»-Un príncipe se distingue por otras cosas, no por su vestido.
»- ¿Un príncipe? No había más que uno entre los que nos han atacado.
»- ¡Soy yo! François de Borbón-Vendôme, duque de Beaufort, almirante de Francia.
»- ¿Y el que está tendido a tus pies?
»-Es mi edecán y mi hijo… espiritual. Se llama Philippe de Fontsomme.
»Cuando el secretario tradujo sus palabras, el hombre del turbante abrió de par en par unos ojos espantados. Era evidente que la importancia de su presa le excedía. Dijo algunas palabras precipitadas, y el renegado explicó:
»-Es posible que mientas, pero mi amo prefiere que sea alguien con más autoridad que él quien decida sobre tu suerte. Tendrás el honor de ser conducido ante Su Alteza el gran visir, que sabrá si dices o no la verdad.
»-Mientras tanto -dije yo-, deberíais cuidar su herida, porque de lo contrario el señor almirante podría no llegar a tener ese "honor"…
»Una patada en las costillas me demostró la poca importancia que daban a mi persona, y a partir de ese momento nos separaron a pesar de nuestras protestas. Dos guardias se llevaron a monseñor, sosteniéndolo con algún miramiento. En cuanto a mí, me arrastraron como a un paquete hasta una tienda de campaña en la que soporté todo el calor del día sin una gota de agua y sin alimento. Oía, algo apagados por la distancia, gritos horribles, súplicas y también disparos, el cañón, la batalla en una palabra. Y luego una especie de silencio, el más pesado que nunca haya experimentado… el de las grandes catástrofes. Cuando se decidieron a traerme un poco de agua y comida, el aspecto satisfecho de mi guardián me reveló con claridad que habíamos sido vencidos. Lloré, pero lo peor fue no poder tener noticias de monseñor porque no hablaba la lengua de aquellas gentes. Probé con el griego, que conocía bastante bien gracias a mi querido abate de Résigny, sin resultado. Sólo me sacaron de la tienda para encadenarme en el interior de una cueva cerrada con una empalizada, y confieso que me alegré: por lo menos estaba al resguardo del terrible calor diurno. Estuve allí quince días, hasta que una noche vino a verme Zani, el intérprete. Aunque me resultaba odioso, me alegró sin embargo poder hablar con alguien. Me dijo que iba a viajar desde la isla hasta Constantinopla esa misma noche, y que me tendrían preso hasta que se supiera si mi familia estaba dispuesta a pagar un rescate suficiente para mantener mi cabeza sobre mis hombros…
— ¡Pero no recibimos ninguna petición de rescate! -exclamó su madre-. Todo lo que supimos es que habías desaparecido con el duque de Beaufort, y después se os declaró muertos.
— Hablaré enseguida de esa historia del rescate -dijo Philippe con una sonrisa de desdén-, porque resulta verdaderamente increíble. Pero volvamos a mi marcha de la isla de Candía, que se produjo en efecto una hora después, en una galera en la que me encerraron en el cuartito donde guardaban las balas de los cañones colocados en el castillo de proa. Estaba encadenado, pero era un rincón bastante limpio en el que incluso me dieron un cubo para mis necesidades naturales. Para mi sorpresa, Zani viajó conmigo y durante el viaje, que duró algo más de ocho días, vino a menudo a verme y me hizo continuas preguntas sobre quién era yo, sobre mi familia, mi vida en Europa, el rey, y por supuesto monseñor, ¡sobre todo monseñor! Pero cuando le pedía que me diera noticias suyas, repetía siempre la misma frase: “Tu almirante es el prisionero de Su Alteza el gran visir Fazil Ahmed Kóprülü Pacha, que Alá (¡sea tres veces bendito su nombre!) quiera conservarnos." Nunca cambiaba una sola palabra y acabé por cansarme de tantas bendiciones. En el fondo, me bastaba saber que seguía con vida.
»Lo confieso, la vista de Constantinopla, adonde llegamos una tarde cuando el sol se ponía, me maravilló. La ciudad se asienta sobre tres estrechos marinos, pero yo vi únicamente uno al desembarcar de mi galera: el Bósforo, entre la orilla asiática y la larga punta de Estambul, coronada por grandes cúpulas doradas, cúpulas más pequeñas de color azul o verde, y altos minaretes blancos, en medio de una infinidad de jardines que se prolongaban hasta el palacio y los jardines del sultán, junto al agua azul. Los últimos rayos del día bañaban todo aquello en un esplendor de oro y púrpura, subrayado por los grandes cipreses negros que se recortaban un poco por todas partes contra el cielo y acentuaban la belleza de los edificios. Pero no tuve oportunidad de penetrar en lo que, de lejos, parecía una imagen del paraíso. La galera atracó bajo los muros de una poderosa fortaleza situada en el extremo de la gigantesca muralla que protege la parte de Estambul situada junto al mar. Zani me informó con evidente placer: aquello era Yedi-Kulé, el castillo de las Siete Torres, cuya siniestra reputación había dado desde hacía muchos años la vuelta al Mediterráneo. Las cabezas cortadas visibles en las almenas mostraban con creces que esa reputación no era exagerada. Se decía que un sultán había sido asesinado allí por sus jenízaros, cincuenta años atrás. Además, el olor era insoportable porque en las inmediaciones de aquel infierno, junto a uno de los mataderos, estaban los talleres de los curtidores, de fabricación de cola fuerte o de conejo, y de cuerdas de tripa. Al principio creí que me sería imposible vivir en medio de aquella pestilencia, pero acabé por acostumbrarme. Por otra parte, tuve la suerte de que la celda en que me arrojaron tuviera una estrecha abertura, enrejada pero que daba al mar.
»Allí estuve encerrado meses y meses, helado durante el invierno y sofocado en verano, sin ver nada ni oír otra cosa que la llamada de los muecines y los gritos de las gaviotas o los Condenados. Los gritos de los empalados eran atroces, intolerables. Lo peor era carecer de noticias. A veces llegaba a olvidar quién era, porque las imágenes del pasado me resultaban particularmente dolorosas. Además, la inquietud por la suerte de monseñor me corroía interiormente. ¿Por qué me dejaban allí, atormentándome, sin más presencia que la del carcelero que me traía cada día lo justo para no morirme de hambre?
»Había acabado por convencerme de que pasaría el resto de mi vida en aquella tumba cuando, una tarde, vinieron a buscarme los soldados. Pensé que había llegado mi última hora y me apresuré a recitar una oración, pero en el patio del castillo me vendaron los ojos y me hicieron subir a una litera cerrada por unas cortinillas de cuero. No vi nada durante el trayecto. El olor innoble al que estaba habituado dejó paso a aromas más agradables, y luego a otros que me parecieron divinos cuando me hicieron bajar. Debía de encontrarme en un jardín porque tenía la impresión de hallarme rodeado de flores. Después mis pies descalzos tocaron un suelo liso y resbaladizo hasta el momento en que, en una atmósfera húmeda y cálida, me quitaron por fin la venda. Comprendí que estaba en lo que los turcos llamaban hammam, un lugar reservado a los baños. Dos esclavos negros me despojaron de los harapos infames que me cubrían, me sumergieron en una tina llena de agua caliente y me lavaron como a un caballo, con mucho jabón y un cepillo de cerda dura. Los dos baños sucesivos, caliente y frío, y el masaje con aceite aromático me parecieron el colmo de la delicia, y volví a encontrarme casi tan en forma como antes de mi larga cautividad. Después me vistieron con una camisa y un largo hábito azul ceñido con un cinturón, me calzaron unas babuchas rojas y, después de haberme servido una comida de carne asada y arroz, de nuevo me vendaron los ojos para confiarme a un personaje del que no vi, por debajo de la venda, más que los bajos de un vestido blanco y los pies calzados con babuchas amarillas.
»Sin dirigirme la palabra, me condujo a través de lo que me pareció una infinidad de pasillos y jardines. Me encontré al fin sobre una alfombra de un hermoso color rojo oscuro entrecruzado con hilos de oro, al borde de la cual me hicieron descalzarme. Avancé aún unos pasos, y me quitaron la venda: estaba ante un hombre ricamente vestido y con un gran turbante blanco envuelto en torno a un cono de fieltro rojo y adornado con plumas de garza. Supuse que se trataba de un alto personaje, y así lo confirmaba su sable, con la vaina y la empuñadura adornados con rubíes, colocado delante de él en una mesita baja.