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— Lo sé, sé todo eso y mi Corentin y yo estamos orgullosos de vuestra confianza y la de los niños, pero no volver a veros…

— ¡Vamos! Me has acostumbrado a verte más valerosa. Yo también debo serlo. Pero tengo que irme, lo siento en todo mi ser. Allá lejos, junto al mar que tanto amaba François, creo que encontraré la paz.

— ¿La vida en un convento no será muy dura? Vuestra salud ya no es tan buena. Estáis más frágil después de aquella gran enfermedad…

— ¡Puedes quedar tranquila, estaré bien cuidada! Y además, será lo que Dios quiera.

Más fácil, a pesar de sus temores, fue la despedida de la ex Marie de Hautefort. Esta alzó sorprendida las cejas por encima de sus ojos azules, siempre tan bellos. Luego, después de examinar por un momento a su amiga inclinando la cabeza a uno y otro lado, sonrió con el mismo aire travieso de otras épocas.

— ¿Vos, en un convento bretón…? ¿A quién queréis engañar, querida? A mí no, en todo caso.

— ¿Por qué no?

— Porque no es propio de vos. Siempre habéis detestado los conventos… ¿O tengo que creer en una conversión obtenida a través de la gracia del Santísimo Sudario de Nuestro Señor?

— ¿Veríais en ello algún inconveniente? En serio, Marie, ¿adónde creéis que voy, si no?

— No lo sé con exactitud, pero os imagino dirigiendo vuestros pasos hacia… ¿las islas griegas? Igual que yo, no creéis en la muerte de Beaufort, y queréis ver por vos misma si es posible averiguar algo más, in situ. Es lo que yo haría en vuestro lugar.

Sylvie no pudo evitar echarse a reír, y abrazó con un profundo cariño a la que compartía con ella el más letal de los secretos de Estado.

— ¡Estáis loca, Marie! Pero precisamente por eso os quiero tanto…

— ¡También yo! -suspiró la maríscala-. Os voy a echar de menos, pero espero que si encontráis algo me informéis. Sería una gran alegría para mí saber que el hijo indigno no ha conseguido borrar a su padre del número de los vivos…

Cuando Sylvie abandonó Nanteuil, adonde había ido para esa última entrevista, su mano agitaba alegremente un pañuelo. Una vez volvió a posarse el polvo levantado por la carroza, la que en otro tiempo fue llamada la Aurora estalló en sollozos y corrió a encerrarse en su oratorio, del que no salió en todo el día…

D'Artagnan fue el último. En el instante en que los viajeros iban a subir al coche, apareció como una tromba en la Rue des Tournelles, saltó de su caballo sin preocuparse por espantar a los del tiro, corrió hacia Sylvie, la tomó entre sus brazos y plantó en sus labios el beso más dulce y más tierno que ella había recibido nunca.

— ¡Hace años que tenía ganas! -explicó, sin entretenerse en excusas que por otra parte nadie le pidió-. Es mi despedida particular, porque no os volveré a ver. Al menos en este mundo, donde no voy a quedarme ya mucho tiempo, ¡gracias a Dios!

— ¿Cómo podéis decir una cosa así? Estáis más joven que nunca, y aseguraría que seguiréis siempre así. ¿También vos marcháis? -añadió, al ver el equipo de campaña del oficial.

— Sí. Los mosqueteros se van de Saint-Germain con el rey a primera hora de la tarde. Algo me dice que podréis rezar por mí en vuestro convento, porque no he de volver [42] ¡Oh, no os pongáis triste! Morir en la guerra es la suerte que desea todo soldado, y mi alma podrá ir a haceros compañía cuando lo desee…

Le dio la mano para ayudarla a subir al coche y saludó a Perceval, ya instalado en él. Cerró la portezuela. La última imagen, después de la de Jeannette sollozando entre los brazos de Corentin y Nicole en los de Pierrot, fue una silueta delgada y marcial de pie en medio de la Rue des Tournelles, saludando profundamente, con las plumas rojas del sombrero barriendo el polvo, al coche que se alejaba, como si rindiera homenaje a la reina en persona…

— Dejas a tus espaldas mucha tristeza, querida -murmuró Perceval, que por su parte apenas podía retener las lágrimas-. ¿Estás segura de no lamentarlo algún día?

— Lo lamentaré todos los días, querido padrino, pero ¡comprended que voy a vivir por fin el sueño de toda mi vida!

— Nadie ha deseado tu felicidad tanto como yo. Espero que estará en proporción a ese sueño…

Aún pensaba en ello unos días más tarde, en el pequeño muelle del puerto de Piriac, mientras veía alejarse, en una mañana luminosa de sol y mar azul, el barco con una vela roja que llevaba a Sylvie hasta su amor. Con menos dolor del que habría creído, porque estaba libre del menor sentimiento egoísta y porque él era el único, con Philippe, que tendría el privilegio de penetrar en el círculo mágico en el que François y Sylvie iban a encerrarse. No antes de un año, en cualquier caso, y allí residía el gran problema: ¿cuánto tiempo concedería Dios aún a un hombre nacido con el siglo, por más que en verdad no sintiera todavía el peso de los años?

«¡Al menos, mientras pueda serle útil en algo!», pidió mentalmente, con la mirada fija en la manchita roja que oscilaba en la cresta de las olas.

Luego, sin volverse esta vez, se dirigió al bosquecillo de pinos al resguardo del cual esperaba Grégoire con el coche. Al levantar la vista hacia el viejo cochero instalado en el pescante, vio que miraba el horizonte y que por sus mejillas resbalaban gruesas lágrimas. Le conmovió el dolor mudo del viejo servidor de los Fontsomme, solterón empedernido y con fama de taciturno y huraño porque no pronunciaba más de tres palabras al día, pero cuya fidelidad acababa de recompensar Sylvie al permitirle conocer su destino real. En lugar de sentarse en el interior del coche, el caballero de Raguenel trepó hasta el pescante al lado de Grégoire, le dio una palmada en el hombro y le sonrió con ojos brillantes de complicidad.

— Ahora llévame al convento de Locmaria. Tengo que hablar con la madre superiora, y tomar algunas disposiciones…

Grégoire le devolvió la sonrisa, con timidez primero y luego con calor. Entre los dos ancianos se había creado un nuevo vínculo, uno de esos vínculos que ayudan a vivir. Asintió con un vigoroso movimiento de la cabeza, e hizo retroceder a los caballos para tomar la gran carretera de Vannes…

Mientras, sentada con la espalda apoyada contra el mástil, Sylvie veía aproximarse los acantilados de granito rosa de Belle-Isle, las caletas tapizadas por una vegetación de un verde oscuro salpicado por el oro claro de la ginesta, las landas de color malva y las escasas casas blancas. Alzándose hasta una gran altura sobre el mar, la isla parecía una ciudadela que encerrara un jardín cuyas frondas sobresalían por encima de las murallas. Mientras respiraba con grandes bocanadas, como si fuera una poción mágica, el viento cargado del olor a algas y sal, la viajera pensaba que Avalon, la isla feliz de las leyendas nórdicas, debía de parecerse a aquello…

Después de tanto tiempo, volvía con la esperanza de reencontrar el corazón de sus veinte años, como si lo hubiera dejado oculto en el hueco de una roca antes de irse a interpretar a otro personaje en los combates que se había visto obligada a librar. ¿Le esperaba en el umbral de la casa la pequeña Sylvie de otra época, que corría descalza por la arena y pescaba cangrejos en los charcos dejados por la marea al retirarse?

Era delicioso creer que sí. Sin embargo una inquietud, vaga al principio, se fue precisando a medida que se aproximaba: ¿qué François encontraría allí? ¿El hombre abatido y lleno de remordimientos al que había sacado de Pignerol casi por la fuerza, o bien otro que no imaginaba muy bien cómo podía ser, después de varios meses de soledad oceánica? En cualquier caso, el antiguo Beaufort vibrante de audacia, de vitalidad y alegría, había desaparecido para siempre. Quien iba a encontrar era «oficialmente» cierto barón de Areines forzado al exilio por su amistad con Fouchet y que había encontrado refugio en la casa adquirida años atrás por Mademoiselle de Valeines. Un refugio realmente seguro. Una vez aplastado su enemigo, el rey se preocupaba muy poco de la isla con la que, años atrás, Colbert se entretenía en alimentar sus pesadillas. No mantenía allí ninguna guarnición, e incluso había devuelto su propiedad a la valerosa Madeleine Fouquet, cuya lucha incesante para preservar el recuerdo de su esposo y recuperar sus bienes acabó por forzar su admiración. Los habitantes de Belle-Isle podían ahora explayarse a su gusto en su añoranza por el antiguo amo.