— Os agradecería que no me tutearais -dijo Sylvie-. Me horrorizan esos modales populacheros.
— Mi lenguaje es el adecuado para una golfa como tú, ¡duquesa de opereta!
— Después de todo, no tiene importancia. ¿Qué queréis de mí?
— Llevarte a dar un paseo. Mi coche está delante de la puerta. ¡Tenemos tantas cosas que contarnos…!
Aunque expresadas en susurros, las palabras de las dos mujeres conservaban toda su carga de cólera, de un lado, y de tranquilo desdén por el otro.
— Decidme lo que tengáis que decirme, no me moveré. No os atreveréis a disparar en una iglesia.
— Voy a probarte que no tendría el menor inconveniente en hacerlo. Y te juro que vas a salir, porque he de hablarte del hombre al que hiciste asesinar en Saint-Germain hace quince días. De Fulgent de Saint-Rémy, ¡mi amante!
La sorpresa hizo que Sylvie, sobresaltada, estuviera a punto de gritar.
— ¿Vuestro amante? Pero ese hombre no tenía ni un céntimo, y vos siempre habéis sido una mujer cara…
— Consiguió ganar bastante, y yo le ayudé porque, ¿sabes?, le seguí a todas partes… salvo a Candía, por supuesto. Yo me había instalado en Marsella desde hacía varios años. Estábamos a punto de alcanzar nuestra meta, pero tú y tu hija lo echasteis todo a perder. Nunca seré duquesa de Fontsomme, como soñaba desde la época del Gran Cardenal.
— ¿Mi hija? Era ella la que tenía que casarse con ese miserable…
— Llámalo miserable si quieres, pero ella no habría sido su esposa mucho tiempo. Después, todo habría sido para mí… ¿Sales de una vez?
El canto de las religiosas había disimulado el ligero rumor de la discusión, pero la misa concluía ya. Se arrodillaron para recibir la bendición.
— ¡Disparad! -susurró Sylvie-. No voy a levantarme.
— ¿Tú crees?
La boca de la pistola se apartó de sus costillas y apuntó, debajo del velo, a una de las personas presentes.
— Si no vienes, mato primero a ésa…
El percutor dio un ligero chasquido. Sylvie comprendió que aquella mujer, probablemente medio loca, era capaz de todo para llevársela a donde pretendía, y se puso en pie.
— Os sigo.
— ¡Ni hablar! Vas a tomarme del brazo y saldremos tan contentas como las dos buenas amigas que somos.
Por más que aquel contacto la horrorizara, Sylvie dejó que Madame de La Bazinière la tomara del brazo, y de inmediato notó de nuevo la presión del arma en su costado.
— Una bala en el vientre hace mucho daño -susurró la mujer-, y se tarda mucho en morir. De modo que no hagas nada raro.
— ¿Y adónde vamos?
— Al lugar donde he decidido acabar contigo… de una manera tal que tendré todo el tiempo del mundo para disfrutar de tu muerte.
Salieron a la escalinata. Frente a los peldaños, en efecto, esperaba un coche. Sylvie comprendió que, si subía, estaría perdida, y decidió correr el riesgo. Por lo menos, allí tal vez alguien podría detener a la asesina. Reunió fuerzas, pidió mentalmente perdón a Dios, y dio un empujón a su acompañante con tanta fuerza que ésta tropezó y estuvo a punto de rodar por la escalera, pero consiguió sujetarse a la barandilla de hierro. Con un grito de rabia, sacó la pistola y disparó. Sylvie cayó con un grito de dolor.
No oyó el disparo, venido de la calle, que la vengó de inmediato.
Su desvanecimiento no duró mucho tiempo. Cuando abrió los ojos, despertada por el dolor y por una sensación de malestar agudo, se encontraba en brazos de un hombre barbudo que se la llevaba a la carrera. Un poco detrás, Perceval de Raguenel se esforzaba en seguirle. Ella murmuró:
— Dejadme en el suelo, monsieur, debería poder caminar…
— Ya llegamos. ¡No os mováis!
¡Aquella voz! Intentó ver mejor el rostro, cubierto por una abundante barba rubia y protegido por un gran sombrero negro.
— ¿Me diréis…?
— ¡Silencio! ¡No habléis!
Delante de ellos, se abrían las puertas del hôtel de Raguenel. El hombre que la llevaba en brazos subió a grandes zancadas la escalera, seguido de Jeannette, que gemía como un animal asustado. Dejó finalmente a Sylvie sobre su cama y se sentó en el borde, mientras Marie y Jeannette tomaban posesión del otro lado, hablando las dos al mismo tiempo. Sylvie no las oía, ni tenía conciencia de su dolor: en el hombre de barba poblada y largo cabello que le sostenía las manos y la miraba con tanta ternura, acababa de reconocer a Philippe.
— ¡Dios mío! ¿Eres realmente tú? ¿No sueño? ¿Estás… vivo?
— Diría que sí…
Ella no se desmayó, pero extendió los brazos para estrecharle contra ella. Permanecieron largo tiempo abrazados, llorando y riendo los dos, sin encontrar nada que decir, dominados por la emoción. Mientras tanto, Marie había pedido a Perceval que le contara lo sucedido delante de la capilla: habían ido en busca de la duquesa porque Philippe insistía en creerla en peligro, y fueron testigos de la escena, a la que puso fin un joven de aspecto agradable, aunque severo, que había abatido a la criminal de un disparo de pistola. De inmediato, las personas del coche habían subido a su ama y desaparecido sin dar ni pedir más explicaciones.
— ¿Quién era ese hombre? -preguntó Marie-. ¿Y cómo es que se encontraba tan oportunamente en ese lugar para disparar sobre esa loca?
— No es una loca, es la viuda del financiero La Bazinière, y la enemiga jurada de tu madre desde que las dos estaban juntas al servicio de la reina Ana. En cuanto al hombre de la pistola, es un antiguo agente de Fouquet que ha pasado al servicio de Monsieur de La Reynie, el magistrado para quien el rey ha creado el cargo de teniente de la policía. Vigilaba a la ex Mademoiselle de Chémerault desde hace algún tiempo porque ella frecuentaba los garitos y trataba con gentes de mal vivir… Ya hemos hablado bastante, hay que examinar esa herida.
— No parece que sea de mucha gravedad -sonrió Marie al contemplar la pareja formada por la madre y el hijo, que parecían sordos y ciegos a todo lo que les rodeaba.
— Ha perdido bastante sangre… ¡Vamos, Philippe, déjala! Marie y Jeannette la desvestirán, y luego yo la examinaré.
— Tenemos que enviar a buscar un médico -protestó Marie-. El de la reina, Monsieur D’Aquin…
— Desde luego que no. Si el caso va más allá de mis conocimientos, recurriremos a Mademoiselle.
— ¡Qué idea más absurda! Mademoiselle es sin duda…
— ¡Sé lo que digo! ¡Vamos, al trabajo! Tú, Philippe, tendrías que asearte un poco y dejar que te afeite Pierrot. Pareces un hombre de los bosques.
— ¡Quizá! Me lavaré con gusto, pero me niego a quitarme la barba. Acabo de decíroslo: aparte de las personas de esta casa, que sé guardarán silencio, nadie debe saber que estoy de vuelta.
Tal como esperaban Perceval y Marie, la herida de Sylvie era dolorosa pero en absoluto inquietante: la bala había pasado bajo el brazo derecho y rasgado el costado sin interesar las costillas. El caballero lavó con vino la larga herida, más parecida a una quemadura que a un corte, y la impregnó de aceite de corazoncillo antes de colocar un vendaje de gasa que envolvía el tórax de la paciente. Luego, para calmar la sobreexcitación causada por la aparición casi milagrosa de su hijo, le hizo beber casi por la fuerza una infusión de tila con miel y un poco de opio. Después fue a un cuartito vecino de su «librería» en el que había instalado un laboratorio bastante rudimentario pero suficiente para extraer el jugo de las plantas y componer jarabes, tisanas y ungüentos. En esta ocasión preparó un pote de cerato de Galeno con cera blanca, aceite de almendras y agua de rosas, que, alternado con el corazoncillo, iba, según él, a obrar maravillas. Finalmente bajó a la cocina para indicar a Nicole Hardouin, su impasible gobernanta, los alimentos más indicados para compensar la pérdida de sangre sufrida por Sylvie y restablecer sus fuerzas con rapidez.