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Momentos después hacía su entrada en la espaciosa sala, inundada de sol, en la que la reina Ana tenía su corte, reducida en aquel momento a tan sólo dos personas: la inevitable Madame de Motteville, que era su confidente y su compañía más querida, y su sobrina Marie-Louise d'Orleans-Montpensier, a la que llamaban la Grande Mademoiselle desde que, durante la Fronda, había tenido la extraña idea de volver los cañones de la Bastilla contra las tropas reales que se disponían a tomar París. Aquello le había dado una especie de aureola guerrera, que alimentaba por el procedimiento de vestir siempre un traje de caza parecido, salvo en la falda, al de los hombres, y que le daba el aspecto de estar a punto de montar a caballo y salir al galope. Lo cual no le impedía lucir unas joyas de ensueño. -Era una mujer corpulenta de treinta y tres años, dotada de una buena salud evidente y porte majestuoso, pero de belleza mediana. Como era la mujer más rica de Francia -sus inmensas propiedades incluían, entre otros, los principados de Dombes y de La Roche-sur-Yon, los ducados de Montpensier y de Châtellerault, el condado de Eu, etc.-, había recibido numerosas peticiones de matrimonio, que no habían prosperado. Era tan virtuosa como una amazona de la antigüedad, y pretendía que el amor era «indigno de un alma bien formada»; en cuanto a sus aspiraciones personales, su intención era casarse con un rey, pero, poco sagaz para ver a través de las brumas del porvenir, había dejado escapar la corona inglesa al rechazar al joven Carlos II cuando estaba en el exilio. En realidad, a quien quería era a Luis XIV en persona, sin imaginar ni por un momento que tal vez a él no le agradara la idea. Mazarino había acabado con sus esperanzas, y de ahí su furia, sus connivencias con los príncipes rebeldes… y los cañones de la Bastilla, que le habían valido el exilio. Había vuelto a la gracia del rey tres años antes, pero tuvo que volverse a su castillo de Saint-Fargeau después de haber rechazado al rey de Portugal porque, pese a sus deseos de ser reina, se negaba a unir su vida a la de un paralítico que además estaba enajenado. Las bodas reales habían puesto fin a ese nuevo exilio, y Mademoiselle recuperaba en esa ocasión su lugar de honor en la familia.

Cuando Sylvie entró en la estancia, hablaba animadamente con la reina, pero al oír anunciar su nombre, volvió hacia la recién llegada un rostro afable.

— ¡Madame de Fontsomme!… ¡Qué sorpresa! Se decía que os habíais encerrado para siempre en vuestras tierras picardas.

Como si fueran las mejores amigas del mundo, fue hacia Sylvie con las manos tendidas, con lo que ésta apenas pudo hacer más que una media reverencia. Mientras, Ana de Austria se encargaba de la respuesta:

— Nadie se resiste al rey, sobrina. La duquesa ha sido nombrada dama de vuestra prima la infanta. [6] ¡Venid aquí, querida Sylvie, que os abrace! La verdad es que os hemos añorado, y que he aplaudido la decisión de mi hijo. ¡Más de diez años de luto son un poco excesivos!

— Fuerza es reconocer -continuó Mademoiselle, que no quitaba ojo al vestido de Sylvie- que el luto se presenta a veces bajo aspectos realmente deslumbrantes. ¿Seguís llevándolo aún?

— No lo dude Vuestra Alteza -respondió Sylvie-. He hecho voto de no volver a llevar nunca colores…

— ¡Como Diana de Poitiers, que era una mujer de gusto! Es verdad que os habéis criado en sus castillos. Me pregunto si no debo seguir vuestro ejemplo.

Llevaba en efecto el luto más severo en memoria de su padre, muerto el 2 de febrero anterior; y como en aquel momento hacía más bien frío, Mademoiselle había suspirado al sustituir sus espectaculares penachos por las cofias y los velos de crespón. Intentaba consolarse luciendo encima de ellos tantas perlas como poseía.

— Vuestra Alteza es demasiado joven para ello. Además -dijo Sylvie que, aunque ausente, conocía bien la corte-, de obrar así podría disgustar al príncipe soberano que algún día vendrá a pedirla.

Con aquellas pocas palabras se atrajo la simpatía de la princesa. Ésta, en efecto, se volvió impetuosamente hacia la reina madre.

— Me gustaría -dijo- que Madame de Fontsomme me acompañara mañana a Fuenterrabía, donde tengo la intención de asistir de incógnito a la boda por poderes de la infanta. Tengo curiosidad por verla.

— ¿De incógnito? Eso no tiene sentido. Si no os reconocen no os dejarán entrar en la iglesia…

— Seremos dos damas francesas venidas a rendir un… discreto homenaje a su nueva soberana. Creo que es una buena idea.

— Excelente, incluso, pero Madame de Motteville os acompañará. Ella es mis ojos y mis oídos, y sobre todo sabe mejor que nadie contar lo que ha visto…

— Encantada. ¡En ese caso seremos tres!

La llegada de Mazarino la interrumpió, y el ballet de reverencias recomenzó. El cardenal entró como si habitara en el mismo aposento de la reina, sin hacerse anunciar y en zapatillas. Sin embargo, a los ojos de Sylvie, que no lo veía desde hacía dos años por lo menos, ese detalle estaba menos justificado por los rumores persistentes sobre un matrimonio secreto entre Ana y él que por los estragos de la enfermedad. Por primera vez en su vida, la duquesa admiró el valor de aquel hombre torturado por los cálculos renales y por un cruel reumatismo deformante, que desde hacía meses afrontaba, lejos de las comodidades de su palacio, a los diplomáticos españoles con el fin de acabar de una vez con la sempiterna guerra con España y concluir una paz rubricada por la unión de dos jóvenes. Siempre tan elegante, tan cuidado de sí y exhalando perfumes suaves para ocultar los olores de la enfermedad, no podía sin embargo ocultar los estigmas ya imborrables de la misma en su rostro y su espalda ligeramente encorvada. Sólo las manos, que eran su orgullo, conservaban su belleza y blancura, y sus maneras seguían siendo fieles a sí mismas: por el recibimiento que le dispensó, Sylvie habría podido deducir, si le hubiera conocido menos, que su ausencia de la corte había causado al pobre cardenal dolores insoportables a los que su regreso acababa de poner fin.

— Un italiano siempre será un italiano -le susurró Mademoiselle-. Y éste, en particular, no cambiará nunca…

Mientras, el Grand Cabinet, tan solitario un instante antes, se iba llenando. Llegaron las princesas de Condé y de Conti con las damas que habían asistido a las justas náuticas; y los pífanos y tambores, unidos a los vivas y las canciones, formaban una alegre cacofonía que anunciaba al rey.

Muy pronto su figura quedó encuadrada en la alta puerta, como una sinfonía en azul y oro netamente diferenciada de la ola multicolor de sus gentileshombres. Sylvie pensó que la Infanta era afortunada y que, de no haber sido el rey de Francia, habría sido considerado un joven muy guapo, a pesar de su estatura no muy elevada. Pero era el amo, y eso se percibía en toda su persona, en el brillo imperioso de su mirada azul, en la manera de alzar la cabeza, en la soberana desenvoltura del gesto y la actitud. Luis XIV poseía la gracia de un bailarín, sin el menor indicio de amaneramiento. ¡Y qué seductora era su sonrisa! Apenas se encontraba una mujer que no fuera sensible a ella…

El contraste con su hermano, que marchaba a su lado, un paso más atrás, era llamativo. Realzado sobre unos enormes tacones, el joven Monsieur era francamente bajito pero muy guapo. Con su espeso cabello negro rizado, su rostro fino y despierto, parecía haber concentrado toda la herencia italiana de su familia. Empolvado, perfumado, lleno de cintas, vestido de forma impecable y reluciente de joyas y adornos, era considerado «la más bonita criatura del reino» aunque era tan bravo como podía serlo su hermano. De hecho, Philippe era lo que Mazarino había querido que fuese: un ser un tanto híbrido, demasiado pendiente de los vestidos, del arte de las dulzuras de la vida, del placer y la belleza de sus decorados para nunca representar el equivalente del peligro incesante que el difunto Gaston d'Orleans había sido para el rey Luis XIII. Parecía haberlo logrado incluso en exceso…