— Marie se pasa la vida esperando cartas de Inglaterra. Las esperará igual de bien en casa de su madrina, que se siente un poco sola en Nanteuil-le-Haudouin. ¡Yo te acompaño!
Los dos estaban tan decididos que la interesada, cuando la informaron de sus planes, no puso ninguna objeción. Sabía que su madre iba a correr una aventura peligrosa y no quiso ser para ella un estorbo de ninguna clase. Además, quería mucho a Madame de Schomberg. En ningún sitio mejor que junto a la ex Marie de Hautefort, con su carácter templado, podía esperar el regreso de sus queridos aventureros y el resultado de su empresa. Cuando la angustia se comparte, resulta menos agobiante.
Durante el mes siguiente, Sylvie se cuidó lo mejor que pudo, puso en orden sus asuntos en previsión de que le ocurriera alguna desgracia, y escribió algunas cartas, entre ellas una al rey y otra a sus hijos. Las confió a Corentin, que Perceval había mandado a buscar. Finalmente todo estuvo dispuesto, y el sábado 14 de noviembre, de madrugada, los dos viajeros, después de despedirse de Jeannette, a la que Sylvie se había negado a llevar consigo, dejaron la Rue des Tournelles para emprender un camino que había de durar tres largas semanas.
En los confines del reino y en el flanco italiano de los Alpes, la gigantesca ciudadela de Pignerol dominaba la pequeña aldea triste y la entrada del valle del Chisone, y parecía lo que era exactamente: el entrecejo fruncido de Francia dirigido hacia el ducado de Saboya-Piamonte, cuya capital era entonces Turín. Por el tratado de Cherasco, en 1631, Richelieu había obtenido aquella plaza fuerte colgada del flanco del reino, una atalaya de vigilancia desde la que se controlaba la carretera de Turín; y la había fortificado como correspondía a su importancia estratégica.
A medida que se aproximaban, los viajeros descubrían con un estremecimiento de temor el perfil roto de los formidables bastiones de piedra rojiza. En medio de ellos se alzaba el «castillo», construido en el mismo estilo de la Bastilla: un rectángulo almenado, reforzado en las esquinas por gruesas torres circulares y dominado por el torreón propiamente dicho, esbelto en comparación con el resto de las construcciones pero tan alto que parecía un dedo amenazador dirigido contra el cielo. La primera impresión era siniestra: ¡al lado de aquella prisión del fin del mundo, Vincennes o la Bastilla parecían risueñas residencias campestres! Las placas de nieve adheridas a las rocas, las nubes bajas de un feo gris amarillento que anunciaba nuevas nevadas, y el frío reinante, aumentaban la impresión de desolación. Bajo el montón de pieles con que Perceval la había abrigado, Sylvie se estremeció. Su pensamiento se dividió entre el hombre al que amaba y que habían traído desde tan lejos para sepultarlo en este lugar de desesperación, y el encantador y delicado Fouquet, sin duda el ser más refinado del mundo, acurrucado allí, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. La impresión fue tan fuerte que hizo vacilar la convicción que la sostenía desde su partida: ¿era verdaderamente posible sacar a un ser humano de aquella trampa de piedra?
— No es el momento de acobardarse -dijo Perceval, que había seguido sin dificultad la dirección de su pensamiento-. Cada día tiene su afán, y algo me dice que se nos presenta un primer problema…
Los dos caballos enganchados al carruaje acababan de subir la rampa que llevaba a la entrada de la pequeña ciudad montañesa, encerrada entre unas murallas recientes. Se adentraron por las callejuelas estrechas y oscuras, parecidas a grietas abiertas entre las altas casas de techumbres rojas, y desembocaron en una plaza ocupada en su mayor parte por una bella iglesia ojival flanqueada por un campanile: el Duomo. Frente a él se abría el albergue cuidadosamente descrito por Philippe, donde habían acordado reunirse con él y con Pierre de Ganseville… Y Sylvie advirtió de inmediato el problema anunciado por Ragueneclass="underline" delante del albergue vio caballos negros, mantas de silla de color rojo, túnicas azules con cruces flordelisadas bordadas en blanco y oro.
— ¡Mosqueteros! -susurró aterrada.
— Me había parecido ver uno en una calle transversal -suspiró Perceval-, pero esperaba haberme equivocado.
— ¿Qué querrá decir eso? ¿No estará el rey aquí?
— ¡Seguro que no! Apostaría que han venido a acompañar a algún preso ilustre. Acuérdate de que fueron ellos quienes trajeron a Fouquet.
— ¿No vendrán a buscar a otro para llevárselo a un lugar distinto? -murmuró Sylvie con un hilo de voz-. Dios mío, ¿qué vamos a hacer?
Con un movimiento instintivo, se asomó para ordenar a Grégoire que diera media vuelta. Perceval se lo impidió.
— Sería el medio más seguro de atraer la atención sobre nosotros, y no hay ninguna razón para asustarse. Recuerda que somos honrados viajeros, peregrinos y nada más. Cae la noche, hace frío y vamos a hacer un alto en el camino.
En efecto, los soldados, que habían desmontado, se apartaban con toda naturalidad para dejar paso al coche, ante los gritos imperiosos de Grégoire: «¡Paso, señores mosqueteros! ¡Paso!»
— ¡Misericordia! -gimió Sylvie-. ¡Se cree todavía en Saint-Germain o en Fontainebleau!
Y así lo parecía. No sólo obedecieron los interpelados, sino que uno de ellos, al ver en la ventanilla una silueta femenina, llevó su galantería hasta el extremo de abrir la portezuela y presentar su mano enguantada. Fue preciso aceptar, darle las gracias con una sonrisa y dejarse conducir hasta la puerta, en la que el posadero acababa de aparecer y saludaba con el respeto al que invita una cómoda carroza de viaje, incluso cubierta de barro. Fue entonces cuando Sylvie vio confirmados sus vagos temores y sintió desplomarse el cielo sobre su cabeza: detrás del hombre del delantal blanco apareció D'Artagnan en persona, bloqueando la entrada. Imposible escapar. Por lo demás, ya la había reconocido y su rostro se iluminó: empujó al posadero para precipitarse hacia ella:
— ¡Mi bella duquesa! -exclamó, utilizando en su alegría el apelativo del que se servía cuando pensaba en ella, si no la llamaba entonces sencillamente Sylvie-. ¡Qué maravilla veros aparecer en este rincón perdido! Entrad, venid aprisa a calentaros. ¡Estáis helada…!
Había tomado su mano y le quitó el guante para besar sus dedos y retenerlos después en su mano. ¿Cómo decirle que su aparición helaba a Sylvie más aún que la temperatura exterior? Arrastrada por él, se encontró delante de una gran chimenea en la que se asaban un cordero entero y cuatro pollos.
— ¡Por piedad! -murmuró cuando él abría ya la boca para llamar al posadero-. Olvidad a la duquesa y acordaos de que estoy exiliada. Viajo con un nombre falso.
— ¡Dios, qué animal soy! ¡Pero me siento tan feliz! Perdonad el trompeteo de mi facundia gascona… Pero a propósito, ¿adónde os dirigís con este tiempo?
Perceval se encargó de la respuesta:
— A Turín.
— ¿Huís de Francia?
— No. Somos simples peregrinos que vamos a rezar ante el Santísimo Sudario de Nuestro Señor. Mi ahijada espera aún obtener el regreso de su hijo, porque se resiste a aceptar su muerte. Pero ¿y vos? ¿A qué feliz casualidad debemos este encuentro?
Antes de contestar, D'Artagnan acomodó a Sylvie junto al fuego y reclamó vino caliente para los viajeros; por fin dijo con un encogimiento de hombros:
— Otra de esas malditas comisiones que detesto: acabo de hacer entrega al señor de Saint-Mars de un nuevo recluso. Es uno de vuestros amigos.
— ¿Quién?
— El joven Lauzun… No -se apresuró a añadir ante el brusco sobresalto de Sylvie, que estuvo a punto de volcar su vaso-, no es por haber despachado al triste caballerete con el que querían obligar a vuestra hija a casarse, pero de todos modos ha sido por una historia de matrimonio. En los últimos tiempos no se hablaba en la corte de otra cosa que de su próxima boda con Mademoiselle.