Выбрать главу

— ¿Creéis sinceramente que monseñor aceptará dejaros en su lugar si conseguimos llegar hasta él?

— Tendrá que hacerlo, porque la vida de reclusión que me espera es la que yo habría elegido aunque él no existiese. Habría llorado a mi querida esposa en el más severo de los monasterios, a la espera de la hora de reunirme con ella. En la prisión de Pignerol sé que seré feliz, porque le sabré libre en la isla a la que queréis llevarle. También allí estará cautivo, pero en una celda más cómoda, y a la vista del mar…

No había nada que añadir.

Llegó por fin la noche y, con ella, el momento de ponerse en camino. Mientras Ganseville verificaba una vez más las armas que llevaba -dos pistolas y una daga además de su espada, todo ello escondido bajo su gran capa negra-, Sylvie abrazó a su hijo y a su padrino, rígidos por la no confesada angustia, obligándose a saludar su separación con un «hasta la vista» y no con un «adiós». Luego subió despacio al coche, y Ganseville la siguió.

Hicieron el camino en silencio. El tiempo seguía frío y seco, y la oscuridad no era total. La vista se acostumbraba con facilidad. De vez en cuando, Sylvie volvía la cabeza hacia su acompañante, que permanecía inmóvil. Únicamente un ligero movimiento de su boca revelaba que estaba rezando. Ella no quiso distraerle. A medida que se aproximaban, su corazón latía con más fuerza y sus manos cubiertas por los guantes se enfriaban.

Cuando, después de superar la rampa de acceso, se detuvieron en el primer puesto de guardia, ella no pudo evitar buscar la mano de su acompañante y estrecharla, mientras Grégoire presentaba el salvoconducto, que el oficial de servicio examinó a la luz de una linterna. Ganseville volvió la cabeza para mirarla y le sonrió con un aire tan animoso que ella se sintió mejor.

El soldado devolvió el documento, saludó y retrocedió. Grégoire arreó a los caballos. Hubo dos paradas más, y por fin entraron en el corazón del castillo, en el patio dominado por la vertiginosa silueta del torreón, muy por encima de las otras tres torres del recinto. Allí, un guardia tomó a su cargo a los visitantes y les acompañó a los aposentos del gobernador, que ocupaban un amplio espacio entre la capilla del castillo y la gran torre Sudeste. [41]

A Sylvie le habían producido una mala impresión las toscas construcciones medievales, pero vio con sorpresa que unas auténticas ventanas se abrían al valle y que las estancias contenían muebles hermosos dispuestos con un gusto que revelaba la presencia de una mano femenina. Recordó entonces que Saint-Mars estaba casado y que su esposa, hermana de la querida de Louvois, tenía fama de ser muy bella — ¡y también muy tonta!-, aunque no era Maitena Etcheverry, por la que tantas locuras había hecho en otra época el ex mosquetero. El guía dejó a los recién llegados en una habitación bastante pequeña y abarrotada de armarios y libros, en torno a una mesa de trabajo cargada de papeles. Frente a ella había dos sillas. Sylvie se sentó en una y Ganseville permaneció de pie. La espera fue corta. Se abrió una puerta, y entró Saint-Mars.

Había cambiado de manera notable en diez años. Más grueso -un caballero no se transforma impunemente en funcionario sedentario-, su rostro bien afeitado se había ensanchado; la peluca no permitía ver si su cabello blanqueaba, y los ojos grises, que Sylvie había visto cuajados de lágrimas, estaban ahora secos y duros como las piedras de la fortaleza. Sin embargo, dedicó a su visitante un recibimiento cortés, sonriente e incluso caluroso en la medida de lo posible, y se contentó con un saludo protocolario al falso Perceval. A Sylvie le dio la sensación de que le alegraba liquidar a un precio tan bajo su antigua deuda.

— ¡Quién habría dicho que nos veríamos de nuevo algún día, señora duquesa, en este lugar tan triste y después de tantos años!

¡-Diez exactamente. ¡No es tanto tiempo! Pero me alegra comprobar que no habéis olvidado nuestras… buenas relaciones de otra época.

— ¿Cómo podría hacerlo, cuando os debo tanto?

— ¡Oh, de manera muy sencilla! Vos…

— ¡Lo sé! Voy a dar órdenes para que hagan venir aquí a Monsieur de Lauzun, vuestro amigo. Es obvio que no puedo concederos una entrevista muy larga, como comprenderéis.

Visiblemente deseoso de acabar, se precipitaba ya hacia la puerta por la que había entrado, pero Ganseville le detuvo.

— Poco a poco, señor. ¡No tanta prisa! Madame de Fontsomme no os ha dicho aún lo que desea.

— Pero D'Artagnan me ha dicho…

— Monsieur D'Artagnan no estaba al tanto del problema. Es cierto que queremos mucho a Monsieur de Lauzun…

— Pero a quien queremos es al preso de la máscara de terciopelo. ¡No verle un instante, sino llevárnoslo! -dijo Sylvie.

Como si le hubiera picado una serpiente, Saint-Mars se volvió hacia ella. Sylvie se había puesto en pie y acababa de desplegar la carta escrita diez años atrás.

— Yo… no sé de qué estáis hablando.

— ¡Oh, sí que lo sabéis! Se trata del hombre, o debo decir el príncipe, que os han traído de Constantinopla y que debéis guardar incomunicado. Y también se trata de esta carta en la que me escribisteis que vuestra vida y vuestro honor me pertenecen, y que puedo venir a exigíroslos cuando me plazca…

— ¿Y eso es lo que estáis haciendo? ¡Pero hay un error! Aquí no tenemos a ningún príncipe. Cierto, confieso que hay un preso incomunicado, del que me ocupo personalmente y al que nadie ve; se trata de un tal Eustache Dauger e ignoro la razón por la que fue Condenado. Sólo sé que fue arrestado en Dunkerque y traído aquí hace dos años…

En ese momento llamaron a la puerta y entró un carcelero, visiblemente incómodo.

— ¿Qué es lo que quieres, tú? -ladró Saint-Mars.

— Es… es el criado de Monsieur Fouquet… el tal Dauger. Está enfermo y no encontramos al médico. Ha debido de sentarle mal algo que ha comido. Se está retorciendo por el suelo. ¿Qué hago?

— ¡Y yo qué sé! ¡Dale un emético e intenta encontrar al médico! ¡Sal de una vez!

El hombre desapareció como una rata asustada. Ganseville se acercó al gobernador, con una sonrisa amenazadora en los labios.

— Dauger, ¿eh? ¿Criado de Monsieur Fouquet? ¿Y traído aquí hace dos años? No nos interesa. El que queremos está en vuestra casa desde hace cuatro meses aproximadamente. ¿Necesitáis que os diga cómo se llama?

— ¡No, si queréis vivir…! Sea, hay aquí un prisionero excepcional, y nadie, ¿entendéis?, nadie debe saber de quién se trata. Hay orden de darle muerte si se quita la máscara o intenta comunicarse con cualquier persona que no sea yo mismo.

Atento de nuevo al deber despiadado que le habían impuesto, Saint-Mars había recuperado su aplomo. Se había asustado mucho, pero el miedo se disipaba bajo el efecto de la cólera.

— ¿Y vos -añadió-, vos venís aquí a reclamármelo a cambio de ese papel que no interesa a nadie más que a mí? Os escribí, señora, que mi vida os pertenecía. Pero desde que tengo aquí a ese prisionero, nadie puede reclamarlo salvo el rey. Y puesto que estáis enterados ambos de ese temible secreto, tendré que aplicaros mi consigna: no saldréis de aquí. ¡Vivos, por lo menos!

Iba a tirar del cordón de una campanilla, pero Ganseville se adelantó y le retorció el brazo con tanta fuerza que le hizo gemir de dolor. Al mismo tiempo, sacó una daga de su cinturón y apoyó la punta contra su vientre.

— ¡Despacio, buen hombre! Ahora sabemos lo que vale vuestra palabra, pero vos aún no lo sabéis todo: tenemos compañeros que también conocen vuestro secreto. Si no salimos de aquí, la noticia se extenderá por toda Francia. Sobre todo por París, que no olvida a su Rey de Les Halles…

— No os creo. Intentáis engañarme…

— ¿De verdad? ¿Olvidáis que a diez leguas de aquí, en Turín, reina la duquesa Marie-Jeanne-Baptiste, hija de su hermana la duquesa de Nemours, y que quiere mucho a su tío?