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A su vez, Perceval se acodó en la mesa para mirar a Beaufort más de cerca. Sus párpados se estrecharon hasta reducir sus ojos a dos ranuras brillantes.

— ¡Un instante, monseñor! No tenéis derecho a partir así sin el permiso del rey. Ahora bien, éste mantiene bastante buenas relaciones con la Sublime Puerta, con el fin de equilibrar el poder de los Habsburgo. Es… por así decirlo, aliado del sultán otomano.

— Sin duda, pero también es el Rey Cristianísimo y no puede permitirse desoír el llamamiento del Papa.

— Dicho de otra manera, ¿está cogido entre dos fuegos? ¿Sabéis por casualidad cuál es la opinión de Colbert sobre ese tema?

Beaufort le dedicó una sonrisa en la que la ironía se mezclaba con la amargura.

— ¿Qué pensabais? -dijo con una insólita suavidad-. Está de acuerdo con el envío de una flota y un cuerpo expedicionario… e incluso con que sea yo mismo quien esté al mando.

— ¡Caramba!

— Pues sí. Confieso que esa repentina generosidad me ha dado que pensar. Ahora me parece haber comprendido: Colbert cree que es una ocasión excelente para librarse de mí. No sé aún cómo pretende hacerlo, pero intuyo que piensa hacerlo -añadió con cierta melancolía.

— ¿Y tenéis intención de dejarle hacer? -protestó Sylvie.

— No… No, claro que no. Podéis estar segura de que me cuidaré todo lo posible, porque el peligro estará en todas partes; por esa razón os devuelvo a Philippe.

— ¡Y por lo mismo, yo me niego a quedarme! -exclamó el joven-. ¿Habláis de peligro, monseñor, y me negáis el derecho a participar? ¡Adonde vos vayáis, iré yo!

— Eres el jefe de la familia y el último vástago de un gran nombre. Debes a tus antepasados el continuarlo. Además, tampoco me llevo a Ganseville…

Sonrió a su escudero, que enrojeció, y dedicó a Sylvie el final de su sonrisa.

— También él es el último de su nombre. ¡Y va a casarse!

— ¿Es verdad? ¡Oh, cuánto me alegro! -dijo Sylvie tendiendo una mano a aquel amigo de siempre-. ¡Vos que jurabais que moriríais soltero!

— Es verdad, señora duquesa. Y estaba convencido de que así sería hasta el día en que, en Brest, tuve el honor de ser presentado a la muchacha más hermosa que nunca he conocido. Su padre tuvo a bien aceptarme, de modo que voy a casarme con la señorita Enora de Kermorvan -añadió visiblemente emocionado-, pero no por ello siento menos vergüenza. ¡Faltar así a mis deberes con el príncipe!

— Debes fundar una familia… y podrás servir al lado de Abraham Duquesne, que es el marino más grande que conozco, y un buen amigo mío. De todas maneras -acabó Beaufort con un imprevisto tono alegre-, el mar nunca ha correspondido a tu amor por él. ¡Por lo menos tu estómago estará en su sitio!

— Todo eso está muy bien -replicó Philippe con cierta brusquedad-, pero yo no me caso y os seguiré, monseñor, lo queráis o no. Por otra parte, no será tanto el riesgo que corra. ¿No os lleváis con vos a vuestro sobrino, el caballero de Vendôme, que sólo tiene catorce años y al que queréis?

— No es el primogénito de los hijos de mi hermano, y está destinado a Malta. Si Dios lo quiere, algún día será gran prior de Francia. Ha llegado el momento de habituarlo al mar. En cuanto a ti…

— ¡Llevadlo! -suplicó Sylvie-. No quiero verle desgraciado, y como lo conozco, sé que os seguirá de una manera u otra. Prefiero saber que está a vuestro lado.

Philippe dejó su asiento para correr junto a su madre, la tomó en brazos, la estrechó contra sí y la besó con un cariño que hizo que sus ojos se humedecieran.

— ¡Entonces vendrás! -gruñó Beaufort, contemplando la escena-. Todavía no he descubierto la manera de resistirme a vosotros dos…

Feliz por haber conseguido lo que quería, Philippe se precipitó al cuarto de su preceptor para anunciarle la buena nueva. Mientras, Sylvie, cuyo corazón se había desgarrado al abogar por la causa de su hijo, sintió la necesidad de estar sola unos momentos. Con una vaga excusa, se levantó de la mesa. Sabía que los tres hombres se quedarían aún un rato en torno a las pipas y los licores para saborear uno de esos momentos de intimidad entre hombres que tanto les gusta compartir, y en los que no cabe la presencia de mujeres. Fue a coger una gran capa con capuchón forrada de pieles, y salió por una de las puertaventanas del gran salón que daban a una amplia escalinata por la que se bajaba a los jardines y, más lejos, hasta el estanque, que brillaba como si fuera de mercurio bajo la fría luna.

A paso lento cruzó los parterres enmarcados por matas siempre verdes de boj, y en los que la tierra florecería de nuevo muy pronto. La noche era casi templada gracias a una ligera brisa del sur levantada después de la llegada de los viajeros. Aquella brisa traía ya el olor de la primavera próxima, pero la paseante no disfrutó de ella tanto como solía. Adoraba la estación de los renuevos, de la eclosión progresiva de árboles y plantas; pero esta primavera iba a traerle una angustia continua, y se maldijo por haber intercedido un momento atrás por Philippe. Aquella guerra, aquella cruzada, como la llamaban, le daba un miedo horroroso porque había adivinado en François la necesidad de afirmar su valor mediante grandes acciones, tal vez incluso la búsqueda de una apoteosis sangrienta que inscribiera para siempre su nombre en el gran libro de oro de los héroes. ¿Cómo interpretar, si no, la reticencia que mostraba a llevarse consigo al hijo al que amaba? Pensar en aquel otro Philippe, el pequeño caballero de Vendôme, no la consoló: no era hijo suyo, el único que le quedaba porque Marie la rechazaba…

Tomó asiento en un banco de piedra bajo un sauce de delgadas ramas desnudas, para contemplar el agua en calma, y allí se quedó largo rato hasta que su fino oído percibió unos pasos que se aproximaban, unos pasos extraordinariamente ligeros, de cazador; los reconoció entre mil. No se volvió, dijo:

— Madame de Schomberg y Pierre de La Porte han sido exiliados al mismo tiempo que yo. ¿Sabéis lo que significa eso?

— Mademoiselle no me habló más que de vos, porque sabe que sólo vos me importáis…

— Es sorprendente. Sin embargo, el acontecimiento fue muy comentado. Pues bien, sabed que el rey no ignora ya las circunstancias… particulares que rodearon su nacimiento. Antes de recibir la comunión por última vez, la reina Ana se lo confesó todo. ¿Seguís queriendo marchar a la cruzada?

Hubo un silencio, turbado sólo por un suspiro, y luego por una respiración afanosa.

— Más que nunca… quizá para evitar a ese joven la tentación de hacerme asesinar.

— ¡Qué tontería! Nunca lo hará. A pesar de los excesos debidos a su juventud y a una sangre… demasiado exigente, conserva en el fondo un verdadero temor de Dios, y no se atraería terribles remordimientos para su vejez con la comisión del peor de los crímenes. Pero sin duda no ve ningún inconveniente en que los azares de una guerra lejana le libren para siempre de vuestra presencia. Sabe que Colbert os odia.