— ¿Queréis hacer que me preparen un caballo, por favor?
— ¿Os marcháis?
— Sin duda. Mi obra ha terminado. La enferma ha entrado en convalecencia y ya no tengo nada que hacer aquí.
Se dirigía ya a la escalera, cuando dio media vuelta.
— Encontraréis en la mesa mis instrucciones sobre los cuidados convenientes en los días próximos. ¡Servidor, Monsieur! ¡Ah!, tened en cuenta que necesita una atención constante.
Loco de alegría, Perceval le acompañó a las caballerizas y buscó un medio cualquiera de mostrarle su agradecimiento y de saber algo más sobre la enfermedad de Sylvie; pero el otro se obstinó en un mutismo total y se contentó con saludarle levantando el sombrero una vez montado, antes de enfilar la gran avenida del castillo. Perceval no esperó a que se hubiera alejado y corrió a la alcoba de su ahijada, donde se le había anticipado una Jeannette entusiasmada. Sylvie estaba tendida en el lecho con los ojos abiertos de par en par, unos ojos claros que miraban en derredor. Se la veía aún débil, pero sus labios habían recuperado algo de color y le sonrió, tendiéndole los brazos.
— ¡Qué alegría veros de nuevo! Me parece que hace años que no os veía…
— A mí me ha parecido un siglo, querida. ¿Qué ha sido de ti durante todo este tiempo?
— No lo sé… Todo lo que recuerdo es haber sufrido con todo mi cuerpo, y en particular haber dormido… y soñado. Primero eran pesadillas horribles, pero luego los sueños se hicieron más agradables… Me parecía que volvía a Belle-Isle… y que era feliz…
— Ahora seré yo la que se ocupe de vos, y todo irá bien -declaró Jeannette con un aire desafiante que revelaba cuánto había soportado durante aquellos días. Empezó por hacer desaparecer las huellas del paso del médico, y luego colocó un catre para ella en la habitación misma de su ama.
Poco a poco, Sylvie volvió a hacer una vida normal y recuperó su anterior aspecto. Sin embargo, su humor había cambiado. Era como si en su interior se hubiera aflojado un resorte, y eso disminuyera hasta cierto punto el gusto por la vida que la caracterizaba desde su primera infancia. Durante los paseos que daba cada día del brazo de Perceval, a campo través, acabó por dar a entender la tristeza que le producía el silencio de los que llamaba «nuestros marinos», pero no hizo ninguna pregunta relativa a Marie. No porque hubiera expulsado a su hija de su corazón -era imposible, la quería demasiado-, sino porque se resistía a evocar su recuerdo e incluso su imagen, como rechaza la vista de un instrumento de tortura quien ha sufrido sus efectos.
Perceval lo comprendía, y en el fondo aquello le convenía porque no se atrevía a decirle que Marie había desaparecido. Y había algo más: una mañana que fue a Saint-Quentin con el joven Lamy, éste para reaprovisionar de ajos a la abadía y Perceval para devolver a su amigo el cirujano Meurisse un libro prestado, se enteró de una noticia poco tranquilizadora. Mientras bebía con Meurisse en el albergue de la Croix d'Or unas jarras de excelente cerveza, maese Lubin, el patrón, le entregó un par de guantes olvidados allí por Mademoiselle de Fontsomme. Mediante algunas hábiles preguntas hechas al buen hombre, Perceval supo que Marie había parado allí unas semanas atrás, había dejado en el lugar al amigo que viajaba con ella, y lo había recogido aquella misma tarde antes de reemprender, por la mañana, el camino de París. Un comportamiento extraño que no había dejado de plantear interrogantes a un hombre acostumbrado, sin embargo, a las manías de sus huéspedes. Conocía bien a Mademoiselle Marie y no comprendía qué podía estar haciendo en compañía de un hombre que habría podido ser su padre, pero el elevado rango de la joven no le permitía otra cosa que hacer conjeturas. Simple curiosidad de todos modos, porque las relaciones de los dos no parecían ir más allá de una simple amistad. Habían tomado habitaciones distintas, y Marie trataba a su acompañante con cierto despego… Al respecto, después de que Perceval insistiera en sus preguntas, el posadero dio una descripción tan minuciosa del viajero que a Perceval no le quedó la menor duda: el acompañante de Marie era Saint-Rémy, y eso era decididamente inquietante. ¿Por qué ese viaje juntos, y, sobre todo, qué lugar ocupaba aquel miserable, asesino y falsario en el ánimo de Marie? No podía haber cariño entre ellos: ¡cuando se ama a un Beaufort, no se vuelca el afecto decepcionado en un Saint-Rémy! Pero a pesar de todo, de vuelta en Fontsomme Perceval buscó con ahínco un pretexto válido para ir a París y dedicarse a una investigación minuciosa.
El correo vino en su ayuda.
Desde el momento en que maese Ragnard regresó al palacio del Luxembourg y la información de que Madame de Fontsomme estaba fuera de peligro circuló entre la sociedad parisina, en la que conservaba buen número de amigos, aquellos que no reglamentaban su vida en función del ceño del rey se apresuraron a escribirle: primero Mademoiselle, y luego Madame de Montespan, Madame de Navailles, D'Artagnan por más que no fuera hombre de pluma, y sobre todo la querida Madame de Motteville.
Como la muerte de Ana de Austria había disuelto su servicio, su fiel acompañante abandonó una corte en la que no tenía nada que hacer y se instaló en la Visitation de Chaillot, donde su hermana, Madeleine Bertaut, había sucedió en el cargo de superiora a sor Louise-Angélique, conocida en el siglo por el nombre de Louise de La Fayette. Por ella se supo la llegada de Marie a aquel convento, en el que no conocía a casi nadie.
«Me dio a entender que no deseaba profesar, sino concederse un tiempo de reflexión y aconsejarse con su conciencia y con Dios…»
Las últimas palabras tuvieron el don de irritar a Perceval. ¿Aconsejarse con Dios? Ya era hora, después de que aquella pequeña estúpida atravesara Francia entera en compañía de un maleante y colocara a su madre a dos pasos de la muerte. Sin embargo, se contuvo para no herir a Sylvie, que parecía muy tranquilizada.
— ¡Gracias a Dios, está en un lugar seguro! -suspiró mientras volvía a plegar la carta que acababa de leer en voz alta-. ¡Sólo nos queda rezar por que vuelva con nosotros algún día! Ahora únicamente me falta recibir pronto noticias de Philippe. ¡Un silencio tan largo es cruel!
El Cielo decidió sin duda mostrarse clemente, porque a la mañana siguiente llegó una carta del abate de Résigny. Estaba fechada en La Rochelle y llena de entusiasmo; en ella no había la menor alusión al drama del castillo familiar. Los barcos de Beaufort no habían hecho más que tocar tierra en Tolón para reavituallarse antes de pasar al Atlántico, donde les esperaban dos misiones. Primero, escoltar hasta Lisboa a la prometida del rey de Portugal, que no era otra que la turbulenta Marie-Jeanne-Elisabeth, sobrina de Beaufort; y después, o al mismo tiempo, oponerse a posibles ataques de Inglaterra a Holanda, aliada de Francia por tratado. Carlos II, el bienamado hermano de Madame, había hecho destruir los establecimientos comerciales holandeses de Guinea, y en América se había apoderado de Nueva Ámsterdam. [29] De modo que, después de largas negociaciones, Luis XIV se había decidido a apoyar a su aliada con las armas. Bajo el alto mando de Beaufort, sus dos marinos más ilustres, Abraham Duquesne y el caballero Paul, se hicieron cargo de las flotas, el uno de la de Poniente y el otro de la de Levante.
«La guerra nos espera -escribía el abate en un tono que se adivinaba puntuado por suspiros-. Será dura, porque Inglaterra posee muchos más navíos que nosotros, pero todos los locos que me rodean se alegran, empezando por nuestro joven héroe, que me encarga envíe mil cariñosos besos a la señora duquesa y a Mademoiselle Marie. Su salud es excelente… mucho mejor que la de vuestro servidor, a quien las olas verdes del Atlántico no sientan mejor que las últimas bendiciones dadas a los moribundos sobre el puente de un navío cubierto de sangre y acribillado de metralla… Quizá me dejen en Lisboa, o bien me enviarán a esperar a la flota en Brest, adonde irá a recalar este invierno.»