—Que esta ceremonia señale el fin de todas las ceremonias. Que este rito introduzca una época sin ritos. Que reine la razón para siempre.
Gifford mismo levanta la primera palada de tierra. Ahora los demás cavadores empiezan a trabajar, a preparar una zanja de tres metros de profundidad, de tres o cuatro metros de ancho. El mantillo se desprende fácilmente, revelando estratos de latas, juguetes rotos, televisores deshechos, llantas de automóvil y rastrillos de jardinería. Un montón de escombros empieza a crecer mientras el equipo de cavadores sigue su tarea; pronto se abre un hoyo poco profundo. Aunque es una hora avanzada de la tarde, no ha disminuido el calor; los que cavan están sudando copiosamente. Descansan con frecuencia y jadean, apoyados en las herramientas. Mientras tanto, los que no cavan están quietos, sin dejar en el suelo lo que llevan en las manos.
El crepúsculo está cerca antes de que Gifford decida si la zanja es adecuada. Otra vez mira hacia arriba, a las cámaras, otra vez se vuelve, para mirar a sus seguidores.
Dice:
—En este día enterramos cien mil años de superstición. Damos sepultura a los viejos ídolos, las viejas fantasías, los viejos errores, las viejas mentiras. La edad de la fe se ha acabado, está terminada; la época de la seguridad se abre. Ya no tenemos necesidad de teólogos para especular sobre la manera apropiada de adorar al Señor; ya no tenemos necesidad de sacerdotes para mediar entre nosotros y Él; ya no tenemos necesidad de escrituras hechas por el hombre que pretendan interpretar Su naturaleza. Todos hemos sentido Su mano sobre nuestro mundo, y ha llegado la hora de acercarnos a Él con ojos lúcidos y con la mente serena y abierta. Por lo tanto, devolvemos a la tierra estas reliquias de épocas pasadas y llamamos a todos los hombres y mujeres discernientes en todas partes a que se reúnan con nosotros en esta ceremonia de renuncia.
Hace una señal. Uno a uno los discernidores avanzan al borde del foso. Uno a uno lanzan hacia adentro sus cargas: albas, casullas, capas, mitras, Coranes, Upanishads, yarmulkes, crucifijos. Nadie se da prisa: el Entierro de la Fe es un asunto serio. Mientras sigue, un redoblar de tambor de apagados truenos distantes retumba a lo largo del horizonte. ¿Una tormenta en camino? Sólo relámpagos de calor, tal vez, decide Gifford. Continúa la ceremonia. Adentro el manípulo. Adentro el shofar. Adentro la sotana. Truenos otra vez: más fuertes, más concretos. Se oscurece el cielo. Gifford intenta acelerar el ritmo de la ceremonia, llamando con señas a los discernidores que se adelanten a dejar caer su botín. Una espada de relámpago taja los cielos y esta vez el trueno en responso llega casi instantáneamente, ca-doc. Unas cuantas gotas de lluvia. El pronóstico del tiempo estaba equivocado. Una molestia, pero sin daño verdadero. Otra ráfaga de relámpago. Un estrépito tremendo. Ése habrá caído sólo a unos cientos de metros. Hay algunas risas nerviosas.
—Hemos fastidiado a Zeus —dice alguien—. Está echando rayos.
No le hace gracia a Gifford; le gustan las ironías, pero ahora, no; ahora, no. Y se da cuenta de que se ha hecho lo bastante crédulo desde el seis de junio como para estar preocupado, al menos en forma marginal, por si el Todopoderoso podría estar a punto de castigar a esta sacrílega banda de discernidores. Un fogonazo otra vez. ¡Ca-doc! Ahora las nubes se rajan por completo y torrentes de lluvia descienden de golpe. En unos momentos las camisas están pegadas a la piel, el fondo del foso se vuelve barro, riachuelos empiezan a correr por el vertedero.
Y entonces, como si hubieran proyectado la tormenta para sus propios fines, una multitud de gentes con caras feroces, con vestiduras chillonas irrumpen a la vista. Esgrimen porras, horquillas, mangos de rastrillos, cuchillas de carnicero y otras armas improvisadas; gritan refranes incoherentes e ininteligibles; se lanzan hacia el grupo de discernidores repartiendo vigorosos golpes a diestra y siniestra.
—¡Muerte a los blasfemos ateos! —es lo que chillan, y frases semejantes.
¿Quiénes son?, se pregunta Gifford. Tal vez una coalición de todos los cultistas. Los helicópteros de la televisión descienden para mejor captar la refriega, y están allí colgados, fuera del alcance, a ocho o diez metros por encima de la lucha. Sus poderosos proyectores dan iluminación apocalíptica. Gifford encuentra unas manos en su cuello: una mujer enloquecida, aullando, grotesca. Él la empuja a un lado y ella cae dentro de la fosa; aterriza sobre una pila de biblias con costra de barro. Una frenética estampida ha comenzado; su gente corre por todas partes, perseguidos por los vengativos siervos del Señor, que esgrimen sus armas con jubileo vindicativo. Gifford ve caer a sus amigos, heridos, golpeados, tal vez asesinados. ¿Dónde está la policía? ¿Por qué no dan protección?
—¡A matar a todos los blasfemos! —una voz maniática chilla cerca de él.
Gira rápido, listo para defenderse. Una horquilla. Siente una extraña y fría claridad mental, y se acerca velozmente haciendo fintas, agarra el mango de la horquilla y lo arrebata a su enemigo. La lluvia redobla su fuerza; una cortina de agua cae entre Gifford y el otro, y cuando logra ver de nuevo, está solo, al borde de la fosa. Arroja la horquilla a la fosa y al instante desea haberla guardado, porque tres de los de las vestiduras se le acercan. Arranca con un cauteloso trote, intenta alejarse de ellos, corre ya en un rápido arranque de velocidad, y da un resbalón en el barro. Aterriza en un charco; tiene el sabor del barro en la boca; está falto de aliento, aterrado, sin poder levantarse. Se tiran encima de él.
—Espera —dice—. ¡Es una locura! —Uno de ellos tiene una porra—. No —murmura Gifford—. No. No. No. No.
14
El séptimo sello
1. Y cuando él abrió el séptimo sello, fue hecho silencio en el cielo casi por media hora.
2. Y vi los siete ángeles que estaban delante de Dios; y les fueron dadas siete trompetas.
3. Y otro ángel vino y se paró delante del altar, teniendo un incensario de oro; y le fueron dados muchos inciensos para las oraciones de todos los santos sobre el altar de oro que estaba delante del trono.
4. Y el humo de los inciensos subió de la mano del ángel, delante de Dios, a las oraciones de los santos.
5. Y el ángel tomó el incensario y lo llenó del fuego del altar, y echólo en la tierra; y fueron hechos truenos, y voces, y relámpagos, y terremoto.
6. Y los siete ángeles que tenían las siete trompetas se aparejaron para tocar.
7. Y el primer ángel tocó la trompeta y fue hecho granizo, y fuego, mezclado con sangre, y fueron arrojados a la tierra; y la tercera parte de los árboles fue quemada, y quemóse toda la yerba verde.
8. Y el segundo ángel tocó la trompeta, y como un gran monte ardiente con fuego fue lanzado en el mar, y la tercera parte del mar se tornó sangre.
9. Y murió la tercera parte de las criaturas que estaban en la mar, las cuales tenían vida; y la tercera parte de los navíos pereció.
10. Y el tercer ángel tocó la trompeta y cayó del cielo una gran estrella ardiendo como una antorcha, y cayó en la tercera parte de los ríos y en las fuentes de las aguas.
11. Y el nombre de la estrella se dice Ajenjo. Y la tercera parte de las aguas fue convertida en ajenjo; y muchos hombres murieron por las aguas, porque fueron hechas amargas.