Lucy me vino toda radiante y dijo: Vamos, vamos a tomar parte en esto. Creo que pretenden que haya diez sitios de reunión en todas partes de los Estados Unidos, Nueva York, Houston, San Diego, Seattle y Chicago y no me acuerdo cuáles otros, pero Tomás mismo iba a asistir a la principal en Atlantic City, que está sólo un poco al sur de aquí por la costa y las actas de sesiones serían transmitidas por teledifusión viva a todas las otras reuniones convocadas acá y en el extranjero. Ella nunca había visto a Tomás en persona. Le dije que sería una locura para personas de nuestra edad mezclarse con una muchedumbre del tamaño de las que atrae Tomás siempre. Nos machacarían, nos pisotearían, moriríamos tan seguro como que era de día. Mira, dije, vivimos aquí mismo junto a la playa en todo caso, el mar está a cincuenta pasos de la entrada de nuestra casa; por tanto, ¿por qué meternos en líos? Nos quedamos aquí y miramos las oraciones en televisión y entonces cuando todo el mundo baje al mar a purificarse podemos ir aquí a nuestra propia playa y tomaremos parte en las cosas sin correr riesgos. Yo veía que Lucy estaba desilusionada al no poder ver a Tomás en persona, pero al fin y al cabo es una mujer sensata y yo voy a cumplir ochenta en noviembre y ya se habían visto escenas bastante locas en cada una de las ocasiones en las que Tomás apareció en público.
El gran día amaneció y yo encendí el televisor y entonces, claro, escuchamos las noticias de que la ciudad de Atlantic había prohibido la reunión de Tomás en el último momento por motivos de seguridad pública. Un gran petrolero se había partido en pedazos a poca distancia de la costa la noche anterior y una capa de crudo se acercaba a la playa, dijo el alcalde. Si hubiera una reunión masiva en la playa en ese día, esto impediría los procedimientos de prevención de contaminación de la ciudad, y además el petróleo pondría en peligro la salud de cualquiera que se metiese en el agua, así que iban a aislar con un cordón policiaco todo el terreno costero de Atlantic City; policía adicional llamada de fuera, líneas de rayos láser colocadas en su sitio, y así sucesivamente. Realmente la capa de petróleo no se hallaba cerca de Atlantic City y estaba siendo arrastrada por la corriente en dirección contraria, y cuando el alcalde habló de seguridad pública realmente quería decir la seguridad de su ciudad, porque no quería que un par de millones de personas rompieran el entarimado del paseo de la playa ni destrozaran los escaparates. Así que allí estaba Atlantic City cerrada herméticamente y Tomás tenía esta inmensa horda de gente ya agrupada, procedentes de Filadelfia, Trenton y Wilmington, e incluso Baltimore, una muchedumbre tan grande que no se podía contar, cinco, seis, quizá diez millones de personas. La mostraron desde una vista de helicóptero y todo el mundo estaba hombro con hombro, unos treinta kilómetros en esta dirección y ochenta kilómetros en la otra dirección, así parecía de todas formas, y casi el único espacio abierto era donde estaba Tomás, un claro de unos cincuenta metros de diámetro con sus apóstoles haciendo un círculo cerrado para protegerlo.
¿Adonde iba esta multitud puesto que no podía entrar en Atlantic City? Pues, dijo Tomás, todo el mundo simplemente marchará por la costa de Jersey y se dispersará a lo largo de la playa desde Long Beach Island hasta Sandy Hook. Cuando oí eso, quería meterme en el coche y arrancar para —quizá— Montana, pero ya era demasiado tarde, los que marchaban ya estaban en camino, todas las carreteras principales estaban atascadas por ellos. Subí a la terraza con nuestros prismáticos y pude ver los primeros cruzando el arrecife; caminaban setenta uochenta en fondo, un mar de caras detrás de ellos, como las hordas mongoles de Gengis-Khan. Un enjambre se dirigía al sur, hacia Beach Haven, y el otro venía hacia el norte por Surf City, Loveladies y Harvey Cedars, en dirección hacia nosotros. Miles y miles y miles de ellos. Nuestra isla es larga y flaca como cualquier punta de arena costera, y está bastante edificada por el lado de la playa y por el lado de la bahía también, sin ningún espacio abierto salvo las calles estrechas, y no había sitio para toda esa gente. Pero seguían llegando, y mientras observaba por los prismáticos pensé que me mareaba porque imaginé que algunas de las casas por el lado de la playa se movían también, y entonces me di cuenta de que las casas sí se movían, y algunas de las más frágiles estaban siendo arrancadas completamente de sus cimientos por la presión de la humanidad. Volcadas y trituradas bajo los pies, casas enteras, ¿te imaginas? Le dije a Lucy que rezara, pero ya lo estaba haciendo, y preparé mi escopeta porque creía que por lo menos había que tratar de protegernos, pero le dije que probablemente éste iba a ser nuestro último día vivos y la besé y nos dijimos qué bueno había sido, todo eso, cincuenta y tres años juntos. Y entonces la multitud vino derramándose por nuestra parte de la isla. Corriendo hacia la playa. Una multitud furiosa y loca.
Y estaba allí Tomás, cerca de nuestra casa. Más grande que yo pensaba que sería, el pelo y la barba todo enmarañados, tenía la cara roja y la piel desprendiéndosele por la quemadura de sol —estaba tan cerca que podía ver la quemadura— y él estaba quieto en medio de su círculo de apóstoles, y gritaba por un megáfono, pero no importa cuánta amplificación le daban a los altavoces del helicóptero arriba, era imposible entender nada de lo que decía. Saúl Kraft estaba junto a él. Parecía pálido y con miedo. La gente iba echándose al agua, algunos completamente vestidos y otros en cueros vivos, hasta que el borde de la playa estuvo atestado hasta donde empieza el rompeolas. Mientras más y más gente entraba en el agua atropelladamente, los más alejados fueron empujados hacia el agua profunda, y creo que fue entonces cuando empezaron a ahogarse. Sé que vi a unos cuantos que agitaban las manos y daban patadas y gritaban pidiendo socorro e iban siendo barridos mar adentro. Tomás se quedó en la playa, gritando por el megáfono. Debió de haberse dado cuenta de que todo estaba fuera de control, pero no había nada que pudiera hacer. Hasta ese momento, el empuje de la multitud fue todo hacia adelante, hacia el mar, pero luego hubo un cambio en la corriente de cuerpos: algunos de los que estaban en el agua trataban de abrirse paso a la fuerza hacia tierra; y chocaron de cabeza con los que iban en dirección contraria. Pensé que salían del agua por no ahogarse, pero entonces vi las manchas negras en su ropa y pensé, ¡la capa de crudo! Y sí, estaba ahí, no abajo cerca de Atlantic City, sino acá cerca de nosotros, a poca distancia de la playa, y moviéndose hacia la ribera. La gente del agua se empantanaba en ella, se manchaba la cara, el pelo, todo, pero no podía llegar a la ribera por la corriente humana que se lanzaba todavía en dirección opuesta. Entonces fue cuando empezaron a pisotearse, mientras los que salían del agua, tosiendo, atragantándose y cegados por el petróleo, caían bajo los pies de aquellos que todavía intentaban meterse en el mar.
Miré a Tomás otra vez y estaba como un loco. Tenía la cara enloquecida y había tirado el megáfono y sólo chillaba, con las cuerdas frenéticas resaltando en su cuello y su frente. Saúl Kraft se le acercó y le dijo algo y Tomás dio la vuelta como la ira de Dios, y giró y se estiró y aplastó las manos como dos porras sobre la cabeza de Saúl Kraft, y sabes que Saúl Kraft es un hombre pequeño y cayó como muerto, con la cara llena de sangre. Dos o tres apóstoles le levantaron y le llevaron a una de las casas de la playa. En ese instante alguien logró deslizarse por el cordón de apóstoles y fue corriendo hacia Tomás. Era un hombre bajo y regordete y llevaba la vestidura de una de las nuevas religiones, un esperador o propiciador o que sé yo, y tenía en la mano un hacha-láser. Le gritó algo a Tomás y levantó el hacha. Pero Tomás se movió hacia él y se estiró tan alto que el asesino parecía encogerse, y el hombre tenía tanto miedo que no podía hacer nada. Tomás extendió la mano y le quitó el hacha de su mano y la arrojó a un lado. Entonces agarró al hombre y empezó a golpearle, puñetazos tremendos a corta distancia, pum, pum, pum, casi haciéndole saltar la cabeza. Tomás no parecía humano mientras hacía eso. Era algún tipo de máquina de destrucción. Estaba bramando, rugiendo y echando espuma por la boca, y estaba golpeando con este terrible ritmo mortal, pum, pum, pum. Al fin se paró y tomó al hombre en las dos manos y lo arrojó a través de la playa, como tirarías un muñeco de trapo. El hombre voló quizá siete metros y aterrizó y no se movió. Estoy seguro que Tomás lo mató a golpes. He aquí tu santo profeta, un santo de Dios. De repente, todo su aspecto cambió: se puso terriblemente tranquilo, casi helado, erguido allí con los brazos colgados y los hombros alzados y el pecho jadeando de todos esos golpes. Y se echó a llorar. Su cara se agrietó como el hielo de invierno sobre una laguna de primavera y yo vi las lágrimas. Nunca me olvidaré de eso: Tomás el Proclamador completamente solo en medio de ese manicomio de la playa, sollozando como una viuda reciente.