— Bendita sea esa buena princesa que viene a vernos en contra de la voluntad del propio rey -declaró a Perceval con entusiasmo-. ¡Es preciso que guarde de su estancia entre nosotros un recuerdo imborrable!
Raguenel estuvo a punto de objetar que el estado de la duquesa no era tal vez el más propicio para una comida de fiesta, pero el buen hombre estaba tan contento de trabajar para la prima del rey que habría sido una lástima aguarle su entusiasmo. Le dejó hacer y volvió a subir para esperar el diagnóstico del pequeño médico. Tardó mucho. Había transcurrido más de una hora cuando por fin apareció Mademoiselle, sola.
— ¿Y bien? -susurró Perceval, que se temía lo peor.
— Dice que si hacemos lo que él indique, hay esperanzas de salvarla…
— ¡Por supuesto que se hará lo que indique!
— Esperad a saber de qué se trata -dijo la princesa, medio en serio medio en broma-. Va a instalarse en su habitación y no quiere a su lado a nadie salvo a la «sirvienta», como él la llama, para la ropa de cama, el aseo y la comida. Y eso, sólo cuando él la reclame.
— ¿Eso quiere decir que no tenemos derecho a ver a Sylvie? Ese hombre está loco, ¿no?
— No, pero tiene sus métodos y se niega a que nadie se entrometa en ellos. ¡Si no aceptáis, se marcha mañana por la mañana conmigo!
— Pero ¿y si llegan sus hijos?
— Esperarán, y basta. A propósito, no sé si os lo ha dicho vuestro intendente, pero nadie sabe dónde se esconde la joven Marie.
— ¿Ni siquiera Madame de Montespan?
— ¡Ni siquiera! Y tampoco lo saben en el séquito de Madame, donde todo el mundo está convencido de que ha entrado en un convento. Volviendo a maese Ragnard, es un hombre que no habla, o habla justo lo necesario, al que le horrorizan las preguntas y que no contestará si se las hacéis. En mi casa vive solitario en una gran estancia en el desván, que tiene abarrotada de libros y objetos. Se hace subir allí las comidas, y no sale más que si le necesito o cuando cambio de residencia.
— ¿Y está satisfecha Vuestra Alteza?
— Absolutamente, por más que mi Ragnard se parece más al brujo normando que a un médico tradicional. Pero la buena salud que me envidia toda la corte debería haceros confiar.
— ¡Cierto! Sin embargo, Vuestra Alteza acaba de decir que se marcha mañana…
— Sí, pero os lo dejo. Cuando esté satisfecho de su obra, os lo hará saber y me lo mandaréis de vuelta. Debo decir además que no aceptará ningún pago… ¡Hummm! -añadió haciendo palpitar las aletas de la nariz-. ¡Huele espléndidamente! Enseñadme mi habitación para que me lave las manos, y vamos a la mesa. Me muero de hambre.
Dio pruebas de ello haciendo honor a la cocina de Lamy con un entusiasmo contagioso. De modo que Perceval, que no tenía apetito, se sorprendió a sí mismo secundándola de forma muy honorable. Ella se empeñó incluso en felicitar al joven cocinero en unos términos que hicieron temer a Perceval que iba a ofrecerle pasar a su servicio, pero Mademoiselle tenía un corazón demasiado bueno para reclamar un pago por la ayuda que dispensaba. Se marchó al día siguiente como había anunciado, y no ocultó su placer al encontrar en su coche una cesta llena de patés, tortas, pasteles y confituras que le ayudarían a soportar el largo camino de vuelta. Tendió por última vez la mano a Perceval y murmuró:
— Tenéis mi promesa, caballero, de que haré todo lo que pueda para reconciliar al rey con Sylvie. Sigue sintiendo por ella un gran afecto, y no comprendo qué ha podido pasar para que se haya producido un cambio tan grande.
— ¡Ahora no, señora! Suplico a Vuestra Alteza que no intente nada antes de… cierto tiempo. Las órdenes de exilio fueron dictadas en un momento de cólera del rey. Es mejor dejar que se apacigüe. Tanto más, por cuanto de momento sería difícil para mi pobre ahijada aparecer en la corte.
— ¡Sea! Esperaremos un poco… pero no mucho. Tampoco es bueno dejar que le olviden a uno.
Raguenel pensaba, por el contrario, que hacerse olvidar sería lo mejor para Sylvie y los antiguos conjurados del Val-de-Grâce, [28] pero tampoco quería contradecir a Mademoiselle. Se mordió la lengua, saludó por última vez y vio cómo la carroza escoltada por el grupo de jinetes se alejaba por la avenida a buena marcha.
Empezó entonces en el castillo un período extraño: Sylvie permanecía encerrada, sola con aquel médico desconocido sin que nadie pudiera saber a qué tratamiento la sometía; y a su alrededor estaba el castillo entero, cuya vida parecía concentrada en aquella habitación cerrada. Ni siquiera Jeannette podía decir lo que ocurría dentro. Seguida por un lacayo siempre cargado que esperaba fuera, llevaba agua y alimentos consistentes casi siempre en potajes de legumbres, leche y compotas; cambiaba las sábanas de la cama y la ropa de la enferma, cuya delgadez la asustaba, o tenía que procurarse cosas tan curiosas como hielo y sanguijuelas. Pero cada vez que entraba, el médico estaba de pie ante la ventana, vuelto de espaldas, con las manos apoyadas en la falleba; y no se movía salvo para ayudar a cambiar las sábanas, porque no permitía la entrada de ninguna otra criada. No hablaba, ni siquiera miraba a Jeannette, lo que tenía el don de molestarla. En cuanto a Sylvie, siempre la encontraba dormida.
— Seguramente le da alguna droga antes de que yo llegue -confió a Perceval y Corentin-. Pero se diría que mejora. Ya no está colorada, incluso se la ve algo pálida. Sólo que a veces parece sufrir en sueños. ¡Oh, qué prisa tengo por que nos la devuelva! -concluyó secándose los ojos con la punta de su delantal-. Además no es decente, un hombre que vive encerrado con ella día y noche.
— Si es el precio a pagar por su curación, tiene poca importancia -suspiró el caballero-. Una enferma grave no es una mujer para su médico, y el médico no es tampoco un hombre…
Esa confianza no le impedía pasar las noches en blanco delante de la puerta siempre cerrada, arrellanado en un sillón que instalaba allí cada tarde para espiar los ruidos, a veces extraños, que venían de la habitación: parecían rezos, o salmodias en una lengua desconocida. Aquello le hacía pensar que Jeannette, cuando decía que aquel Ragnard era un brujo, no se equivocaba mucho. Eso explicaba el cuidado con que Mademoiselle ocultaba a su médico: la temible Compañía del Santo Sacramento tenía orejas largas, e incluso una princesa debía andarse con cuidado.
Mientras tanto, a Perceval el tiempo se le hacía muy largo, sobre todo porque además le faltaban las noticias del mundo exterior. Seguía sin saberse qué había sido de Marie. Él mismo había hecho un rápido viaje de ida y vuelta a la Visitation de la Rue Saint-Antoine, con la esperanza de que ella hubiera regresado allí, pero nadie la había visto. Además -y eso era aún más inquietante-, no había recibido la menor respuesta de Tolón. Nadie había contestado a su última carta. Ni siquiera el abate de Résigny, aquel infatigable escribidor. ¿Se había desplazado la flota a otro puerto? ¿Cómo saberlo en aquel Fontsomme aislado a la vez por las nieves y el exilio de su ama?
Por fin, el invierno desapareció. Reaparecieron la tierra embarrada, los charcos y los primeros brotes de los árboles. Y luego, una mañana, cuando Perceval se llevaba a su cuarto el sillón en que había pasado la noche, se abrió la puerta de Sylvie y apareció maese Ragnard, vestido de pies a cabeza y llevando en la mano su equipaje. Miró al caballero con calma, y pronunció las primeras palabras que éste escuchaba de su boca: