— ¡La señora duquesa de Fontsomme! -anunció el chambelán.
Luis XIV no se volvió. Estaba de pie delante del gran retrato de su padre pintado por Philippe de Champaigne, encuadrado por dos soportes monumentales provistos de varias velas gruesas cuyas llamas móviles parecían animar la efigie de Luis XIII; y lo examinaba con tanta atención como si lo viera por primera vez. Sólo el crepitar del fuego encendido en la chimenea de pórfido animaban un silencio que a Sylvie, desde el fondo de su reverencia y sin osar incorporarse, le pareció muy pronto insoportable. Pero le estaba prohibido hablar la primera… Las rodillas empezaban a hacerle daño cuando el rey se giró bruscamente y, con una mano a la espalda y la otra atormentando el encaje de su corbata de punto de Malinas, observó a la mujer prosternada delante de él.
— ¡Levantaos, señora!
La voz sonó seca, el tono duro. No la invitó a sentarse, pero pese a todo fue un alivio recuperar la posición vertical. Inspiró profundamente, aunque con discreción, y esperó a que él hablara. Lo que no se hizo esperar mucho.
Lentamente, Luis XIV fue a ocupar su sillón detrás de la gran mesa en la que reinaba un desorden impresionante en un hombre del que todo el mundo sabía que era un esclavo del trabajo. Y entonces atacó:
— Hemos resuelto, señora, apartaros del círculo de la reina, en el que, por lo visto, hicimos mal en incluiros… La compañía de una soberana joven debe ser ofrecida como prioridad a mujeres de una moralidad sin tacha.
Al oír aquella frase insultante, la sangre subió al rostro de la duquesa, en la que despertó de golpe la Sylvie de otros tiempos, espontánea y fácilmente irritable. Sin embargo, consiguió contenerse.
— ¿Puedo preguntar al rey qué encuentra de reprensible en mi… moralidad?
— En vida de vuestro esposo fuisteis la amante de mi primo Beaufort, y sin duda aún lo sois. Hemos sabido hace poco, con dolor, que para desembarazaros de él hicisteis matar a vuestro esposo en duelo por vuestro amante, a fin de que el infeliz no pudiera descubrir que estabais embarazada de otro…
— ¡Es falso! -Llevada por la indignación, gritó su protesta.
El entrecejo ya fruncido de Luis XIV se apretó aún más.
— No olvidéis delante de quién estáis y dejad de lado esas maneras de verdulera, nada impropias sin embargo de la concubina del llamado Rey de Les Halles.
De roja que estaba, Sylvie se puso muy pálida. Contempló a aquel joven coronado al que ella había querido y adornado con todas las cualidades, y en el que ahora descubría cada día una increíble ausencia de sentimientos. En ese momento le recordaba de una manera extraña a César de Vendôme, cuando con una violencia y una crueldad increíbles intentaba convencer a la niña que ella era aún, de que cometiera un crimen. ¡Bien se veía que corría por sus venas la sangre de Estrées, vengativa y despiadada! Sylvie no ignoraba quién podía haberle dado ese informe venenoso y sucio, pero de súbito decidió no defenderse.
— Quién diría que hubo un tiempo en que el rey decía amarme, y añadía que esperaba ver durar ese afecto, del que yo estaba tan orgullosa.
Se encogió de hombros, retrocedió dos pasos y realizó una reverencia profunda pero rápida; luego se giró decidida, para salir. El se lo impidió con un:
— ¡Deteneos! Os marcharéis cuando yo lo juzgue oportuno. Todavía no he terminado con vos.
Ella advirtió de pasada que él abandonaba el plural mayestático, pero no extrajo ninguna conclusión de aquello. Tal vez era una buena señal, porque Luis fue a sentarse en un sillón de respaldo alto cubierto por una tapicería preciosa, plantó los codos y apoyó su mejilla en el puño cerrado.
— ¡Sentaos en el taburete que veis ahí! ¿No sois duquesa? Tenéis derecho.
Sin obedecer, ella contestó con una ligera sonrisa de desdén:
— ¿El rey piensa que es preferible estar sentada para hacerse insultar? ¡Prefiero seguir de pie! Ese taburete se parece demasiado a la silla a la que tienen derecho los nobles cuando son juzgados.
— Estáis siendo juzgada, señora duquesa de Fontsomme, con la única diferencia de que yo soy el único juez. ¡Y os ordeno que os sentéis!
Para no exasperarle, ella lo hizo. Pensó sobre todo en sus hijos, cuyo futuro tenía que esforzarse en preservar.
— ¡Ahora, contadme! -ordenó él.
— ¿Contar qué, Sire?
— Vuestros amores con Monsieur de Beaufort. ¡Quiero saberlo todo! ¡Y no aleguéis no sé qué secreto! Puesto que la gente habla de ello, ya no hay secreto. Pero en primer lugar, una pregunta: ¿vuestro hijo es de él?
— Sí.
El resopló ligeramente y esbozó una media sonrisa que significaba «lo sabía». Sylvie continuó, con una dignidad que impresionó al joven autócrata.
— Es el fruto de un amor de infancia… y de una hora de abandono. ¡Una sola! A eso se reducen mis «locos» amores con François de Beaufort, al que después no he vuelto a ver durante diez años.
— ¡Contadme! -repitió él, en un tono algo más suave.
Y Sylvie contó…
El escuchó sin interrumpirla, y ella creyó ver suavizarse su expresión. Cuando acababa su relato, llamaron con discreción a la pequeña puerta que daba a la alcoba real y apareció Colbert, saludó y con el espinazo doblado fue a colocar un papel ante el rey antes de retirarse. Luis XIV le echó una ojeada, lo dejó y se irguió, recuperando de súbito toda su amenazadora impasibilidad.
— Admito -dijo- que habéis sido víctima de ciertas circunstancias que no me gusta recordar. En recuerdo de esas circunstancias… y del afecto que me unía a vos en otro tiempo, vuestros hijos no sufrirán las consecuencias de vuestra falta. Vuestro hijo conservará el nombre, el título y las prerrogativas que ostenta. En cuanto a vuestra hija, que lo es también del difunto duque, nada se opone a que haga una boda brillante… de lo que nos ocuparemos, por otra parte. En lo que a vos respecta, deseo que os alejéis de la corte y os instaléis en vuestras tierras de la Picardía. Me importa mucho que alrededor de la reina sólo haya mujeres de una virtud inatacable.
A pesar de la gravedad del momento, ella estuvo a punto de echarse a reír en sus narices.
— Desde luego nunca se alabará bastante la de la señora condesa de Soissons -no supo privarse de decir, y experimentó una alegría maligna al ver que él acusaba el golpe: las aletas de la nariz palidecieron y sus dedos soltaron la pluma de oca con que jugueteaban desde hacía unos minutos.
— No sabía que fuerais chismosa -gruñó.
— Yo tampoco, Sire, y lo siento, pero hay ocasiones en que determinadas comparaciones se imponen. Pido perdón al rey. ¿Puedo retirarme ya?
— ¡No, señora! -dijo impaciente-. No he terminado todavía con vos, porque podría, en rigor, olvidar todo lo que acabáis de contarme si no tuviera que reprocharos aún algo que considero un verdadero acto de rebelión.
— ¿Un acto de rebelión? ¿Yo?
— Sí. ¡Vos! En una circunstancia reciente y penosa, deposité en vos toda mi confianza, y creo que os di de ello una señal tangible al encargaros de cierta misión.
— No recuerdo haberme encargado de ninguna misión -respondió Sylvie, mirándolo a los ojos.
— He aquí una actitud que yo alabaría sin reserva sí, con una finalidad en la que entreveo sombras peligrosas, no hubierais sustraído a mi justicia a ese miserable esclavo negro.
— ¿Justicia, Sire? Ese infeliz, refugiado en una de las salas desiertas del viejo Louvre, escapó de milagro a unos matachines que querían asesinarle. Buscó refugio en mi casa…
— ¿Y por qué en vuestra casa?
— Quizá porque siempre le traté como a un ser humano, no como un juguete desprovisto de alma. Nunca ha estado cerrada mi puerta a quien pide socorro. Me educó Madame de Vendôme. De ella aprendí la caridad, y también de Monsieur Vincent…