El soplo del espanto apagó de golpe la cólera de Monsieur, que se echó a llorar.
— No habréis hecho tal cosa, Sire…
— ¡Y haré cosas peores si me forzáis a ello! Sabed, hermano, que no permitiré a nadie interponerse en mi política. Necesito que Francia e Inglaterra se aproximen. Por eso no me apiadaré de nadie, y menos de vos, que sois un príncipe francés. Y si el caballero de Lorraine me molesta demasiado…
— ¡No, Sire, hermano! Os lo suplico: no le hagáis sufrir más. Yo no… no puedo soportar la idea. ¡El castillo de If, Dios mío!
— Únicamente de vos depende que salga de allí, libre para viajar a Italia… y para seguir escribiéndoos cartas.
Bajo la mirada terrible de su hermano, Monsieur arrió su pabellón, aterrorizado ante la idea de no volver a ver nunca al hombre al que tanto amaba.
— Soy el humilde servidor de Vuestra Majestad -suspiró, y se inclinó antes de abandonar la sala como si le persiguiera el diablo.
Luis XIV le vio salir y esbozó una sonrisa indefinible, y luego volvió junto a su cuñada y le tomó la mano para llevársela a los labios.
— Ahora todo irá bien, hermana. ¡Animaos y no penséis más que en la alegría que os aguarda!… Ah, Mademoiselle de Fontsomme, ¿estáis aquí?
— A las órdenes de Vuestra Majestad -dijo la joven con una reverencia.
— ¡Eso nos complace! Naturalmente, seréis una de las cinco señoritas que acompañarán a Madame a Dover. A la vuelta, el señor de Saint-Rémy será presentado a la corte y anunciaremos vuestro compromiso. Solamente entonces será investido de sus nuevos títulos y nombres.
— Como el rey disponga.
— Me gusta vuestra obediencia. Bien es verdad que habéis sido bien educada… En recompensa, vuestra madre la duquesa viuda será autorizada a residir en París cuando así lo desee, en vuestra casa o en la del caballero de Raguenel.
El término de duquesa viuda aplicado a su madre le pareció cómico, tan mal sentaba a una mujer aún bella y cuya juventud parecía eterna. Pero no dejó de dar las gracias, al pensar que Sylvie sería sin duda feliz de volver a la Rue des Tournelles, aunque no a ningún otro lugar, y sobre todo no al hôtel de la Rue Quincampoix a partir del momento en que lo ocupara Saint-Rémy… y desde luego tampoco cuando hubiera fallecido en él… Aquel asunto sólo le concernía a ella, y Marie consideraba su propio futuro con una mezcla de sangre fría y resignación. No imaginaba que el viaje a Inglaterra iba a colocar, en el camino que con tanta firmeza se había trazado, algo que para ella era impensable…
Cuando el Mary-Rose, el navío inglés que había ido a Dunkerque en busca de Madame y su séquito, las depositó en el muelle engalanado de Dover donde las esperaba Carlos II en medio de una corte brillante, la mirada de Marie se cruzó con la de un gentilhombre que, desde su aparición, no se separó de ella.
Tiene veintiocho años y se llama Anthony, lord Selton; es pariente de Carlos II, muy rico, y la seducción misma. Tan moreno como rubio era Beaufort, pero con sus mismos ojos chispeantes, hay en su estela muchos corazones femeninos destrozados, de los que no se preocupa porque experimenta la misma sed de absoluto que los caballeros de antaño. Cuando ve a Marie, sabe que ha encontrado lo que buscaba desde siempre, y Marie, por su parte, siente conmoverse su corazón más que nunca: un verdadero flechazo deja a ambos jóvenes clavados, hasta el punto de despertar la curiosidad divertida de quienes les rodean, sobre todo de Madame, a quien haría feliz librar a Marie de un matrimonio odioso dejándola en Inglaterra. Y durante todo el tiempo que va a durar la estancia de la princesa en el espacio forzosamente reducido de Dover, un tanto abarrotado -Monsieur ha cedido en lo referente al tiempo de estancia pero se ha empeñado en el lugar, porque no quiere conceder a su mujer la gloria de un recibimiento fastuoso en Londres-, Anthony Selton y Marie de Fontsomme se verán sin más interrupción que las horas dedicadas al sueño.
Ante ese nuevo amor que la deslumbra hasta el punto de hacerle olvidar todo lo demás, Marie vive primero días mágicos en medio de fiestas, paseos en barca y almuerzos al aire libre muy del gusto de Carlos II -el tiempo, a finales de mayo y principios de junio, es magnífico-, pero, a medida que pasa el tiempo y las horas se deslizan, el recuerdo de quién es y de lo que le espera en Francia va adquiriendo mayor peso, y su alegría se apaga poco a poco, como la luz de una lámpara privada de aceite.
Al comprender que se había adentrado por un camino sin salida, intentó evitar al joven; pero era tarea difícil en el recinto del viejo castillo dominado por un enorme torreón construido por los Plantagenêt. Y una tarde en que ella había ido a rezar a la iglesia de Saint-Mary-in-Castro, que hacía las veces de capilla del castillo, él fue a su encuentro y allí mismo le pidió, con una solemnidad que reflejaba la seriedad de su propio compromiso, que fuera su mujer.
— Es imposible -respondió ella, mirándole con lágrimas en los ojos-. Estoy prometida y debo casarme cuando regresemos a Francia.
— Lo sé, y sé también que debéis casaros con un hombre casi anciano que no puede gustaros…
— Pero… ¿cómo lo habéis sabido?
— Por Madame, a quien he ido a pedir vuestra mano antes de hablaros a vos misma.
— ¿Y qué os ha dicho Madame?
— Que deseaba de todo corazón veros convertida en condesa de Selton, pero que no podía disponer de vuestra mano y que únicamente el rey de Francia…
— Por desgracia, es él quien impone este matrimonio. No puedo escapar de él.
— Sí. ¡Quedaos aquí! Madame os confiará a la reina Catalina, a la espera de que venga vuestra madre, la duquesa. Está exiliada, según me han dicho, de modo que puede marcharse de Francia, y en Inglaterra todos los míos la recibirán con alegría.
— También eso es imposible, y no lo ignoráis. Mi madre aceptaría con gusto que yo me casara con vos, porque nunca ha querido otra cosa que mi felicidad, pero el rey Luis podría convertir a Madame en el blanco de su indignación.
— ¡Vamos! Ella acaba de firmar con su hermano el tratado que quería Luis XIV, que nos indispone con Holanda y le deja las manos libres. Tiene que estarle agradecido.
— Sin duda, y sé que lo estará, porque siente hacia ella un afecto especial, pero a pesar de todo podría guardarle rencor y alejarse de ella, privándola así de un apoyo muy necesario. Monsieur es un esposo temible, que hace muy desgraciada a su mujer. ¿Sabéis que, desde el momento en que se habló de un viaje que él no deseaba, empezó a perseguirla con sus asiduidades para dejarla encinta e impedirle viajar?
Anthony no pudo dejar de reírse.
— ¿A pesar de que le gustan más los hombres? ¡Qué príncipe tan raro! Cuesta creer que descienda de Enrique IV como su real hermano y nuestro Carlos II, dos mujeriegos impenitentes. En cualquier caso, dejemos el tema. Veo que la única manera de conquistaros es ir yo mismo a pediros a vuestro rey. Así pues, os acompañaré a Francia con las personas que darán escolta de honor a la princesa.
— ¡No, os lo ruego, no lo hagáis! -exclamó Marie, dividida entre la inquietud y la alegría al saberse amada con tanta firmeza-. Se negará y vos saldréis perjudicado.
— Querida, podéis decirme todo lo que os parezca… salvo que no me amáis, porque sería falso. Habéis de saber que por mis venas corre sangre de normandos, bretones y escoceses, que son los pueblos más obstinados del mundo, ¡y os quiero! ¡Pongo a Dios por testigo!
Dicho lo cual, tomó su mano, que estaba helada, la besó largamente y luego dio media vuelta y salió rápidamente de la iglesia, dejando a Marie bastante desconcertada y sin saber muy bien dónde se encontraba. Al volver a su alojamiento, decidió confiarse a su ama.