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»- ¡Ah!

»Aquellas breves palabras despertaron la angustia que me había acompañado durante tanto tiempo. Le pregunté si iba a entregarles al almirante. Dijo que sí: el sultán lo quería así.

»- ¡Entonces dejadme marchar con él!

»-Los hombres de tu rey te creen muerto. Pero puedo proponerte un medio, si no para salvarlo, sí al menos para saber lo que le aguarda. Ya ves, me inquieta la idea de que lo llevan a un destino tal vez peor que la muerte, y me avergüenzo al verme obligado a entregar a un amigo. Así pues, escúchame bien: el barco francés (un "mercante" lento pero bien armado) saldrá del puerto mañana por la noche. Tú, antes de que amanezca, embarcarás en una falúa cuyo patrón y tripulación son hombres de mi confianza. Stavros ha recibido ya la orden de estar dispuesto a seguir al francés allí a donde vaya. Sin duda a Marsella…

»- ¿Seguirá a un barco por mar en un trayecto tan largo sin perderlo de vista ni correr el riesgo de confundirse?

»-Stavros lo ha hecho ya. Su embarcación es muy veloz, y él, el mejor marino que conozco. Además, al salir de los estrechos, el francés enarbolará el pabellón rojo de mis barcos para que lo respeten los que vosotros llamáis berberiscos. Por tanto, será fácil distinguirlo y no será atacado. Pero una vez llegado a su destino, te corresponderá a ti continuar la persecución. Te daré oro francés tomado del rescate, y vestidos adecuados para un marino griego.

»Me invadió una gran alegría. Me avergonzaba, es cierto, de mis compatriotas, pero sentía un agradecimiento inmenso hacia aquel enemigo de corazón tan noble. Rechazó con un gesto mi gratitud y, cuando le pedí el favor de ver a mi príncipe, aunque fuera sólo un instante, se negó:

»-Demasiado peligroso. No debe saber nada de mis planes. En cuanto a ti, será mejor que olvides que me has visto nunca.

»Una hora más tarde, tocado con un bonete rojo y vestido con una zamarra de piel de cabra, fui conducido al puerto por uno de los servidores mudos del visir, y confiado sin una palabra al patrón de la falúa Thyra, un griego tan ancho como alto, provisto de un perfil de medalla, una risa estentórea y músculos temibles bajo su capa de grasa. Bajo su inalterable buen humor, aquel hombre ocultaba una agudeza y una penetración notables. Pude confirmar enseguida lo que había dicho de él Fazil Ahmed Kóprülü Pachá: era muy buen marino, y pasé a formar parte sin dificultad de una tripulación de cuatro hombres que le eran enteramente leales.

»A1 salir el sol, vi mejor nuestra posición en medio de otros barcos, cuyas proas estaban colocadas en perpendicular al muelle, igual que las de los barcos del otro lado: la amplitud del Cuerno de Oro, el puerto de Constantinopla, lo permitía. Un solo barco estaba anclado en paralelo a tierra, en el entrante formado por la desembocadura de un pequeño río: era una urca como las que construyen los holandeses, pero de escaso tonelaje y con una tripulación reducida. Su aspecto pacífico, de barriga redondeada, era el de un honrado mercader.

»-Sin embargo tiene cuatro cañones -comentó Stavros, y añadió con una carcajada-: Le hacen falta para proteger los fardos de alfombras y pieles venidas de Rusia que va a transportar mañana. Pero no se hará a la vela hasta las dos de la madrugada. Nosotros saldremos inmediatamente después.

»- ¿Y vamos a seguirles durante toda la travesía? ¡Es imposible! Irán más aprisa que nosotros.

»-Somos nosotros los que podríamos ir más aprisa que ellos. Si no te encontraras encima, verías que esta falúa está construida para la carrera, como una galera; sus mástiles pueden llevar más trapo del usual, y si falta el viento se transforma realmente en una galera: ¡avanza a remo! Cosa que no puede hacer ese torpón. ¡Verás qué músculos se te ponen! -añadió, dándome una palmada en la espalda.

»- ¿Y qué se supone que vais a hacer en Marsella?

»- ¡Comerciar, como todo el mundo! En principio, viajo por cuenta de los hermanos Barthélemy y Giulio Greasque de Marsella, que tienen sucursal aquí. Ahí dentro hay café, canela, pimienta y opopónaco. ¡Si nos vamos a pique, oleremos bien!

»Y soltó su característica risotada inmensa. Al caer la noche, nos instalamos en el puente para observar a la Vaillante. Aproximadamente a medianoche, cuando el frío se había hecho más vivo, Stavros me tendió un anteojo sin decir nada: una chalupa se deslizaba sobre las aguas tranquilas en dirección a la urca. La visibilidad era bastante clara: la luz de la luna, que dibujaba en el cielo el creciente del Islam, destacaba en negro las siluetas de los hombres embarcados en ella. Uno se quitó el sombrero y sacudió los cabellos al viento con un gesto que yo conocía muy bien. De inmediato le obligaron a cubrirse otra vez, pero tuve tiempo de advertir el color claro de la cabellera. Unos momentos más tarde, la Vaillante se apartó de su fondeadero e inició su descenso hacia el mar. Enseguida iniciamos la maniobra de desatracar…

»No os abrumaré con los detalles del viaje -continuó Philippe después de mirar de reojo a su madre, que le pareció muy pálida pero lo tranquilizó con una sonrisa-. Todo fue a pedir de boca, gracias a la habilidad de Stavros y las cualidades náuticas de su barco. Además, el francés desempeñaba su papel de mercante, no se apresuraba y hacía las escalas obligatorias, en las que en ocasiones le precedíamos nosotros. Por Tenedos, Tinos, Citerea y Zante llegamos al estrecho de Sicilia y luego al de Cerdeña sin malos encuentros, y sobre todo sin haber perdido de vista nuestra presa. Finalmente, un atardecer, vimos a la puesta del sol las orillas del Lacydon. [37] Stavros, después de observar que la urca no se aproximaba al muelle, dirigió su barco -íbamos a remo desde la bocana del puerto- hacia un lugar próximo al nuevo ayuntamiento en construcción. De ese modo nos situamos en un puesto de vigilancia parecido al del muelle de Phanar, en el Cuerno de Oro. Eso nos permitió ver, apenas hubimos atracado, a un hombre de negro bajar a la chalupa y hacerse conducir al otro lado del puerto, a un lugar situado entre el arsenal de las galeras, aún sin terminar, y las torres de la abadía de Saint-Víctor.

»-Va a prevenir a alguien -comentó Stavros, que me tenía simpatía y quería ayudarme tanto como le fuera posible-. Probablemente el misterioso viajero no va a quedarse ahí mucho tiempo. Ahora te toca a ti seguir detrás de él…

»Como había residido algún tiempo en la ciudad antes de la marcha a Candía, la conocía bien y sabía dónde había de dirigirme para encontrar los medios de proseguir mi viaje: ropas occidentales, algo de equipaje y sobre todo un caballo. Mientras paseaba por las calles bulliciosas que bajan de la iglesia de Saint-Laurent, en las que aparecen mezcladas casi todas las razas del perímetro del Mediterráneo, me sentía lleno de ardor, pero también de inquietud: ¿conseguiría yo solo seguir inadvertido la pista de monseñor? Y entonces el Cielo me proporcionó un golpe de suerte inesperado: ¡me tropecé con Pierre de Ganseville!

— ¿Ganseville? -exclamó un coro de tres voces-. ¿Qué estaba haciendo allí?

— Buscaba un barco para ir a Candía. A primera vista me costó reconocerlo, tanto le había cambiado la desgracia. Podría decirse que cayó de golpe desde lo alto del Cielo a los tormentos del Infierno; en efecto, su joven esposa, de la que estaba apasionadamente enamorado, murió al dar a luz un hijo, que al cabo de una semana siguió a su madre a la tumba. ¡Imaginad lo que ha sufrido!

— ¡Pobre, pobre muchacho! -murmuró Sylvie conmovida-. ¿Y dices que fue un golpe de suerte para ti?

— ¡Y grande! Desde el fondo de la desgracia que os he contado, le había venido una idea fija: buscar las huellas de Beaufort, de cuya muerte se negaba a convencerse. Y se reprochaba haberle abandonado por una felicidad demasiado breve y que ahora le parecía egoísta. Nos encontramos con la alegría que podéis imaginar, después de que también a él le costara reconocerme por mi poblada barba. Cuando le conté por qué estaba en Marsella, le vi revivir, transformarse a ojos vista, y aunque el alegre compañero de otros tiempos había desaparecido para siempre, el hombre que me tendió la mano disponía de nuevo de toda su energía. La perspectiva de salvar a nuestro jefe le entusiasmaba, y trazamos un plan: nos alojaríamos en un albergue próximo a la abadía de Saint-Víctor, al que acudían los fieles que iban a rezar en aquel lugar santo sin sospechar la mala reputación que habían adquirido los monjes desde hacía unos años. Tenía la ventaja de que desde sus ventanas era posible vigilar la Vaillante, que se encontraba a poca distancia. Luego Ganseville me esperó, cuidando del caballo que yo acababa de comprar, mientras iba a despedirme de Stavros y a cambiar mis vestidos griegos por los que me había procurado. Contento por las monedas de oro que le ofrecí en prueba de mi agradecimiento, el buen hombre me prometió no zarpar de nuevo mientras la urca siguiera en el puerto, por si acaso dejaba Marsella sin haber desembarcado a su pasajero.