Выбрать главу

De hecho, la alegría era sin duda el mejor remedio, porque, al despertarse la mañana siguiente, Sylvie se sintió casi bien. No del todo, por culpa de la angustia que había acompañado a su despertar: temía haber soñado aquella felicidad inesperada. Pero muy pronto se presentó su hijo, y ella pudo abrazarlo. No sin quejarse amablemente de aquella cara peluda que le daba la sensación de estar abrazando a un oso.

— No querrás seguir así mucho tiempo, ¿verdad? Tienes que ir a Saint-Germain, hacer saber a todos que estás vivo y recuperar tu puesto, tu rango… todo lo que querían arrebatarte.

— Lo sé. Mientras dormíais, el caballero y Marie me han informado de los acontecimientos de los últimos meses. Pero más vale que lo sepáis, mamá, es preciso que siga pasando por muerto. Incluso es posible que esta situación se convierta en definitiva si no quiero que se encarguen de matarme definitivamente…

— ¿Quieren matarte? ¿Pero por qué?

— A causa del que ha desaparecido conmigo, o mejor dicho yo con él, puesto que yo le seguía.

— ¡Y que sí está completamente muerto! -murmuró Sylvie con pena.

Philippe sonrió, y luego se inclinó sobre su madre para hablarle de más cerca.

— No. Está tan vivo como yo, aunque es mucho menos feliz; pero si el rey, Colbert o su compadre Louvois, que maquinaron la trampa diabólica en la que cayó, supieran que estoy en París, mi vida no valdría nada. Más tarde quizá pueda jugar a los aparecidos, pero hará falta tiempo…

— ¿Dices que no ha muerto? -susurró Sylvie, dividida entre la alegría y la inquietud suscitada por la actitud grave de su hijo-. ¿Dónde está entonces? ¿Todavía en Candía… o en Constantinopla? Han corrido rumores de que los turcos le tenían preso…

— Lo estuvo, como yo, pero ya no lo está. De los turcos, por lo menos. Os diré más tarde dónde se encuentra.

La campanilla del portal acababa de sonar, lo que era sorprendente. Las visitas escaseaban desde que la casa de la Rue des Tournelles alojaba a una réproba. Sólo se arriesgaban a visitarla los amigos «literarios» de Perceval, la entrañable Motteville y Mademoiselle, pero el hombre que se apeó de un sobrio coche de color verde oscuro no había venido nunca. Sin embargo Perceval, que miraba por una ventana, lo identificó, no sin una inquietud muy explicable:

— Es Monsieur de La Reynie, el teniente de la policía…

— ¿Qué viene a hacer? -preguntó Sylvie.

— Pronto lo sabremos. Yo lo recibiré. Tú, Philippe, harías bien en encerrarte en tu habitación.

El joven asintió con la cabeza y salió al mismo tiempo que Perceval y Marie. La curiosidad siempre despierta de la joven la impulsó a ir, también ella, a recibir a aquel importante personaje.

— Mi madre está en cama. Es normal que yo la sustituya -declaró en un tono tan tajante que Perceval no consideró oportuno oponerse.

Juntos entraron en el recibidor a la moda antigua en el que esperaba el teniente de la policía.

A sus cuarenta y cinco años, Nicolas de La Reynie era un hombre de alta estatura, ojos y cabello castaños, rostro agradable a pesar de una nariz prominente, y mentón hundido por un hoyuelo debajo de unos labios firmes y bien dibujados que sabían sonreír. Había nacido en Limoges, y pertenecía a esa gran burguesía de la magistratura que acaba siempre por fundirse con la nobleza. Rico, competente y culto, era también un hombre de gran inteligencia y dotado de un raro valor, la incorruptibilidad, que había hecho que con toda naturalidad el rey se fijara en él y le diera su confianza. No en vano: desde su nombramiento para el puesto creado para él, La Reynie había empezado a combatir la inseguridad dedicándose a la limpieza de las cortes de los milagros, al mismo tiempo que sentaba las bases de una policía digna de ese nombre y unificada bajo su mando.

Saludó como un hombre de mundo y se excusó por la hora quizás algo temprana de su visita.

— Me importaba -dijo- tener noticias de la señora duquesa de Fontsomme, que fue cobardemente atacada ayer al salir de misa. ¿Cómo está?

— Mucho mejor de lo que sería de temer. La bala sólo desgarró la carne y no afectó a ningún órgano. Cuando cicatrice la herida, estará totalmente restablecida.

— ¡Me hace muy feliz saberlo! Y creo que también al rey…

Perceval se puso rígido.

— ¿El rey? -dijo en tono seco-. ¡Eso sí es una novedad! No hace mucho tiempo, al rey le preocupaba muy poco lo que Madame de Fontsomme sufriera o dejara de sufrir.

— Es difícil -dijo La Reynie con una semisonrisa- penetrar en el fondo de su pensamiento. Se diría que oscila entre la severidad generada por un rencor cuyo origen ignoro y un cariño muy antiguo del que no puede desprenderse. En cualquier caso, si estoy aquí es por orden suya. Y repito que muy feliz por lo que acabo de oír.

— ¿Veis al rey todos los días? -preguntó Marie, a la que le gustaba muy poco quedarse callada.

— Casi todos. El rey trabaja mucho más de lo que la gente imagina. Está al corriente de todo lo que ocurre en el reino, sin duda, y muy especialmente en París.

— Sin embargo no lo ama, y desea, dicen, instalarse en ese nuevo Versalles que está edificando con enormes gastos.

— No he dicho que sea por amor. Más bien por desconfianza. Creo que nunca olvidará la Fronda… Bien, me retiro ya -añadió el visitante, y se puso en pie.

— Un instante aún, por favor -repuso Perceval-. ¿Podemos saber qué ha sido de la agresora? ¿Ha muerto?

— Aún no, pero poco le falta. Desgrez, el oficial que le disparó, y que es el mejor de mis colaboradores, sabía quién era ella y ha preferido, dado su estado, dejarla morir en su casa sin divulgar su nombre. Es una simple muestra de respeto por una familia respetable en muchos aspectos. Madame de La Bazinière sucumbirá a una breve enfermedad… Por supuesto, he dado mi aprobación. También el rey.

La Reynie se dirigía ya a la puerta, y sus dos huéspedes se disponían a acompañarlo, cuando se detuvo de repente.

— ¡Ah, se me olvidaba…! ¿Quién es el joven que ayer parecía tan emocionado y que trajo aquí en brazos a Madame de Fontsomme?

Con un aplomo que confundió a Raguenel, Marie dio de inmediato una respuesta, en tono tranquilo.

— Gilles de Pérussac, un amigo de la infancia de mi hermano. Se veían a menudo cuando Gilíes estaba en el Vermandois en casa de su abuela Madame de Montgobert. Nos quiere mucho, y al enterarse de… la desaparición de mi hermano Philippe, vino ayer a visitarnos; tenía poco tiempo, pero quiso ver a mi madre.

El teniente observó a la hermosa joven, tan orgullosa en sus ropas de luto que hacían destacar su cabello rubio, y no pudo evitar sonreírle, pero aún preguntó:

— ¿Se ha marchado ya?

— Ya lo he dicho: estaba de paso, camino de Brest para reunirse con Monsieur Duquesne, bajo cuyo mando sirve.

— ¡ Ah, es un marino! Eso explica su aspecto un tanto desaliñado.

Cuando La Reynie se hubo marchado, Perceval, inquieto desde el comienzo de la entrevista, felicitó a Marie por su sangre fría.

— ¡Has estado magnífica, qué aplomo! ¿Pero no has ido demasiado lejos? Ese hombre cuenta con los medios necesarios para informarse de todo lo que ocurre en Francia, y si busca en Brest…

— ¿O en la escuadra de Duquesne? Encontrará en ella a Pérussac. Como es realmente un amigo de la infancia y su prima es una de las doncellas de honor de la reina, podía afirmarlo sin miedo.

— ¡Bravo! Pero, por si acaso le entran dudas a Monsieur de La Reynie, será preferible que tu hermano siga escondido aquí o encuentre un rincón tranquilo en provincias.

— Desde luego, pero antes de tomar una decisión conviene que escuchemos su historia.