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Unos momentos más tarde, dos jinetes salían de la granja en ruinas y tomaban el camino que, por Saluzzo y Cuneo, iba a conducirles a Mentón y al libre mar. Luego llegó el turno del coche que llevaba a Sylvie y Perceval a Turín, donde los pobres iban a recibir una generosa limosna. Sylvie tenía muchas cosas que agradecer al Señor…

14. Los amantes del fin del mundo

Las bodas de Marie de Fontsomme con Anthony Selton se celebraron en la capilla del castillo de Saint-Germain en los primeros días de abril de 1672, en presencia del rey, la reina, toda la corte y el duque de Buckingham, venido en representación del rey Carlos II y para combatir al lado de Francia en la guerra de Holanda, que iba a comenzar. Unas bodas muy brillantes que de alguna manera simbolizaban el tratado de Dover, última obra de la encantadora Madame, duquesa de Orleans, tan pronto y tan cruelmente desaparecida. Flotaba sin embargo una atmósfera de extrañeza en la capilla llena de flores y luz en la que Marie, deslumbrante en su vestido de raso blanco deshilado de plata y bordado con perlas, fue llevada al altar por su hermano el joven duque de Fontsomme, milagrosamente escapado de las prisiones otomanas y cuyas aventuras apasionaron a los salones desde su regreso. Unas aventuras cuidadosamente elaboradas y pergeñadas en la «librería» del caballero de Raguenel, cuya vasta cultura (e imaginación) resultó de gran ayuda durante los interrogatorios sufridos por el joven en los gabinetes ministeriales. Todo fue para bien, y el rey le devolvió sin la menor dificultad — ¿tal vez incluso con una especie de alivio?- los títulos y propiedades que habían quedado sin dueño después del asunto de Saint-Rémy.

La felicidad de los novios y el fasto del decorado real fueron la parte positiva del acontecimiento. La negativa, la ausencia de la duquesa de Fontsomme, a la que el rey se negó a permitir reaparecer en su presencia, y que a la misma hora rezaba por la felicidad de su hija entre las monjas del convento de La Madeleine, tan entrañable para su amiga la mariscala de Schomberg, que acudió discretamente a acompañarla. También en el lado negativo había que incluir el mal aspecto de la reina, de luto por su última hija, una pequeña Marie-Thérèse de cinco años, muerta un mes antes, y que sin la menor alegría se encontraba embarazada una vez más. Y las lágrimas de Mademoiselle, inconsolable por la situación en que se encontraba su bienamado. Lágrimas hubo también, brillantes de cólera, en el rostro de Buckingham cuando su vista se posó en la princesa alemana, gorda y un tanto vulgar, desposada el otoño anterior por el duque de Orléans: ahora la llamaban Madame y el joven duque sentía aquello como una bofetada, incapaz de olvidar a la que había llevado el mismo título con tanta gracia. Y también, finalmente, pesaba en el ambiente la inminencia de los preparativos para la guerra. El rey marcharía a reunirse con Turena y Condé, ya en campaña, y si bien todos los que debían seguirle se alegraban de la perspectiva de cubrirse de gloria, las mujeres no dejaban de preguntarse cuántos volverían, y en qué estado. Una sola de ellas exultaba de resplandeciente orgullo: la marquesa de Montespan, ahora dueña absoluta de la voluntad del rey. Dos meses después iría a dar a luz con discreción en su finca del Génitoy, cerca de Lagny. Por el momento, su suntuoso vestido no disimulaba en absoluto el hijo que esperaba. Estas bodas -o por lo menos la pompa de que estaban revestidas- eran obra suya. Para su sorpresa, no había conseguido que el rey permitiera la presencia de Madame de Fontsomme, pero se comportaba como la hermana mayor de la novia, y se cuidó de que a nadie le pasara inadvertido. En la recepción nocturna que se celebró después -el matrimonio fue bendecido a medianoche, según la costumbre-, colocó de forma ostensible a la joven pareja bajo su protección, lo que valió a Marie una conversación con Luis XIV.

— Nos dejáis para ir a Inglaterra, lady Selton -dijo el monarca-, y eso nos entristece. Mi hermano Carlos gana lo que nosotros perdemos, y sólo podemos envidiarle. ¿Tenéis intención de saludar a la duquesa, vuestra madre, antes de vuestra marcha?

— Sí, Sire. Mañana mismo.

— Corre un rumor relativo a ella: dicen que ha renunciado al mundo y que, para que su alejamiento sea aún mayor, ha elegido para recluirse un convento perdido en la Bretaña.

— Las Benedictinas de Locmaria, Sire, antes bajo la generosa protección de la difunta señora duquesa de Vendôme.

— La duquesa protegía muchos conventos. ¿Por qué ése, y por qué tan lejos?

— ¿Quiere el rey decir: tan lejos de la corte? Es una de las razones, Sire. Las otras son que allí estará más cerca de mi hermano, que mandará como segundo de a bordo, por un favor de Vuestra Majestad, el Terrible de Monsieur Duquesne. Y también, en cierto modo, estará más cerca de mí, porque yo cruzaré el mar cerca de donde se encuentra ella. Pero lo que desea sobre todo es que el mundo… y el rey la olviden -añadió la joven con una súbita audacia.

Luis XIV no se molestó. Reaccionó con una sonrisa un punto melancólica.

— ¿Cómo pedirle cuentas por ello? -suspiró-. La vida no la ha tratado bien, y tampoco a nos, pero el reino obliga y aísla. Decidle sin embargo… que pese a todo lo que pueda pensar, a veces nos ocurre que encontramos en nuestros palacios la sombra de un niño pequeño cargado con una guitarra demasiado grande para él, un niño que la quería mucho…

Extendió su mano cargada de diamantes para que Marie la besara, saludó con gracia a su esposo y fue a reunirse con Madame de Montespan, que le observaba con discreción detrás de su abanico.

— Una historia que termina -le dijo ella, señalando a la joven pareja, que en aquel momento recibía los parabienes de Monsieur. -Sonrió y luego indicó con su frágil abanico de nácar y oro a Philippe, que charlaba con Buckingham y D'Artagnan-. Y otra que comienza. Ese joven Fontsomme es de los que engendran dinastías si Dios les da vida para ello.

— Me gustaría que fuera así. No sé por qué razón, pero ese joven marino me inspira un cariño extraño como si viese en él a un… hermano menor. ¿No encontráis que se me parece?

Athénaïs dejó escapar su risa inimitable, que tanto contribuía a sus dotes de seducción, y dijo en tono más bajo:

— Nadie se os parece, Sire… ¡Dios sea alabado!

Los dos reían aún cuando salieron juntos a la galería, y en el rey se percibía una nota de alivio… Sentiría un verdadero placer al proteger la carrera de Philippe.

Tres días después, Sylvie marchó de París para no volver nunca. Sólo la acompañaba Percevaclass="underline" él sabía a dónde se dirigía en realidad, y sería en adelante el único lazo de unión que ella conservaría con el mundo exterior. También a él debía comunicar el carcelero de Pignerol cualquier noticia relativa a su prisionero. Marie y su esposo habían partido la víspera para Inglaterra, mientras que Philippe había viajado a Brest.

Lo más duro fue despedirse de todos los fieles compañeros de su vida pasada, sobre todo de Jeannette, a la que quería como una hermana; pero el secreto que compartía con su hijo, con Perceval y naturalmente con Ganseville, no debía difundirse más, por mucha que fuera su confianza en una fidelidad más allá de toda medida. De ahí la decisión de retirarse en apariencia a un convento perdido en el fondo de la Bretaña cuya superiora, en recuerdo de Madame de Vendôme, había aceptado ser de algún modo su cómplice. ¡Imposible llevar allí a nadie!

— Pero ¿no querréis conocer a vuestros nietos? -sollozaba Jeannette.

— Tú los conocerás, y los querrás por mí. Además, Jeannette, aunque quisiera que te enclaustraras conmigo, no tendría derecho a hacerlo. Tienes un marido, nuestro querido Corentin. Te debes a él como él se debe al ducado que administra. Entre los dos, ayudaréis a los Fontsomme a continuar.