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Al dejar París, Sylvie y Perceval tenían garantizado un apartamento que les esperaba y que ningún príncipe o cortesano, por rico que fuera, podría arrebatarles.

— Eso dice mucho en favor de la fuerza de carácter de nuestro futuro anfitrión -observó el caballero de Raguenel-. La ciudad debe de haber sido tomada por asalto por todas las personas a las que no seduce la idea de acampar en la playa. ¡Bien es verdad que Fouquet ya nos ha dado más pruebas de su generosidad!

El viaje, acompañado por un tiempo radiante, encantó a Sylvie, que nunca había recorrido más caminos que los que llevaban a las tierras de Vendôme, los de Picardía y los de Belle-Isle. Además, no había que temer a la soledad: se habría dicho que todas las personas mínimamente ilustres o adineradas del reino se habían puesto al mismo tiempo en camino hacia la costa vasca. Ni siquiera las tierras menos hospitalarias, como las landas arenosas y pantanosas del sur de Burdeos, presentaban el menor peligro: de forma natural se juntaban para cruzarlas grandes caravanas de carrozas y jinetes. Un día, incluso, viajaron con un grupo de peregrinos que se dirigían a Compostela, a rezar ante el sepulcro del apóstol Santiago. Tenían que atravesar un bosque espeso y aquel puñado de personas — ¡los tiempos de las grandes peregrinaciones ya habían pasado!- solicitó la protección que representaban varios coches acompañados por criados bien armados.

Para su regreso a la nueva corte, sin duda joven y alegre, Madame de Fontsomme no podía soñar nada mejor que Saint-Jean-de-Luz. El lugar era magnífico, con su bahía luminosa adosada a los verdes contrafuertes de los Pirineos. Además, volvió a encontrarse allí con el océano que tanto amaba. ¿No era acaso el mismo que bañaba Belle-Isle? Ejecutó para ella bajo el sol su danza más hermosa, con grandes olas nobles y majestuosas, y acarició su rostro con un aire cargado de yodo, que ella reconoció con delicia. ¡Y qué alegre y colorida era la pequeña ciudad promovida por unos días al rango de capital del reino! Había algunas hermosas mansiones de ladrillo y piedra con torrecillas cuadradas rematadas por tejados rosados en pendiente suave, rodeadas por casas de entramado visto, en las que el maderaje pintado en colores alegres y los balcones calados contrastaban con el blanco cegador de los muros blanqueados con cal; y todas ellas formaban un corro reverente en torno a la vieja iglesia de San Juan Bautista, de silueta severa con sus altos muros, sus escasas aberturas y su torre maciza. Y en medio de todo aquello circulaba un auténtico carnaval, iniciado el 8 de mayo, fecha en que la carroza dorada del rey había entrado en la ciudad al son de las campanas y el cañón, saludada por el bayle y los jurats vestidos con togas y caperuzas rojas, y por las danzas saltarinas de los crasqua-billaires de blanco, con cintas de rojo vivo y cascabeles. El blanco, el rojo y el negro eran los colores del país. A ellos se mezclaban ahora las túnicas azul y oro de los mosqueteros, las casacas rojo y oro de la caballería ligera, las plumas multicolores con las que hasta el último señor y la dama de menor fortuna adornaban sus sombreros, y también los vestidos de raso, terciopelo, brocado, tafetán, todo ello recamado, guarnecido de trencilla, cosido con perlas o piedras finas, moviéndose en una fiesta incesante a los acordes de la guitarra o el violín, bajo el cielo soleado. El cardenal Mazarino había hecho bien las cosas y Saint-Jean-de-Luz resplandecía de alegría, gracia y juventud porque un rey de veinte años, el más seductor de todos, venía a desposar a la infanta…

Cuando el coche y el «furgón» de Madame de Fontsomme se detuvieron delante de la casa Etcheverry después de cruzar entre una multitud que acudía a la playa para admirar, en la bahía, las justas náuticas que tenían lugar alrededor de la galera dorada del rey, reinaba una calma relativa. Recibidos por el armador con una cortesía perfecta, Sylvie y Perceval entraron en una gran sala clara de paredes encaladas y muebles relucientes, donde les fueron ofrecidos vino y dulces para reponerse de las fatigas del viaje a la espera de la cena, mientras intercambiaban los cumplidos un tanto banales que son de rigor entre personas que no se conocen.

Pero mientras mordisqueaba un mazapán, la sensible nariz de Sylvie tembló ligeramente en su intento de identificar un olor agradable y absolutamente desconocido. Su curiosidad pudo más que el código de las conveniencias.

— Perdonadme, señor -dijo a su anfitrión-, pero noto un aroma que…

Manech Etcheverry sonrió, divertido.

— Que no conocéis, y que yo mismo he descubierto hace muy poco. Se trata del chocolate del señor mariscal de Gramont, que se aloja también en mi casa los días en que encuentra más cómodo no regresar a su gobierno de Bayona. Es una bebida que tuvo ocasión de probar en el curso de su embajada en España para pedir la mano de la infanta…

— El cho…

— Chocolate, señora duquesa. El señor mariscal se ha convertido en un entusiasta y se ha traído una buena provisión… además de la receta para prepararlo.

— ¿Lo habéis bebido vos?

— Sí. El mariscal me ha hecho ese honor, pero confieso que no me gusta tanto como a él. Es terriblemente dulce, pero aseguran que es excelente para la salud. Fortalece…

— Oh -intervino Raguenel-, creo saber de qué se trata. Los aztecas lo llamaban «néctar de los dioses», y fue el conquistador Hernán Cortés quien lo trajo de México. Al parecer allí esas… grandes habas, creo, eran utilizadas como moneda. Un producto raro… ¡y muy caro!

— España está creando plantaciones al otro lado del Atlántico, pero por el momento el chocolate está prácticamente reservado a la familia real y a la alta nobleza. Sobre todo a las damas…

— Eso quiere decir -dijo Sylvie entre risas-, que el pobre mariscal no lo beberá muy a menudo, ni mucho tiempo…

— Sí, porque a nuestra futura reina le gusta mucho y encargará grandes cantidades. Además, Monsieur de Gramont está decidido a conseguirlo en cantidad suficiente para instalar en Bayona lo que llama una «chocolatería». Espero que el olor no os resulte desagradable, pero en caso de que os incomode…

— Abriría las ventanas, sencillamente. ¡No atormentéis al mariscal! De momento, os agradezco vuestro recibimiento, Monsieur Etcheverry, y desearía cambiarme de ropa para ir a presentarme a Sus Majestades…

— ¡Por supuesto! Cuando estéis preparada, un lacayo os acompañará. El rey se aloja en la casa Lohobiague, y la reina madre en la casa Haraneder, que son, claro está, las más bellas de la ciudad.

Una hora más tarde, ataviada con un vestido rameado negro de un diseño atrevido, pero que podía permitirse su silueta impecable, y un gran sombrero de terciopelo negro adornado con plumas blancas, Sylvie se disponía a salir de la casa Etcheverry en silla de manos cuando le llamó la atención la conducta de un mosquetero de buen aspecto al que creyó reconocer. Parecía interesarse por la vivienda del armador, pero actuaba con una torpeza extraña. En efecto, iba y venía nervioso, y sus miradas furtivas y sus suspiros resultaban muy poco discretos. Sin embargo no era ningún jovencito, sino aquel Monsieur de Saint-Mars que había ido a Fontsomme a llevar la orden del rey; rondaba probablemente los treinta años, y Sylvie sintió la tentación de preguntarle si podía hacer algo por él, pero temió ser indiscreta y siguió su camino.