde o temprano, sabrá de quién era la mano que golpeó a su padre. Pues bien, en ese momento veremos…

Los gritos, que se habían apaciguado por un momento, volvieron a oírse con más fuerza, y también volvió el nerviosismo de Madame de Nemours:

— ¡Tengo que acabar con esto! -exclamó-. Voy a decir que se lleven a esas dos furias a las Capuchinas, hasta mañana. ¡De ese modo tendrán que callarse!

Y empezó a recorrer la amplia sala, yendo y viniendo como un pájaro aturdido, estrujando su pañuelo pero sin tomar ninguna decisión. Sylvie se preguntó si no tendría miedo de sus hijas. De modo que su voz adquirió conscientemente un tono tranquilizador:

— ¿Queréis que les hable yo?

— ¿Lo haríais? -repuso Elisabeth con una luz de esperanza en la mirada.

— ¿Por qué no? Pero antes me gustaría saber dónde se encuentra el joven Caumont. ¿Van a encontrarse próximamente con él?

— Es marqués de Puy… nunca consigo pronunciarlo. Le llaman Péguilin. En cuanto a lo de encontrarse con él, es imposible: está al mando de la primera compañía de gentileshombres Pico-de-Cuervo, [4] que nunca se separa del rey. Les veréis en Saint-Jean-de-Luz.

— Entonces todo esto es ridículo… ¡Voy a hablarles!

— Las encontraréis fácilmente: están en el aposento que ocupábamos nosotras de pequeñas.

Sylvie las encontró aún con menos trabajo porque una tropa de camareras y gobernantas montaba guardia delante de una puerta detrás de la cual se oía una barahúnda casi demoníaca: las dos señoritas parecían ocupadas en romperlo todo allí dentro.

Se apartaron con vagas reverencias y ella abrió con gesto decidido, con lo cual dio paso a una taza lanzada por una mano vigorosa que fue a estrellarse contra la pared del pasillo. El espectáculo era dantesco: en medio de un conjunto de objetos rotos que iban desde un jarrón de mayólica hasta un orinal, de muebles volcados y almohadones despanzurrados, las dos muchachas, tendidas una encima de la otra, trataban de estrangularse recíprocamente. Sofocadas, con el pelo revuelto y las ropas desgarradas, daban miedo. La voz helada de Sylvie cayó sobre ellas como una ducha:

— ¡Bonito espectáculo! ¡Qué lástima que ese querido… Péguilin esté tan lejos! Quizá se sentiría halagado, pero veremos lo que piensa cuando yo se lo cuente.

Al instante las dos estuvieron de pie -era la mayor la que estaba debajo- y corrieron hacia la intrusa con la misma cara de susto, que no contribuía a mejorar su aspecto. La mayor, Marie-Jeanne-Baptiste, a la que llamaban Mademoiselle de Nemours mientras que la otra, Marie-Jeanne-Elisabeth, recibía el nombre de Mademoiselle d'Aumale, esbozó una reverencia y dijo, aún sin aliento:

— ¡Señora duquesa de Fontsomme!… ¿Vais a verle?

— Sin la menor duda: el rey me ha nombrado dama de la nueva reina y marcho a Saint-Jean-de-Luz mañana por la mañana. El relato de vuestras hazañas hará reír a la corte… y al interesado.

Sin escuchar sus protestas, fue a tomar de la sala de aseo vecina dos espejos de mano y se los tendió: