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Kraft, con los labios firmemente apretados, cambia de estación. La voz de barítono resonante le persigue.

—que se mantenga la paz y que se fortalezcan las fuerzas de la justicia en—

Kraft enciende el televisor. La pantalla no muestra nada salvo el emblema del canal. En la parte superior de la pantalla brilla, en verde-esmeralda, un rótulo:

LA SUPUESTA VOZ DE DIOS

y en la parte inferior, en escarlata frenético, la segunda leyenda:

POR TRANSMISIÓN DIRECTA DE LA LUNA

La Deidad, mientras tanto, ha pasado suavemente a nuevos temas. Todos los problemas del mundo, observa Él, se pueden atribuir al crecimiento y la propagación del socialismo ateo. El falso profeta Carlos Marx, ayudado por el Anti-Cristo Lenin y los demonios subsidiarios Stalin y Mao, han soltado en el mundo una plaga de impiedad que ha envenenado el siglo veinte entero y, ahora, al amanecer del siglo veintiuno hay que erradicarla. Durante mucho tiempo la gente devota y fervorosa del mundo resistía las perniciosas doctrinas bolcheviques, sigue Dios, con Su voz aún lúcida y razonable; pero en los últimos veinte años se ha efectuado un convenio con los poderes de las tinieblas y esto ha permitido que la corrupción propagadora contagie a países tan espléndidamente rectos como el Japón, el Brasil, la República Federal Alemana, y el propio país amado de Dios, los Estados Unidos de América. La detestable filosofía de la coexistencia ha llevado paso a paso a una trampa a las fuerzas del bien, y como resultado...

Kraft encuentra bastante raro todo esto. ¿Habla Dios a todas las naciones en inglés, o habla japonés con los japoneses, hebreo con los israelíes, croata con los croatas, búlgaro con los búlgaros? ¿Y cuándo se hizo Dios un defensor tan leal de la ética capitalista? Kraft recuerda algo sobre el acto de arrojar a los mercaderes del templo hace mucho tiempo. Pero ahora parece que la voz de Dios está exigiendo una guerra santa contra el comunismo. Kraft le oye llamar a las legiones de los consagrados para atacar al enemigo marxista dondequiera que flamee la bandera roja. Que saqueen embajadas y consulados, que incendien las casas de izquierdistas ardientes, que destruyan bibliotecas y otras fuentes de propaganda peligrosa, aconseja el Señor. Lo dice todo con un tono equilibrado y civilizado.

De pronto, en medio de la frase, la voz del Todopoderoso desaparece de las ondas aéreas. Poco después, un locutor, incapaz de ocultar su mortificación, declara que la transmisión fue una broma ingeniada por técnicos aburridos de una estación-satélite de redifusión. Se han empezado investigaciones con objeto de determinar cómo se dejaron persuadir tantas estaciones de radio y televisión para transmitirlo como una noticia de interés público. Pero para muchos marxistas irreligiosos la revelación llega tarde. Los exigidos saqueos y asaltos han ocurrido en decenas de ciudades. Centenares de diplomáticos, guardias y empleados de oficina han sido asesinados por muchedumbres enloquecidas empeñadas en hacer la obra del Señor. Los daños a la propiedad son inmensos. Una crisis internacional está en desarrollo y hay informes dispersos de represalias contra ciudadanos americanos en varios países de Europa oriental. Vivimos días extraños, se dice Kraft. Reza. Por sí mismo. Por Tomás. Por toda la humanidad. Señor, ten piedad. Amén. Amén. Amén.

13

El entierro de la fe

El curso de la marcha empieza al límite de la ciudad y va hacia el oeste, alejándose del centro, hacia el laberinto suburbano. Los que marchan —por lo menos mil personas— caminan con grandes, vigorosos pasos a pesar del calor opresivo y húmedo que les envuelve. Van adelante, cruzando frente al parque, que aparece denso con las hojas verde-oscuras del verano tardío; frente al cruce de trébol de la carretera, frente a una fila de moteles y gasolineras incendiados, frente al depósito de agua bombardeado, frente a los cementerios, camino al vertedero municipal.

Gifford, encabezando la procesión larga y solemne, viste ropa corriente de dar clase: un par de gastados pantalones color caqui, una ancha camisa gris y viejas sandalias de cuero. Originalmente, se había hablado de que deberían ir los discernidores más importantes vestidos con sus togas académicas, pero Gifford lo vetó alegando que no estaría en armonía con el espíritu de la ceremonia. Hoy iban a dar sepultura a todas las viejas supersticiones y pomposidades; ¿por qué entonces, adornar a los principales iconoclastas con vestuario hierático como si fueran sacerdotes, como si este nuevo credo fuera a estar tan lleno de mojiganga como las religiones anticuadas que esperaba reemplazar?

Como los que marchan van vestidos de forma tan sencilla, es aún más llamativo el contraste entre las prendas modestas que llevan y los objetos eclesiásticos de opulenta textura que transportan. Nadie va con las manos vacías: cada uno tiene alguna vestimenta, algún artefacto sagrado, alguna obra de escritura. Colgada del brazo izquierdo Gifford lleva una gran alba blanca, trabajosamente bordada, de la que pende un cíngulo sedoso. El hombre que va detrás de él porta una dalmática de diácono; el tercero, una hermosa casulla; el cuarto, una capa consistorial espléndida. El resto de los aparejos sacerdotales viene inmediatamente detrás: amito, estola, manípulo, griñón. Una mujer de ojos escarchados, ya de edad bien avanzada, blande en el aire un báculo; el hombre de al lado lleva una mitra en la cabeza, puesta formando un ángulo gallardamente burlesco. He aquí sotanas, sobrepellices, capuchos, solideos, sobrepellices cortas, roquetes, mucetas, manteletes, sobrepellices de obispo, y mucho más; prácticamente todo, excepto la misma tiara papal. He aquí cálices, crucifijos, turíbulos, pilas de agua bendita; tres hombres se esfuerzan bajo el peso de un fragmento maravillosamente tallado de un pulpito; una pequeña banda de caminantes exhibe los pertrechos de la Ortodoxia Griega: rhasa, sticharia, epitrachelia y epimanikia, skkoi, epigonatia, zonas, omophoria; blanden iconos y enkolpia, dikerotrikera y dikanikion. Se ven austeras sotanas presbiterianas y yarmulkes y tallithim y tfilin rabínicos. Más atrás, en la procesión, se pueden observar objetos santos más exóticos: molinillos de oraciones y tonkas, sudras y kustis, ídolos de cincuenta clases, cosas sagradas de los confucionistas, shintoístas, parsis, budistas de la rama mahayana e hinayana, jainas, sikhs, animistas sin rito formal, y otros. Los que marchan tienen shofroth, mezuzuzoth, candelabros, patenas e incluso platillos para colectas; no se ha pasado por alto ningún elemento portátil de la fe. Y, por supuesto, los libros sagrados del mundo están bien representados: una infinidad de Antiguos y Nuevos Testamentos, el Corán, el Bhagavad-Gita, los Upanishads, el Tao Te Ching, los Vedas, el Vedanta Sutra, el Talmud, el Libro de los Muertos y más. Gifford ha tenido el estómago algo revuelto a causa de la destrucción de libros; porque es un acto con feas resonancias; pero éstos son tiempos extremos y se requieren medidas extremas. Por lo tanto, él ha dado su permiso incluso para hacer esto.

Muchos objetos que llevan los caminantes fueron donados libremente, en su mayor parte por malhumorados miembros de congregaciones; recibieron algunas cosas de los mismos clérigos enemistados. Otra materia vino principalmente de iglesias o de museos saqueados durante los disturbios civiles. Pero los discernidores no hicieron ningún saqueo propio; simplemente han aceptado donaciones y recogido algunos artefactos que los amotinados arrojaron a las calles. En este punto Gifford es muy rígido: está prohibida la adquisición de materiales por fuerza. Así se ven hoy escasos ejemplos de las vestiduras y los emblemas de los credos recién fundados, puesto que esperadores y propiciadores y sus semejantes apenas estarían dispuestos a contribuir al festival de destrucción de Gifford.

Ya han llegado al vertedero municipal. Es un vasto y llano erial, de una sorprendente apariencia aséptica: hay grandes zonas de prado, y los terrenos incultos del vertedero están nivelados y cubiertos de abono, en preparación para la proyectada siembra otoñal de hierba. Los caminantes dejan sus cargas y los principales discernidores se presentan a coger palas y azadas de un camión que les ha acompañado. Gifford mira hacia arriba; helicópteros dan vueltas y cámaras de televisión se erizan en el cielo. Este acontecimiento tendrá cobertura extensa. Gifford da la vuelta y mira hacia los otros y entona: