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— En efecto, ha dado mucho que hablar según Madame de Motteville, a la que el asunto divertía mucho, aunque también la escandalizaba un tanto.

— Otros se han escandalizado aún más, y entre ellos la reina y Madame de Montespan, que por una vez han estado de acuerdo. El caso es que la antevíspera de la boda, cuando todo estaba dispuesto para la entrada triunfal del «señor duque de Montpensier» en el palacio del Luxembourg, el rey, que había dado su palabra, la retiró. Mademoiselle estaba desesperada, y Lauzun, siempre tan quisquilloso, se tomó muy a mal el naufragio de sus sueños. Tuvo una escena violenta con el rey, después de la cual rompió su espada y poco menos que la arrojó a la cara de Su Majestad. Fue arrestado al instante. Ahora está ahí dentro -añadió indicando con un gesto la dirección de la fortaleza-, un poco arrepentido, supongo, ¡pero me temo que tiene para bastante tiempo! Y yo, por mucho que me pese, tendré que volver allí para cenar con Saint-Mars mientras mis hombres banquetean aquí con los oficiales de Monsieur de Rissan. [39]

— ¡Pobre Lauzun! -suspiró Sylvie con una amargura que no intentó disimular-. Sin embargo, tendría que saber que es malsano discutir con el rey, sobre todo cuando éste no tiene la razón. ¡Palabra de rey no se retira!

— Bien lo habéis experimentado, mi pobre amiga. Pero sabed que no descansaré hasta que vuestra orden de exilio, tan incomprensible, sea retirada. ¡Deseo tanto volver a veros en la corte!

— No tengo el menor deseo de volver. ¡Por piedad, dejadme vivir en la oscuridad! Es posible, por otra parte, que la desee aún más completa y busque el refugio final de un convento.

— ¡Oh, no! ¡Vos no! Os moriríais de aburrimiento. Y además, sois demasiado joven…

— ¿Demasiado joven cuando me acerco ya a la cincuentena? ¡Siempre tan galante, amigo mío!

— ¿Por qué no llamarme adulador? Pero soy todo lo que queráis menos eso. Si digo que sois joven, es porque lo pienso. ¡Miraos en un espejo!

Dos hombres entraron en la sala: Philippe y Pierre de Ganseville. Una ojeada les bastó para apreciar la situación, de modo que se dirigieron a una mesa un poco alejada sin parecer interesados en lo que pasaba.

— Volviendo a Lauzun -dijo Perceval, que acababa de tener una idea-, ¿no sería posible hacerle una visita para consolarlo? Madame de Raguenel y yo -en el pasaporte que había obtenido, había hecho constar a Sylvie como su sobrina- le debemos tanto… No está incomunicado, ¿verdad?

— No lo creo. Me parece incluso que le tratan bastante bien… Hablaré enseguida con Saint-Mars, pero con una condición.

— ¿Cuál?

— Que una vez allí, no pidáis el mismo favor para Monsieur Fouquet. Sé cuánto le queríais, pero él sí está incomunicado.

— Os doy mi palabra -dijo Sylvie-. ¡Sería tan gentil por vuestra parte conseguirnos ese favor! Marie, que se casará muy pronto con su enamorado, le debe su felicidad…

— Haré lo que pueda.

Tomó la mano de Sylvie, la besó bastante más tiempo del exigido por la cortesía, y se retiró con la promesa de volver por la mañana, bien para escoltar a sus amigos hasta los dominios de Saint-Mars, o bien para despedirles en su viaje a Turín antes de tomar él mismo el camino de París. Ellos le siguieron con la mirada y le vieron decir algunas palabras a su brigadier antes de abandonar la sala.

— ¡Mañana por la mañana, querida, estarás indispuesta! -murmuró Perceval-. Tu enamorado no tendrá el placer de llevarte a la casa del gobernador, ni tampoco de escoltarte un trecho en dirección a Turín.

— ¿Y si decide esperar mi curación?

— Sería de temer si estuviera solo, pero es un soldado; es muy estricto con la disciplina, y no puede por su conveniencia personal inmovilizar aquí a cuarenta mosqueteros. Vamos a pedir habitaciones y a hacer que nos suban la cena.

Acompañados por la esposa del posadero subieron la escalera empinada que conducía al piso superior, cuidando de no intercambiar miradas con los dos hombres que bebían vino en la mesa del rincón. Al pasar cerca de ellos, el caballero de Raguenel preguntó negligentemente a la posadera qué habitaciones les destinaba.

— La primera y la segunda a mano derecha -respondió la mujer.

Philippe sonrió para sus adentros. Algo más tarde, después de la marcha de los comensales a sus acantonamientos en la ciudadela, fue a llamar a la puerta más próxima a la escalera, la de Perceval.

— Hace dos días que estamos con el alma en vilo -cuchicheó-. ¿Imagináis lo que hemos pensado al ver llegar a los mosqueteros, y más aún al ver esta noche a D'Artagnan hablando con mi madre?

— ¡Tranquilízate! Hasta ahora todo va bien.

En pocas palabras, contó la conversación con el capitán y añadió que había que considerar afortunado aquel encuentro, porque iba a permitirles conseguir una visita a Saint-Mars sin tener que pedirla directamente. Philippe hizo una mueca.

— Precisamente esa entrevista es lo que me atormenta. ¿Tenéis idea del peligro que vais a correr?

— Quien no se arriesga no consigue nada, y tu madre está decidida a servirse del arma que posee. Acuérdate de lo que te contamos en París: hace diez años, en Saint-Jean-de-Luz, evitó que un mosquetero llamado Saint-Mars fuese ahorcado por ladrón. En agradecimiento él le escribió una carta en la que le hacía entrega de su vida y su honor en caso de que ella los necesitara. Ahora ella va a pedirle que pague aquella deuda.

— Un hombre cambia en diez años. Puede que el carcelero no estime suficiente esa deuda como contrapartida por la entrega de un prisionero de tanta importancia. Desde que está aquí, Ganseville ha considerado más prudente no alojarse en el albergue. Ha alquilado una casita en el pueblo, entre el antiguo palacio de los príncipes de Acaya y la iglesia de Saint-Maurice, que está en la parte alta. [40] Se ha hecho pasar por un descendiente de Villehardouin que desea escribir la historia del antiguo principado y busca documentos…

Las cejas de Perceval se alzaron hasta la mitad de la frente.

— ¿Cómo diablos se le ha ocurrido esa idea?

— Muy sencillo: desciende de Villehardouin por parte de madre. Se acordó cuando nos enseñaron el palacio. La idea de utilizar esa circunstancia se le ocurrió luego. Su presencia continua en el albergue habría podido atraer la atención, a la larga. En su casa está más libre y la gente le mira con más simpatía, lo que no le impide bajar al albergue todos los días a beber una jarra de vino, y a veces comer. Desde hace varias semanas corre el rumor de que hay un preso tan importante que le obligan a llevar máscara. No puede quitársela bajo pena de muerte, no tiene derecho a hablar más que con el gobernador, y es éste en persona quien le lleva la comida y todo lo que necesita; pero sí tiene derecho a la ropa blanca más fina, a las viandas más exquisitas…

— ¿Alguien ha hecho alguna suposición sobre su nombre y su persona?

— Todavía no, pero la gente se hace preguntas, lejos de los oídos de los soldados. Ésa es la situación, querido «padrino». Eso no nos ha impedido seguir adelante con los preparativos que decidimos en París: en casa de Ganseville tenemos caballos, y he comprado una barca que nos espera en el puerto de Mentón.

— ¿Por qué lo has hecho si piensas que es trabajo perdido?

— Nunca he dicho eso. He dicho que Saint-Mars puede preferir morir antes que soltar a ese prisionero, cuya desaparición no podría explicar. Sin embargo, hay una solución que la máscara hace posible: Ganseville está dispuesto a ocupar su lugar…

— ¿Ocupar su lugar?

— Si alguien puede hacerlo, es precisamente él. Tienen la misma edad, la misma estatura, casi el mismo color de cabello y los ojos azules; y como sólo puede acercarse a él el gobernador del castillo… Creo que es nuestra mejor oportunidad de llevar a buen fin el proyecto de mi madre.