Sin embargo, esperaron hasta la noche para estar seguros de que nadie les molestaría. Después de la cena, que tomó en su habitación, y mientras Jeannette le rehacía la cama, Sylvie pidió a su fiel camarera que se retirara luego de ayudarla a acostarse. Era la primera vez que la excluía así del círculo familiar, y Jeannette reaccionó con una mirada de sorpresa. Entonces ella le explicó:
— Estamos tan próximas la una a la otra, desde siempre, que nunca te he ocultado nada. Has compartido mi vida entera. Pero no debes saber lo que dentro de poco se dirá aquí. No por desconfianza hacia ti, sino por el deseo muy fundado de tenerte al margen de un asunto demasiado grave para no resultar peligroso. Se trata de algo que no puede ser sino un secreto de Estado, y vale más apartar a las personas queridas que no tienen una relación directa con él. Y yo te quiero mucho…
Con lágrimas en los ojos, Jeannette fue a arrodillarse junto al sillón de su ama y apoyó en sus rodillas una cabeza en la que los cabellos blancos empezaban a menudear.
— No tenéis que darme ninguna explicación, y haré lo que deseáis. Los secretos del reino no me importan más que por el daño que pueden haceros, y desde la niñez habéis sufrido ya demasiado por culpa de ellos. Prometedme tan sólo que no nos dejaréis de lado, a mi Corentin y a mí, si vos, o los niños, o los tres, volvéis a encontraros en peligro.
— Te lo prometo -afirmó Sylvie, e incorporó a Jeannette para abrazarla-. Seguiremos juntas mientras Dios quiera…
Tranquilizada, Jeannette acabó de preparar la cama, instaló en ella a Sylvie, puso un par de troncos más en el hogar de la chimenea y salió sin apagar las velas como hacía cada noche, dejando sólo encendida una lamparilla. Un momento más tarde, el caballero de Raguenel, Philippe y Marie se sentaban alrededor del gran lecho cubierto por una colcha de seda amarilla con el reverso blanco, y aproximaban sus sillas todo lo posible para que el narrador no tuviera que levantar la voz.
— Listos -dijo Perceval al tiempo que encendía su pipa-. Creo que ahora estamos preparados para escucharte, muchacho. Espero que no te moleste el humo del tabaco. A tu madre no le afecta…
— Yo también fumo -repuso el joven con una sonrisa-. Y además Marie ha colocado allí, en el escritorio de concha, una bandeja con copas y vino de España. No nos falta nada.
Se inclinó hacia delante, colocó los codos en sus piernas separadas, apoyó la cara entre las manos y pareció recogerse en el silencio que se hizo.
— De no haber vivido lo que os voy a relatar, creo que me costaría creerlo si alguien me lo contara. Incluso ahora, a veces me pregunto si no ha sido una pesadilla, hasta tal punto trastorna la idea que yo tenía de la grandeza de los reyes y la nobleza de los hombres. De algunos, por lo menos…
— Puedes estar seguro -gruñó Perceval- de que ninguno de nosotros pondrá en duda tu palabra.
— Lo creo… Cuando partimos de Marsella, estaba realmente convencido de ir a la cruzada como habían hecho antes mis antepasados. ¡íbamos a combatir al infiel! Éramos soldados de Dios, y así lo proclamaba el estandarte de Cristo en la Cruz que Su Santidad el Papa había hecho llegar al señor almirante unas semanas antes. Él mismo, por lo demás, después de tantas afrentas recibidas de las gentes del rey, no pretendía ser sino el «capitán general de los ejércitos navales de la Iglesia», y tenía una fe profunda en su misión. Los vientos favorables que nos llevaron en quince días a la vista de la isla de Candía, le confirmaron en su certidumbre, y sintió aún mayor ardor por combatir en favor de una causa santa cuando estuvimos delante de la capital de la isla, llamada también Candía. [34] Lo que descubrimos entonces fue algo a la vez enormemente bello y profundamente triste. Casi un decorado del fin del mundo…
»Era temprano por la mañana, y los primeros rayos del sol iluminaban oblicuamente una cresta montañosa de un gris rojizo y mesetas cubiertas por una hierba áspera y aromática, con raros bosquecillos de robles verdes y olivos silvestres. A sus pies, extendiéndose hasta el mar de un azul casi violeta, el puerto protegido por un dique en el que se alzaba la torre de un antiguo faro, y una ciudad de murallas orgullosas, de bastiones en cuyos muros aparecía labrado el león de San Marcos, pero agujereados por el cañón, agrietados, medio derruidos en algunos puntos. Una ciudad de rojos palacios venecianos y casas blancas, algunas de ellas hundidas, y en cuyos alrededores eran visibles las galerías de minas reventadas por el arma extraña que utilizaba Morosini, esas botellas de cristal cuadradas y con cuatro mechas, que al romperse difundían un humo infecto y mortífero. En todas partes se veían huellas de incendios, en todas partes estigmas de muerte, y sobre todo ello, intacta, afirmando una feroz voluntad de resistir, la bandera roja y oro de Venecia ondeaba a la brisa ligera de la mañana. Los turcos sólo eran visibles por los fuegos de vivac en las posiciones elevadas que ocupaban. Pero aquel cuadro se animó muy pronto, cuando el sol, al ascender, hizo flamear los oros del Monarque y los restantes barcos. Una sonora aclamación les saludó desde el puerto en que la gente empezaba a reunirse…
»-Somos los primeros -constató Beaufort, que observaba la isla con un anteojo-. No es normal. Vivonne, que salió de Marsella antes que nosotros con las galeras, más rápidas, tendría que estar aquí, y también ese Rospigliosi que me niega el título de alteza. ¡Él viene de Civitavecchia! Es como para sospechar…
»Con todo, hacía falta más para desanimar al almirante. Embarcó en una chalupa con Monsieur de Navailles, Monsieur Colbert de Maulévrier, [35] su sobrino y yo, a fin de parlamentar con Francesco Morosini, el capitán general de Venecia. Éste vino al muelle acompañado por Monsieur de Saint-André-Montbrun, capitán francés al servicio de la Serenísima, para recibirnos después de vernos obligados a pasar la bocana, cerrada por el dique del faro, bajo el fuego turco. Por fortuna, aquella gente tiraba muy mal…
»No ocultaré la fuerte impresión que me causó Morosini, verdadera encarnación de los más altos valores de Venecia. Era un hombre de cincuenta y dos años, alto y flaco, que dentro de su coraza abollada parecía recto e inflexible como la hoja de una espada. Su rostro enérgico, de tez requemada por el sol, mostraba bajo un cabello en que aparecían mechones blancos unos rasgos delicados, boca sensible bajo un bigote sedoso y una perilla, y sobre todo profundos ojos negros, orgullosos y dominadores bajo un entrecejo arrogante que la impaciencia hacía estremecer. Sin embargo ese hombre, ese marino, ese soldado, ese estratega, hacía gala de una paciencia infinita que era una de las facetas de su genio… [36]
Entre él y nuestro almirante hubo desde el principio un acuerdo absoluto: eran dos hombres hechos para entenderse. Por desgracia, no era el caso de Monsieur de Navailles, a quien correspondía el mando de las operaciones terrestres con precedencia a monseñor…
Philippe se detuvo para sonreír a su madre, cuya mirada apasionada no se separaba de él.
— Estaré desolado, madre, si os causo pena porque Madame de Navailles es, lo sé, amiga vuestra desde hace muchos años, pero es incuestionable que su esposo es un imbécil que en este asunto, por una estúpida vanidad, fue la causa de la catástrofe.
— No te atormentes por eso. Siempre he sabido que, en esa pareja, ella era con mucho la más inteligente. ¡Si al menos, después de exiliarlos, el rey no hubiera llamado más que a ella…! Pero continúa, te lo ruego…
— A vuestras órdenes. Así pues, Navailles empezó por rechazar la oferta de Morosini, que le proponía, como vanguardia de la ofensiva inminente, a soldados veteranos de aquella guerra que conocían perfectamente el terreno. Se negó también a hablar con Monsieur de Saint-André-Montbrun, con quien monseñor, indignado, se reunió de inmediato en el bastión San Salvatore, donde pasó toda la noche trazando planes con Morosini y el capitán francés. Los tres coincidieron en que era preciso esperar a Vivonne, Rospigliosi y las tropas embarcadas en las galeras, a las que se añadirían tres mil alemanes reclutados por Venecia. Todo ello proporcionaría una poderosa masa de maniobra, necesaria para atacar al enemigo por tierra y por mar, apoderarnos de sus cañones y trincheras y hacernos fuertes en ellas.