Выбрать главу

— Sire -intentó defenderse Saint-Rémy-, soy víctima de un complot urdido por la que desde siempre es mi enemiga, por la duquesa de…

Una mano pesada cayó sobre su hombro, interrumpiéndole.

— ¡Pronunciad su nombre y juro que os estrangulo! -rugió D'Artagnan, que había entrado durante la partida y se había colocado detrás del sillón del rey-. ¡El atacar no es una buena manera de disculparse, y sobre todo a una noble dama que acaba de pasar por el dolor de perder a su hijo al servicio del rey!

— ¡Ya basta! -tronó Luis XIV.

Sus ojos fríos como el hielo se detuvieron sobre los dos adversarios, y luego sobre el capitán de los mosqueteros. Como todos los presentes, sabía que sólo había una conclusión posible para una disputa de esa clase. Por supuesto, habría podido arrestar al tramposo, pero no quiso hacerlo al ver la angustia retratada en el rostro habitualmente helado de Colbert. Si enviaba a su protegido a la prisión, sería su honor el que quedaría en entredicho, y el rey valoraba en mucho el talento de aquel servidor. Se volvió hacia D'Artagnan:

— Señor, cuidad de que este triste asunto se arregle como es debido entre gentileshombres, pero fuera de aquí. Recordad tan sólo que deseamos no saber nada de lo que vos dispongáis.

Mademoiselle, aterrorizada ante la idea del peligro que iba a correr su bien amado, intentó interponerse.

— ¡Sire, es imposible! El rey no puede…

Él le dedicó una sonrisa ligeramente burlona.

— ¿De qué habláis, prima? ¿Ha ocurrido alguna cosa que os perturbe? Por mi parte, no me acuerdo de nada… ¡Prosigamos el juego!

Y fue a recoger sus cartas mientras D'Artagnan se llevaba a Saint-Rémy y Lauzun. Este, con una amplia sonrisa, dedicó antes de abandonar la sala un guiño de ojos a Madame de Montespan, que dejó su lugar a Madame de Gesvres y fue a buscar a Marie para llevársela aparte.

— Pedid permiso para retiraros, amiga mía. Es la única conducta digna posible… porque estáis a punto de perder a vuestro prometido.

— ¿Creéis que Monsieur de Lauzun…?

— ¿Va a ensartarlo o a perforarlo de un tiro? No me cabe la menor duda: es una de las mejores espadas del reino y un tirador de élite. Vuestro Saint-Rémy no tiene la menor oportunidad aunque maneje bien la pistola, que será sin duda el arma elegida, porque el manejo de la espada ya no es propio de su edad. De todas maneras, es normal que dejéis la corte para refugiaros junto a vuestra madre. Todos admirarán el hecho de que deseéis ocultar… vuestra pena.

Marie se pasó una mano temblorosa por la frente.

— ¡No puedo creer lo que me ocurre, Athénaïs! Qué suerte que el querido Lauzun se haya dado cuenta de que hacía trampas…

Madame de Montespan se inclinó detrás de su abanico, que colocó como una pantalla delante de su boca.

— ¿Trampas? Nunca han existido más que en la fértil imaginación de Lauzun… y en la increíble habilidad de sus dedos. Sería capaz de sacar una carta de la mismísima nariz de Su Majestad. ¡Id deprisa, ahora! Iré a veros a casa de vuestra madre. ¡La pesadilla ha terminado!

— ¿Ha hecho eso? -susurró Marie, estupefacta.

— Por vos y por vuestra madre, sí. Tenéis en él a un verdadero amigo.

En efecto, una hora más tarde, en un claro del bosque de Saint-Germain, Lauzun mató a Saint-Rémy de un balazo entre los ojos, en presencia de D'Artagnan y dos de sus mosqueteros. Por la mañana, en la aurora rosa y oro que le pareció la más bella del mundo, Marie, liberada, salió de Saint-Germain en un coche de la corte. Sentía el corazón ligero, el alma en paz, y sobre todo imaginaba la alegría de su madre y también la de Perceval cuando les contara lo que Lauzun acababa de hacer por los tres. Le acometió la prisa, y se asomó a la portezuela.

— ¿No podéis ir más aprisa? Quiero llegar lo antes posible…

12. Lo que pasó en Candía

Después del regreso triunfal de Marie a la Rue des Tournelles, Sylvie acudía cada mañana a la capilla del convento de la Visitation Sainte-Marie para oír la misa del alba. Iba sola, y se negaba a que la acompañaran Marie o Jeannette.

— ¡Tengo demasiado que agradecer al Señor, por haberme devuelto a mi hija y haber abatido por fin a nuestro enemigo! Quiero que mis oraciones vayan a Dios sin acompañamiento.

— ¡Sin acompañamiento! -protestó Jeannette-. ¿Es que las monjas no son nadie?

— Es distinto. Sus oraciones llevarán las mías sin distraer la atención del Señor o de Nuestra Señora, y si vosotras queréis ir también a misa, hay otras…

Así pues, salió según su costumbre, con el libro de horas en la mano y envuelta, como una simple burguesa, en la gran capa negra con capuchón que le gustaba porque en su interior se sentía como en un refugio. Desde que abandonara Fontsomme, había renunciado también a los lujos ducales que sólo utilizaba para dar satisfacción a las gentes de la aldea: la carroza y sus lacayos de librea, el joven paje portando el almohadón de terciopelo rojo del reclinatorio, Jeannette con el misal. Todo eso no era adecuado en una madre cuya herida no cicatrizaría nunca, ni en una mujer que seguía siendo objeto de la cólera real. Sin embargo, aquella mañana se sentía casi feliz: la víspera, Marie había recibido una carta de Madame de Montespan para tranquilizarla sobre la suerte de Lauzun, que no dejaba de inquietarla. ¿Qué recibimiento reservaría Luis XIV, una vez concluido el asunto, al audaz que no había temido desencadenar un horrible escándalo en su presencia y obligarle a cerrar los ojos ante uno de esos duelos que reprobaba? Pero la bella marquesa no dejaba la menor duda al respecto: «El rey -escribía- ha reprendido a Monsieur de Lauzun por su loca temeridad y le ha dicho que merecería perder su cargo y volver a la Bastilla, pero finalmente le ha perdonado, y otra vez corren rumores de un matrimonio suyo con Mademoiselle. Nunca temí seriamente, querida amiga, que las cosas pudieran ir de otra manera: el rey quiere mucho al capitán de su guardia, porque le divierte su ingenio, y, ¡dicho sea en confianza!, no estoy lejos de pensar que no le desagrada del todo haberse librado de una cuestión a la que le había comprometido Colbert por no sé qué oscuro motivo y que sabía muy bien que disgustaba a todas las personas bien nacidas.»

Muy pocas personas, dado lo temprano de la hora, asistían a la misa en la pequeña capilla que se abría a la Rue Saint-Antoine por una corta escalinata. De todos modos Sylvie prefería quedarse en el fondo y sólo se adelantaba hacia el coro iluminado por algunos cirios en el momento de la comunión. De modo que se sintió algo incomodada, al volver del santo banquete, cuando vio a una mujer arrodillada junto al sitio en que había dejado su libro de horas, con la cara cubierta por un velo oscuro y oculta además entre sus manos. Fue a arrodillarse al lado de ella como si nada ocurriera, porque el mal genio no es de recibo cuando se viene de comulgar. Pero apenas se hubo aproximado a la vecina imprevista, hizo un ligero movimiento de rechazo: de la desconocida emanaba un perfume de ámbar que no había olvidado a pesar de los años transcurridos, por ir unido a uno de sus peores recuerdos. La impresión fue tan fuerte que tomó su libro e intentó cambiar de sitio; pero entonces sintió algo duro que le apretaba las costillas, y al mismo tiempo una voz, baja pero autoritaria, le intimó:

— ¡Quieta o te mato aquí mismo!

Ya no era posible dudar, y Sylvie exclamó:

— ¡Chémerault! ¡Otra vez vos!

— ¡La Bazinière, si no te importa! Se diría que no ha pasado el tiempo para ti. Yo, en cambio, lo he encontrado infinitamente largo.

El espeso velo con que se había envuelto la antigua doncella de honor disimulaba bien sus facciones, pero la voz no había cambiado. Tampoco el odio que traslucía, por lo demás.