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Al oír el nombre del viejo sacerdote ya fallecido cuya aura de caridad le había impresionado en su infancia, Luis XIV dio un respingo y, como obediente a una orden superior, su voz se suavizó.

— Dios no quiera, señora, que yo reproche nunca a alguien el haberse mostrado compasivo, pero ese muchacho ha cometido un crimen de extraordinaria gravedad, y no debe seguir con vida para jactarse algún día.

— Sire, no es más que un niño aún…

— Un niño que comete el crimen de un hombre no lo es… Tiene que desaparecer, del mismo modo que tiene que desaparecer cualquier huella de lo que vos sabéis.

— ¡Sire! -exclamó Sylvie llena de angustia-. El rey no va a…

— ¿A eliminar a la pequeña? No soy un monstruo, señora, pero en el caso de que hayáis guardado algún recuerdo de vuestro viaje fuera de París, sabed tan sólo que ya no está en el lugar donde la dejasteis. Retiraos ahora, señora, y marchad tan pronto como os sea posible a vuestras tierras de Fontsomme. Muy bellas, por lo que me han contado…

— El rey me expulsa -dijo Sylvie con amargura-, del mismo modo que expulsa a Marie de Hautefort y Pierre de La Porte, que consagraron su vida, por amor y fidelidad, a su madre…

— No expulso a nadie. Sencillamente, en el comienzo de un nuevo reinado, pretendo barrer los vestigios del antiguo. ¡Idos ya, señora duquesa! Despediré por vos a la reina… ¡Una palabra aún! A menos que tenga de vos noticias que me desagraden, nadie tocará ni vuestros bienes ni a vuestra persona. ¡Pensad en vuestros hijos!

A pesar de la cólera y la indignación que hervían en su interior, su reverencia fue un modelo de gracia y orgullosa dignidad.

— No dudo de que el rey sabrá rodearse en adelante de servidores que contenten a su corazón… o mejor dicho a sus gustos.

— ¿Queréis insinuar que no tengo corazón? -rugió-. A petición de mi madre, voy a llamar de nuevo a los Navailles.

— El difunto cardenal de Richelieu pensaba que esa víscera no tenía ninguna función en el gobierno de un Estado. Vuestra Majestad tiene todas las cualidades para convertirse en un gran rey…

Furioso, Luis XIV olvidó la majestad que se imponía a sí mismo, corrió a la puerta y la abrió él mismo para hacer salir a la insolente; pero en el umbral encontró a D'Artagnan, y volcó en él su cólera.

— ¿Qué hacéis aquí? No os he llamado.

— En efecto, Sire. Pero he acompañado hasta aquí a la señora duquesa de Fontsomme, y estoy esperándola para llevarla a donde a ella le parezca bien.

— Es el rey quien decide adonde van sus servidores. ¿Y si os ordenáramos conducirla a la Bastilla?

— En tal caso tendría el honor de rogar al rey que diera a otro ese feo encargo y haría lo imposible para que no lo cumpliera -repuso el mosquetero sin perder la sangre fría-. La Bastilla no es lugar adecuado para una dama de esta calidad, y hasta ahora el rey no ha enviado nunca allí a un inocente…

— ¿Sabéis que eso es rebelión?

— No, Sire, simple cortesía, unida a lo que en otro tiempo era el deber de un caballero: proteger a los débiles de los malos caminos y de las fieras dañinas. Las calles de París no son seguras, y el Louvre está poblado por fieras siempre dispuestas a descuartizar la presa que se les entrega. ¡Añadiré además que me une a la duquesa una respetuosa amistad!

La mirada azul y la mirada negra, ambas relampagueantes por igual, se cruzaron como espadas. Fue el rey quien apartó la suya.

— ¡Maldito cabezota! ¡Haced lo que gustéis…! ¡Adiós, señora!

Como si hubiera sido un simple particular encolerizado, el rey se despidió con el portazo más democrático del mundo. De inmediato, el capitán de los mosqueteros ofreció a su compañera una amplia sonrisa y su brazo.

— ¿Me ofreceréis un vaso de vino caliente con canela? En estos tiempos desapacibles, es el mejor remedio que conozco contra las congelaciones del corazón.

— ¡Todo lo que queráis! Nunca daré suficientes gracias al Cielo por haberme provisto de un amigo así.

Y de ese modo, orgullosamente acompañada por D'Artagnan y saludada, gracias a él, por todos los soldados de guardia, Sylvie salió del Louvre casi exactamente veintinueve años después de haber entrado en él en la carroza de la duquesa de Vendôme. Esta vez, para no volver.

En el patio, el capitán pidió su caballo, subió a Sylvie a su coche y la escoltó por las calles nocturnas hasta su mansión. Al ver dos coches que esperaban, prefirió retirarse.

— Dejaremos el vino caliente para otra ocasión. Tenéis visitas y será mejor que yo regrese al Louvre.

— Me entristece pensar que no nos volveremos a ver -suspiró Sylvie.

— ¿Y por qué, si os place?

— Mañana marcho a Fontsomme, de donde no podré moverme, y no quiero colocaros en un compromiso ante el rey.

D'Artagnan esbozó una sonrisa feroz que hizo brillar sus dientes blancos.

— Ese pipiolo tendrá que aprender que, si quiere buenos servidores, ha de dejarles escoger libremente sus amistades. Iré a veros y a daros noticias. Y el placer será mío, porque… no puedo imaginar una existencia de la que vos estéis ausente para siempre.

Conmovida, ella le tendió una mano en la que él posó sus labios un largo momento; luego el mosquetero saltó al caballo con tanta ligereza como si tuviera veinte años, y partió sin darse la vuelta.

Junto a la chimenea de la biblioteca, Sylvie encontró a Marie de Schomberg, Perceval y La Porte, que esperaban bebiendo el vino con canela al que había renunciado D'Artagnan. Cuando apareció, los tres rostros se volvieron hacia ella.

— ¿Y bien? -dijo la maríscala.

— Exiliada en mis tierras. Como vos, y como vos -añadió dirigiéndose por turno a la antigua dama de compañía y al más fiel servidor de Ana de Austria.

Este se levantó y dio unos pasos por la estancia.

— Apostaría la cabeza a que tengo razón. El confesor de la reina madre ha debido de exigir de ella, para darle la absolución y antes de recibir el cuerpo de Cristo, que dijera la verdad a su hijo mayor.

— ¡Y yo digo que es imposible! -exclamó Marie-. Incluso en confesión, un secreto de Estado no es algo destinado a los oídos del primer cura que aparezca.

— Monseñor de Auch no es el primer cura que aparece, y aunque lo fuera, violar el secreto de confesión implica condenarse -intervino Perceval-. Dicho eso, el adulterio es un pecado mortaclass="underline" la reina estaba obligada a descargar su conciencia. Pienso como La Porte: el rey lo sabe todo ahora. Y estáis en peligro… ¿No fuisteis cómplices de los amores de la reina con Beaufort?

— ¡Ella no nos habría entregado! -dijo Marie con vehemencia.

— Entregado no -contestó La Porte-, pero seguramente él exigió saber quién podía estar al corriente. Supongo que antes de dar nombres, ella hizo jurar al rey que no nos haría ningún daño. Si no, ya estaríamos en la Bastilla. El se contenta con alejarnos para siempre.

— La Porte tiene razón -aprobó Perceval-. La casualidad ha querido que los tres juntos hayáis sido los primeros en aparecer ante su vista cuando ha salido de la habitación después de saber que, aunque lleva la sangre de Enrique IV, no le sucede lo mismo con la de Luis XIII. Es una revelación terrible para un joven tan orgulloso, por más que su madre le haya asegurado que su hermano Philippe nunca sabría nada. El viejo zorro de Mazarino sabía lo que hacía cuando él y la reina favorecieron a cuál más los gustos femeninos del principito, para que nunca llegara a convertirse en un segundo Gaston d'Orleans. Luis es el rey, y pretende seguir siéndolo. Es bastante normal que aparte de su lado a unas personas que le recordarían continuamente la verdad.

— ¿Pensáis que Mazarino lo sabía? -preguntó Madame de Schomberg.

— Ella nunca le ocultó nada -dijo La Porte con amargura-. ¿No era su esposo secreto?