Выбрать главу

Aliviada a pesar de todo por ese desenlace, porque los aldeanos también habrían podido reclamar que se prendiera fuego a todo lo que había pertenecido al infeliz muchacho, y a su habitación antes que nada, Sylvie accedió a lo que pedían, pero hizo decir misas en su capilla privada y se esforzó en olvidar aquel penoso suceso que le parecía cargado de amenazas y que daba la medida del carácter vengativo del rey.

El futuro, que Sylvie siempre había deseado sencillo y claro, se cargaba de nubes sombrías, más opresivas si cabe en aquel gran castillo donde, a pesar de la presencia de la fiel Jeannette y de la numerosa servidumbre, Sylvie se sentía sola.

Aún le faltaba tocar el fondo del sentimiento de abandono que se apoderaba de ella en las horas negras de las noches en que, a pesar de las tisanas calmantes de Jeannette, se esforzaba en vano en conciliar el sueño. El segundo domingo de febrero, cuando salía de la misa mayor en la iglesia de la aldea -era muy raro que se la viera en la capilla del castillo después de la marcha del abate de Résigny- y emprendía a pie el camino de vuelta acompañada por Corentin, Jeannette y la mayor parte de sus criados, el grupo fue adelantado por una silla de posta que hizo latir con mayor fuerza su corazón. Apresuró el paso. ¡Por fin iba a tener noticias! ¡No podía ser más que Perceval de Raguenel!

— Me extrañaría -dijo Corentin, que había fruncido el entrecejo-. Si fuese el señor caballero, habría hecho parar el coche al llegar a vuestro lado.

— Entonces ¿quién puede ser?

Era Marie.

Una Marie que después de dejar caer las pieles con que se abrigaba, esperaba en pie junto a la chimenea del gran salón, en la que ardía un tronco de árbol, ofreciendo las manos desenguantadas a su calor. Ni siquiera se volvió cuando su madre entró en el salón, tan amplio que casi le devolvía su estatura de niña pequeña, y tampoco cuando ésta gritó, con una alegría que le costaba retener:

— ¡Mi pequeña Marie! Has vuelto…

Sólo cuando Sylvie estuvo a su lado, dispuesta ya a abrazarla, volvió hacia ella un rostro más frío que el mármol blanco de la chimenea.

— He venido a deciros adiós… ¡Y también que os odio! A partir de este día, no tenéis ninguna hija.

— ¡Marie! ¿Qué quieres decir?

— Quiero decir que habéis arruinado mi vida y que no os lo perdonaré nunca, ¿entendéis? ¡Nunca! -Un sollozo estranguló la última palabra.

A pesar de la cólera que sentía crecer en su interior ante tanta injusticia, Sylvie se esforzó por guardar la calma: las huellas de llanto que mostraba aquella preciosa cara la impulsaban más a abrir los brazos que a blandir el rayo. Sin duda, François la había rechazado y… Dios mío, ya era bastante bueno que no hubiera llevado a cabo su terrible amenaza y estuviera allí, bien viva…

— ¿Por qué no intentas contarme qué ha ocurrido? ¿Por qué has dejado, en pleno invierno, el castillo de Sollies, en el que tan a gusto estabas, para hacer un camino tan largo? ¡Y sola, además! ¿No has visto a Perceval?

Esta vez, Marie la miró de frente y cruzó los brazos como para impedirle el paso hacia su corazón.

— No, no lo he viste. Como tampoco he visto al hombre con el que quería casarme y que me había dado su palabra…

No retenía ya sus lágrimas, y Sylvie sintió que le invadía el espanto. A pesar de los lazos de sangre que le habían sido revelados, ¿habría Luis XIV hecho asesinar a Beaufort, de la misma manera que había mandado ejecutar al pobre Nabo?

— ¿Por qué no le has visto? ¿Qué… qué le ha pasado?

En medio de su llanto, Marie esbozó una sonrisa despectiva.

— ¡Tranquilizaos! Vuestro amante se encuentra bien. Al menos lo supongo, porque la flota aún estaba en el mar cuando yo me vine.

— ¿Mi amante? Monsieur de Beaufort no lo es.

— Puede que ya no lo sea, pero lo fue, ¡porque si no, no veo de qué manera habría podido convertirse en el padre de mi hermano!

Tranquilizada por un instante, Sylvie sintió de nuevo el espanto apoderarse de ella, y gritó:

— ¿Quién te ha dicho semejante cosa?

— Un amigo de Madame de Forbin, que también lo es mío. ¡Un gentilhombre que parece saberlo todo sobre vos, madre!

La última palabra fue casi escupida, con una repugnancia que acabó de trastornar a Sylvie. Un terrible esfuerzo de voluntad la mantuvo en pie, al borde del abismo que amenazaba con tragársela.

— Diría que escoges muy mal a tus amigos. ¿Puedo saber cómo se llama éste?

Si creía que Marie iba a lanzárselo al rostro, se equivocaba. La joven se quedó un instante sin voz, mirándola con asco.

— ¿Y ni siquiera lo negáis? ¿Lo único que os importa es saber quién me ha impedido cubrirme de vergüenza y ridículo?

— ¿Vergüenza por qué? ¿Por qué ridículo? Monsieur de Beaufort no es tu padre, que yo sepa.

— Si es el de mi hermano, a mis ojos da exactamente lo mismo. Al casarme con él yo me convertiría en la madrastra de Philippe, ¡y esa idea me horroriza! ¡No quiero comer las sobras de vuestro plato! Y el hecho de que hayáis podido llegar a aceptar simplemente la idea, me resulta insoportable. Tenía razón Monsieur de Saint-Rémy…

Sylvie tuvo un sobresalto.

— ¿Qué nombre has dicho? ¿Saint-Rémy? ¿He oído bien?

Marie pareció de repente confusa, y sobre todo descontenta de sí misma.

— Se me ha escapado, pero… habéis oído bien. Se diría que no le queréis mucho -añadió con una risita afectada.

— Si es el que imagino, se trata de un hombre que ha vuelto de las Islas hace pocos años.

— Es él. Y eso prueba que le conocéis tanto como él a vos.

Sylvie no contestó enseguida. El regreso inopinado de aquel enemigo jurado la abrumaba. No sabía por qué camino tortuoso se había introducido en la noble familia provenzal en que había encontrado refugio su hija, pero no estaba lejos de ver en ello el dedo del destino que anunciaba la ruina de su casa y de los suyos. Fue a sentarse en un sillón, o mejor dicho se dejó caer en él.

— Es a Monsieur de Beaufort a quien deberías haber hablado de él. Una noche, en el cementerio de Saint-Paul en París, estuvo a punto de matarlo en el momento en que se disponía a dejar morir a tu hermano pequeño para poder reivindicar el título de duque de Fontsomme, sobre el que pretende tener derechos. Ese demonio consiguió escapar y desaparecer gracias, supongo, a la protección de Colbert, que no nos perdona nuestra amistad con Nicolas Fouquet y los suyos.

— ¿Qué fábula me estáis contando?

— No es una fábula, por desgracia. Eres libre de creerlo o no, pero lamento infinito que no esté aquí Raguenel para contártelo.

— A propósito… ¿dónde está? Decíais hace un momento…

— Se ha marchado a Tolón a esperar a Beaufort, al que amenaza un grave peligro. Si te he entendido bien, eso ya no te preocupa. ¿Puedo preguntarte qué piensas hacer ahora? ¿Te quedas aquí?

— ¿Bromeáis o no os habéis fijado en el coche que me espera fuera? Solamente he venido a deciros lo que pensaba de vos y de vuestra conducta.

— Tienes razón. Es mejor que las cosas estén claras entre nosotras. Por cierto, en beneficio de la claridad, puedes instalarte en la Rue Quincampoix o en Conflans. Puedes estar segura de no encontrarme: el rey me ha exiliado aquí, y también ha exiliado a tu madrina en Nanteuil… y a algunos más.

Marie lo esperaba todo menos aquello. Abrió unos ojos inmensos.

— ¿Tú? ¿Exiliada? Pero ¿por qué?

— Eso no te importa. Ah, una pregunta más: ¿sabe tu hermano lo que te confió ese buen Saint-Rémy?

— Cómo iba a saberlo si todavía está en el mar con… ¿debo decir su padre?

Sylvie dejó reposar su cabeza contra el alto respaldo de terciopelo y cerró los ojos, infinitamente cansada.