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»Por desgracia, cuando regresamos a bordo, Monsieur de Navailles había tomado por sí solo una decisión funesta: atacar a los turcos por tierra sin esperar a las tropas restantes. Lo peor es que no consideró útil avisar de sus planes al almirante, y que incluso tuvo la audacia, cuando éste fue informado, de aconsejarle "no poner el pie en tierra, porque ya bastante reputación había adquirido de exponerse al peligro en lugares donde no se le necesitaba". ¿Imagináis el efecto de esa declaración?

— ¡Señor! -masculló Perceval-. ¡Colbert y Louvois tienen que estar locos de atar para haber confiado un mando tan importante a ese cretino!

— Querido caballero, no perdáis de vista que la idea de esos ministros, y por lo demás también la del rey, erala de no indisponerse con la Sublime Puerta, por lo que aquella hermosa expedición estaba destinada al fracaso desde el comienzo. ¡Pensad que se denegó el mando al mariscal de Turena!

— Al que Beaufort se habría sometido sin discusión. ¡Continúa, muchacho! Por más que adivino que la continuación fue poco gloriosa…

— Para las armas de Francia, sin duda, pero sabed que para monseñor lo fue en grado sumo. En efecto, como el ataque iba a tener lugar la mañana siguiente, manifestó su intención de ser el primero, siguiendo el ejemplo de su abuelo Enrique IV. Entonces los oficiales de los navíos se reunieron con él para intentar impedírselo, repitiendo que no debía plegarse a una decisión tan insensata, y que si Monsieur de Navailles quería perder Candía o vencer a los turcos él solo era algo que únicamente le importaba a él, pero que se necesitaba una mayor preparación para que el ataque tuviera éxito. Les dio la razón pero no quiso escucharles más tiempo. Era preciso, dijo, que él estuviera a la cabeza de la primera oleada de asaltantes para dar ánimo a una tropa que no se encontraba en las mejores condiciones: muchos se habían mareado durante la travesía y aún sufrían los efectos. Razón de más, clamaron a coro La Fayette, Kéroualle y Maulévrier, para darles tiempo a reponerse. Pero Navailles se obstinaba, y Navailles tuvo la última palabra… No respondía de sus decisiones sino ante el rey.

«Mientras tanto, claro está, los turcos no estaban inactivos. Desde la aparición de la flota habían observado mucho y disparado un poco contra la chalupa del almirante, pero sobre todo habían reagrupado en las colinas a su caballería ligera. Fazil Ahmed Kóprülü Pachá, el gran visir del sultán que había venido en persona a dirigir el sitio de Candía, era un hombre precavido, tan prudente y sagaz como Navailles imprudente y ciego. Muy pronto nos íbamos a dar cuenta de ello…

»Monseñor pasó su última noche a bordo rezando en su elegante cámara tapizada de seda del color de la aurora. Había comprendido lo que significaban los obstáculos puestos a sus designios y la increíble terquedad de Navailles: en Francia no sentían el menor deseo de verle volver aureolado por una victoria. Por el contrario, el anuncio de su muerte a manos del turco encantaría a más de uno… Hacia las tres de la madrugada le vimos aparecer, sin coraza, protegido sólo por un justillo de piel de búfalo sobre el que colgaba una cruz de cobre, negro como su sombrero y sus plumas. Para proteger a los que amaba, el caballero de Vendôme y yo mismo, quiso que nos quedáramos a bordo, pero nosotros nos negamos en redondo. Entonces ordenó a Vendôme que combatiera separado de él, y lo dejó confiado a la protección, no hay otro modo de expresarlo, de dos oficiales. Yo me negué a que hiciera lo mismo conmigo, y le dije que le seguiría allá donde fuera, como había hecho durante años. Me dijo entonces que el peligro sería muy grande, que debía pensar en vos, madre, y en el nombre que llevo…

— ¿Qué le contestaste? -preguntó Sylvie.

— Que me habíais confiado a él de niño para que no le abandonara nunca, que no ignorabais los peligros que eso comportaba, y que precisamente el nombre de mis padres me obligaba a honrarlo de alguna manera, aunque fuera en la muerte. En una palabra, que vos comprenderíais…

— Sí -dijo la duquesa con tristeza-, es lo que dicen los hombres. Pero a veces las mujeres, y sobre todo las madres, piensan de manera distinta.

— ¡No digáis eso! -protestó Philippe-. Pensad que si yo no me hubiera obstinado, que si no le hubiera seguido contra todo y contra todos, ahora no sabríamos que sigue con vida.

— Tienes razón, y soy una ingrata para con Dios. ¡Dinos qué pasó después, hijo mío!

— La noche era clara, templada, llena de estrellas. Una de esas bellas noches de Oriente que nos son desconocidas y que permiten olvidar el peso abrumador del sol. ¡Un instante de magia antes de la pesadilla! Una vez en tierra, avanzamos despacio por precaución, y descubrimos que para pasar, en orden de batalla, de la posición elegida por Navailles a la línea de ataque propiamente dicha, era necesario bajar desde una contraescarpa hasta el fondo de un barranco, y subir la otra ladera por un sendero de cabras en el que los fusileros turcos podrían dispararnos a placer. Monseñor nos hizo tendernos en el suelo para esperar el día, porque entonces el sol nos favorecería al deslumbrar a nuestros enemigos. Pero Navailles cometió una estupidez más, ¡casi habría que llamarla un crimen! De súbito oímos el redoble de tambores que llamaban a la carga, alertando al enemigo: teníamos que atacar en el momento en que la noche era más oscura, inmediatamente antes del alba… y sobrevino el drama. Los turcos nos cayeron encima desde todas partes, y provocaron un auténtico pánico en las filas de unos soldados con las piernas aún inseguras. Se produjo una desbandada general que monseñor no pudo contener. En algún lugar hubo una explosión en la noche, y entonces creyó que por ese lado los turcos luchaban con las fuerzas de Morosini y que sería posible atraparlos por la espalda. Pero estaba herido en una pierna y no podía correr. En ese momento encontré un caballo, salido no sé de dónde. Montó y yo salté a su grupa.

»- ¡Vamos, muchachos! -gritó-. ¡Ánimo, seguidme! ¡San Luis, San Luis!

»Espada en mano nos precipitamos sobre el grueso de las tropas otomanas, sin ver nada. Unos minutos más tarde, después de una defensa vigorosa pero inútil, él y yo fuimos apresados. Cuando nos vimos desarmados en medio de un bosque de amenazadoras cimitarras de las que arrancaban destellos los primeros rayos del sol, nos consideramos muertos e imaginamos nuestras cabezas ensartadas en la punta de unas picas; pero el gran visir había prometido quince piastras por prisionero, y setenta por los jefes. Así pues, nos ataron con cuerdas y nos llevaron hasta el campo, situado bastante lejos de la ciudad y desde el que descubrimos al fin las galeras turcas, ocultas en unas caletas profundas. Para mí, que estaba indemne, fue penoso; y para monseñor, cuya herida sangraba sin parar, un calvario que soportó sin una queja. Encontró incluso fuerzas suficientes para levantarse y mantenerse erguido cuando nos arrojaron al interior de la tienda de un hombre grueso vestido de seda, sentado en unos almohadones junto a los cuales estaba en pie una especie de secretario provisto de un rollo de papel, una pluma de ave y un tintero sujeto a su cinturón. Era un renegado cristiano llamado Zani, y hacía las veces de intérprete. Gritó a monseñor:

»- ¿Por qué te presentas con tanta arrogancia? No estás vestido como ése, con una túnica bordada y una hermosa coraza…