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— Puedes, pero por el amor de Dios y si te queda una pizca de amor por él, no digas nunca nada a Philippe, salvo que debe guardarse de acercarse por poco que sea a un monstruo llamado Saint-Rémy que se ha propuesto quitarle la vida.

— No diré nunca nada. Podéis dormir en paz con vuestro secreto.

Sylvie no la vio recoger sus pieles y salir por la puerta arrastrándolas. No la oyó marcharse. Sólo cuando la silla de posta avanzó por la gravilla del patio de honor, supo que ya no tenía hija.

Cuando Jeannette corrió hacia ella después de haber visto a Marie irse del castillo de sus padres sin una mirada para nadie, la duquesa había resbalado de la silla y estaba tendida en el suelo, sacudida por una violenta crisis de nervios que asustó a su camarera. La levantaron y la llevaron a su alcoba apenas consciente.

A la caída de la tarde, cuando llegó al castillo Perceval de Raguenel, agotado pero bastante satisfecho por haber cumplido su misión -los navíos de Beaufort habían entrado en el puerto una hora después de que Marie partiera de Solliès-, la encontró presa de un violento acceso de fiebre que le espantó. Sylvie deliraba, y el delirio era tal que el caballero dispuso que la enferma fuera atendida únicamente por Jeannette, Corentin o él mismo, con exclusión de cualquier otra persona. Se relevarían a su cabecera y se prohibiría cualquier visita hasta nueva orden. Incluida la del médico de Bohain, que estaba ausente cuando le habían avisado, y al que se sentía perfectamente capaz de sustituir.

En cuanto a Marie, se ocuparía de ella cuando su madre estuviese fuera de peligro…

10. La gran expedición

El tiempo y la enfermedad se cerraron sobre Sylvie más estrechamente aún que las paredes de su habitación. Sus nervios, tensados en exceso desde hacía demasiado tiempo, cedieron de golpe, y al mismo tiempo se le declaró una pulmonía a causa de salir con escaso abrigo al frío invernal. A pesar de los cuidados de Perceval de Raguenel, que además de su perfecto conocimiento de las plantas se había aficionado en otro tiempo a la medicina junto a su difunto amigo Théophraste Renaudot, su estado se agravó hasta el punto de hacer temer un desenlace fatal. Durante días y noches, Sylvie deliró bajo la vigilancia de Jeannette y Perceval, desolados y prácticamente impotentes. Estuvo tan grave que Perceval no se atrevía a alejarse para buscar a Marie, a la que hacía responsable en buena parte del estado de su madre. Sin embargo, era necesario que la muchacha supiera lo que había hecho. Sería demasiado triste, demasiado injusto, que Sylvie muriese sin haber vuelto a ver a ninguno de sus hijos.

En lo que respecta a Philippe, Perceval había escrito a Beaufort cuando comprendió que el peligro era cierto. Sin duda llegaría pronto. Además, había prevenido a Marie de Hautefort, pero a ésta, víctima de una caída de caballo, le era imposible desplazarse. Quedaba Marie. ¿Dónde encontrarla? ¿Había vuelto a su servicio junto a Madame, o se escondía?

— La mejor manera de saberlo es ir a ver a la señora marquesa de Montespan, que es su amiga -aconsejó Jeannette-. Vive en la Rue Taranne, en el faubourg Saint-Germain. Seguramente sabrá algo.

Era un buen consejo. Perceval envió de inmediato a Corentin con dos cartas, una destinada a la joven marquesa y la otra a la propia Marie, y esperó. Pero lo que vio aparecer treinta y seis horas más tarde, por la larga avenida de olmos por la que se entraba a Fontsomme, le dejó confuso. Esperaba a dos caballeros, o tal vez un coche de postas escoltado por Corentin a caballo. Sin embargo, lo que se recortó contra el fondo del paisaje fue una enorme carroza de viaje con los blasones reales, flanqueada por un pelotón de gendarmes de la compañía de Orleans. Con aspecto fatalista, Corentin trotaba junto a la portezuela del coche, que describió una graciosa curva antes de detenerse delante de la escalinata. De él salió una mujer alta, tan envuelta en pieles que parecía un oso tocado con un sombrero de plumas azules y blancas, seguida por un hombrecillo rubio y robusto. Perceval sabía ya de quién se trataba y se precipitó al encuentro de Mademoiselle, al tiempo que se preguntaba qué la había llevado allí. Ella se encargó de satisfacer su curiosidad de inmediato.

— ¡Me alegro de veros, Monsieur de Raguenel! Estaba ayer de visita en casa de Madame de Montespan cuando llegó vuestro intendente buscando a la joven Marie, y nos contó el triste estado de Madame de Fontsomme, perdida entre las nieves de las llanuras picardas sin ninguna posibilidad de una atención médica adecuada. De modo que os traigo a un hombre genial que he descubierto por la mayor de las casualidades y que alojo en mi casa… ¿Dónde está nuestra enferma?

Perceval se esforzaba en seguir a la vez aquella catarata de palabras y la marcha tumultuosa de la princesa a través del castillo, ante la mirada atónita de los criados. A la velocidad que llevaba, la imaginaba cayendo como el rayo en la alcoba de Sylvie. Se precipitó a interponerse y la detuvo.

— ¡Por favor, señora! Suplico a Vuestra Alteza que perdone mi audacia, pero es necesario que me preste un mínimo instante de atención.

— ¿De qué queréis que hablemos? Hay cosas más urgentes que hacer.

— Tal vez, pero es del rey de quien deseo hablaros. ¿Sabe Vuestra Alteza que Madame de Fontsomme está exiliada?

— ¡Por supuesto que lo sé! Supe esa… iniquidad en mi castillo de Eu, adonde había ido a supervisar reformas importantes. Volví a París de inmediato para saber algo más.

— Todo lo que puedo deciros es que Vuestra Alteza corre el riesgo de enojar gravemente a Su Majestad al venir aquí, y que…

— ¿Y que qué? -lo fulminó Mademoiselle, que aproximó su gran nariz al rostro de Raguenel y le miró al fondo de los ojos-. Hace mucho tiempo que mi primo me conoce; sabe que es muy difícil impedirme hacer lo que quiero. ¿Qué arriesgo? ¿Que me envíe una vez más a mis tierras? ¡Como guste! En Eu tengo muchas cosas que hacer, y en Saint-Fargeau he encargado la confección de unos tapices de gran tamaño, y tengo ganas de acercarme para ver cómo va el trabajo.

— ¡Oh! Sé que Vuestra Alteza no tiene miedo de nada…

— ¡Sí!

Tomó bruscamente el brazo de Perceval y lo llevó a un rincón, haciendo una señal a sus acompañantes para que se quedaran atrás.

— Sí -repitió en voz más baja-. Tengo mucho miedo de los reproches que podría hacerme mi primo Beaufort si dejara a la dama de sus pensamientos marcharse de este mundo cuando dispongo de los medios para salvarla. Quiero mucho a mi primo, caballero. Es un viejo camarada de armas, un cómplice, y cuando el rey le confió sus barcos, vino a decirme adiós al Luxembourg. Fue entonces cuando me confió su preocupación porque nuestra amiga no desconfiaba lo bastante de ese patán de Colbert y manifestaba quizá demasiada amistad por el pobre Fouquet. Le prometí hacer lo que pudiera para velar por ella, en la medida de mis medios y también con toda la discreción posible. Hoy cumplo mi promesa, pero incluso sin ella habría venido: me gusta mucho la pequeña duquesa. Vamos, ¿me lleváis a su habitación, sí o no?

Perceval se inclinó con un respeto lleno de emoción y luego precedió a la princesa hasta la galería a la que se abrían las habitaciones. El médico, reclamado con un gesto enérgico, se había unido a ellos. A la puerta de la alcoba, Mademoiselle se dio cuenta de que tenía mucho calor, se quitó las pieles de zorro que doblaban su volumen, las dejó en el suelo, lanzó su sombrero sobre las pieles y, aferrando al médico del brazo, lo arrastró al interior de la habitación.

— ¡Que nos dejen solos! -ordenó-. ¡Venid, maese Ragnard!

Perceval vio pasar con resignación al buen hombre, que llevaba el nombre de un temible jefe vikingo y al que Mademoiselle casi levantó del suelo al tirar de él para hacerle entrar. Jeannette estaba con Sylvie, y sin duda se bastaría para ejecutar las órdenes del médico. Por su parte, él fue a ocuparse del alojamiento del séquito civil y militar de la princesa. Como conocía el proverbial apetito de ésta, bajó a las cocinas para hacer algunas recomendaciones a Lamy, pero el cocinero ya estaba al corriente de la situación y en sus amplios dominios reinaba un zafarrancho de combate: los fogones zumbaban y Lamy distribuía órdenes en todas direcciones.