«Nadie se extrañará de que un hombre ya maduro caiga enfermo, sobre todo si se casa con una muchacha demasiado joven para él… En pocos días todo quedará solucionado, y podréis volveros hacia un futuro distinto.»
¡Veneno! Era veneno lo que le había vendido la Voisin [32] y al principio a Marie le había horrorizado aquella solución; pero en las pesadillas que la afligían con frecuencia, le parecía oír aún la voz desesperada de su madre que le gritaba: «Ese hombre quería dejar morir a tu hermano menor de una manera horrible», y acabó por acostumbrarse a la idea de vengar de golpe todo el mal que había infligido a los suyos el hombre que se atrevía a amarla. Incluso su marcha a Candía con la flota, «a fin de cosechar una gloria suficiente para hacerme digno de vos», había acabado por arrojar una sombra siniestra. ¿Y si había sido él quien asestó el golpe mortal a Philippe? En el fragor de la batalla, debía de ser bastante fácil… Desde ese momento, un verdadero horror sustituyó a la simpatía, y luego amistad, nacida bajo los plátanos del castillo de Solliès. La determinación de convertirse en la mano vengadora que acabara con él llegó con toda naturalidad. Bastaba con tener el valor suficiente para llevar hasta el fin una tarea que le repugnaba, pero que era necesaria. Luego tendría todo el tiempo de vida que le quedara para expiar su pecado en un convento. Por lo menos, las personas a las que amaba podrían envejecer en paz…
Iba tan absorta en sus pensamientos que no se dio cuenta de que el tiempo había cambiado. Al llegar a Saint-Quentin, caía una verdadera tromba de agua y la antigua y orgullosa ciudad picarda, que tantas había tenido que sufrir durante las guerras con España, parecía ser objeto de una nueva invasión. Marie hubo de renunciar a llegar en el coche que le había prestado Mademoiselle hasta el magnífico Hôtel de Ville, el ayuntamiento en el que sabía que iban a pasar la noche el rey, la reina y las princesas. Dejó que el cochero se las arreglara como mejor pudiera y se lanzó por las calles adoquinadas entre una increíble aglomeración de caballos, coches, señores, damas y criados, todos más o menos mojados y embarrados. Dominando aquella confusión como si fuera una especie de faro, Lauzun, montado en un magnífico caballo lleno de brío que le daba al menos la ventaja de no tener que abrirse paso, repartía órdenes y se esforzaba en organizar el caos. Por otra parte, era su papeclass="underline" pocos meses antes había sido nombrado capitán de la primera compañía de guardias de corps, y a él había confiado el rey el mando de la fabulosa escolta, compuesta por cerca de treinta mil personas, que se dirigía a Calais. Y lo cierto es que, poco a poco, volvió la calma y se restableció el orden, por más que aún no hubiesen acabado los apuros para Lauzun… De pronto, su mirada de águila distinguió a Marie, que trataba de llegar a la casa comunal; giró el caballo hacia ella, se colocó a su lado, se inclinó al tiempo que le tendía la mano y la levantó del suelo para instalarla en la grupa de su corcel.
— ¡Válgame Dios! ¿Qué hacéis aquí? Creía que Mademoiselle os había dado un coche para ir a Fontsomme.
— Vengo de allí, pero mi cochero no podía avanzar y he preferido apearme para no tener que esperar horas.
— Mademoiselle está en la escalinata del Hôtel de Ville. Os llevaré allí.
Allí, en efecto, se encontraba la princesa. Sin preocuparse de la lluvia, contemplaba con una sonrisa extasiada las evoluciones de Lauzun, del que no era un secreto para nadie que se había enamorado con locura en el curso del magnífico desfile en el que el rey había entregado al joven su bastón de mando. Todo el mundo se reía con disimulo de la princesa, pero algo menos desde que había empezado a correr un rumor inquietante: ella estaba empeñada en casarse y convertir así a aquel cachorro de la Gascuña en duque de Montpensier, primo del rey y dueño de la mayor fortuna del reino. Al ver que llevaba a una mujer a la grupa de su caballo, frunció el entrecejo, pero se tranquilizó al reconocer a Marie, a la que recibió con calor.
— ¡Ya estáis aquí, pequeña! ¿Ha ido todo bien? ¿Cómo sigue vuestra madre?
— Me temo que bastante mal, y ha faltado poco para que no la encontrara: estaba a punto de marchar. Debe de haber partido con el caballero de Raguenel, poco después que yo, para volver a su finca de Conflans.
— ¡Cómo! ¿Ya? Pero si el nuevo duque aún no ha sido investido…
— Desde el momento en que recibió la orden del rey, decidió marcharse. No quiere esperar a que la echen…
— ¡Es abominable! -dijo Lauzun, que se entretenía en dedicar miradas dulces a su princesa-. ¡Pobre encantadora duquesa, qué mal trago ver cómo ese vejestorio sucede a su hijo desaparecido! A propósito, me han dicho que el rey pretende que os caséis con él.
— Sí. De ese modo, por derogación especial, le sería transmitido el título por línea femenina.
— ¿Y vais a aceptar?
— No hay más remedio…
— ¡Ocupaos de vuestras cosas, Lauzun! -cortó Mademoiselle-. Os necesitan. Yo acompañaré a Marie a ver a Madame. ¡Nos veremos más tarde!
Cuando las dos mujeres llegaron al alojamiento asignado al duque y la duquesa de Orleans, la voz agria y furibunda de Monsieur resonaba hasta en las vigas del techo. Una vez más, el príncipe se dedicaba a su ocupación preferida desde el arresto de su amado favorito: hacer una escena a su mujer. El tema habría sido de una monotonía ridícula si Madame no sufriera tanto: «¡No iréis a Inglaterra a ver a vuestro hermano si el rey no me devuelve al caballero de Lorraine!» Siempre la misma cantinela…
Cuando Mademoiselle y su joven acompañante entraron en la estancia, Madame, pálida, con los rasgos tensos y los ojos cerrados, estaba tendida sobre una otomana y se esforzaba por no oír los aullidos de su esposo, que iba y venía por la habitación como un oso enjaulado, sin detenerse más que para amenazar con el puño a su mujer. Marie se precipitó hacia su ama, mientras Mademoiselle se esforzaba sin mucho éxito en calmar a Monsieur, que le dijo, furioso:
— La verdad, no sé por qué Madame está empeñada en cruzar la Mancha. ¡Miradla! Está medio muerta, y es seguro que no vivirá mucho. Además, me han predicho que me casaré varias veces…
— ¡Oh, primo! -protestó la princesa-. ¡Esas cosas no se dicen! ¡Os traerán mala suerte!
— ¡Es precisamente lo que deseo! -respondió Monsieur, feroz.
Aquello podía haber continuado durante buena parte de la noche, siguiendo la costumbre adoptada por el príncipe, de no haber aparecido de pronto el rey. Captó la escena de una ojeada, y desdeñando las reverencias con que lo saludaban, se dirigió a la otomana en la que Madame se esforzaba en incorporarse.
— No os mováis, hermana. He venido a rogaros silencio, hermano. ¡Sólo se os oye a vos!
— Con o sin vuestro permiso, gritaré, Sire, gritaré hasta que se me haga justicia. ¡Y aquí estoy en mi casa!
— Al pedir que se os haga justicia, ¿queréis decir que se os devuelva a un amigo un poco demasiado querido, y que os empuja a la rebelión? En ese caso, hermano, he venido a deciros lo siguiente: no sólo vais a dejar a Madame reunirse con el rey Carlos II en Dover, sino que permitiréis que se quede allí más de tres días, porque la misión que le he confiado es de tanta importancia que resulta imposible cumplirla en un lapso tan breve. Me parecen necesarios por lo menos quince días, e incluso… ¿diecisiete? ¿Qué pensáis?
— ¡Nunca! Si se me presiona, ni siquiera la dejaré partir.
— Muy bien. En ese caso escuchad: el caballero de Lorraine, preso hasta ahora en Lyon en la fortaleza de Pierre-Encize, acaba de ser transferido a Marsella, al castillo de If, que tiene un clima muy malsano. Además he ordenado que le quiten a su criado y que se le prohíba todo género de correspondencia…