«Los cálculos demuestran ahora que el período de rotación de la Tierra y el período de revolución se han igualado de repente; o sea, la duración del día y la del año es la misma. Esto inmoviliza la Tierra en su actual posición con respecto al Sol, de modo que el lado de la Tierra que ahora disfruta de la luz del día seguirá así indefinidamente, mientras que el otro lado se quedará bajo la noche permanente. Otros efectos del retraso que se hubieran esperado incluyen la inundación de las zonas litorales, el derrumbe de la mayoría de los edificios, y una serie de terremotos y erupciones de volcanes, pero nada de eso parece haber ocurrido. Por el momento, no tenemos una explicación racional de todo esto, y confieso que es una gran tentación decir que Tomás el Proclamador se lo debía de haber ingeniado para conseguirse el milagro, porque aparentemente no hay otra manera de...»
—... Yo soy Alfa y Omega, el principio y el fin, dice el Señor, que es, y que era, y que ha de venir, el Todopoderoso.
Con un rabioso golpe del dedo, Tomás silencia todas las voces alborotadas de la radio. ¡Alfa y Omega! ¡Basura de los apocalipsistas! ¡Las boberías de predicadores histéricos saliendo a chorros de mil transmisores, envenenando el aire! Tomás odia a todos estos pregoneros del juicio final. Ninguno de ellos sabe nada. Nadie entiende. Su garganta se llena de una turbulencia de enfurecidas palabras incoherentes; casi le ahogan. Un sabor cobrizo de denuncias. Otra vez Kraft insiste en que hable; Tomás le echa una mirada colérica. ¿Por qué no habla Kraft mismo, una vez siquiera? Es un creyente más verdadero que yo. Él es el auténtico profeta. Pero claro, la idea es ridicula. Kraft no es elocuente, no tiene fuego. Sólo ideas y visiones. Dejaría a todos hechos astillas de aburrimiento. Tomás se rinde. Señala con los dedos.
—El micrófono —susurra—. Dame el micrófono.
Entre su cortejo hay una excitación agitada.
—¡Quiere el micrófono! —susurran—. ¡Dale el micrófono! —Mucha actividad entre los técnicos.
Kraft le entrega una placa de metal frío, apretándoselo en la mano del Proclamador. Hace una mueca, guiña el ojo.
—Hazles volar el corazón —murmura—. ¡Mándales en viaje! Todos esperan. En el valle las antorchas suben y bajan, serpentean; ¿han empezado a bailar allí abajo? Arriba, la luna picada mantiene agarrado su rincón del cielo en un apretado frío abrazo. Las estrellas están encadenadas en su sitio. Tomás respira profundamente, deja viajar el aire hacia adentro, hacia arriba, surgiendo hasta los apartados huecos de su cráneo. Espera a que le llegue el buen mareo, el boyante vigor que le suelta la lengua. Piensa que está listo ya para hablar. Escucha el canto desesperado: ¡To-más! ¡To-más! ¡To-más! Ha pasado más de la mitad del día desde su última declaración pública. Está tenso, vacío; ha ayunado durante este Día de la Señal y, por supuesto, no ha dormido. Nadie ha dormido.
—Amigos —comienza—. Amigos, soy Tomás.
Los amplificadores lanzan su voz. Mil altavoces que flotan en el aire recogen sus palabras que rebotan a través del valle, repercuten como ecos mellados. Oye gritos, chillidos espantosos; su propio nombre sube hacia él con distorsiones borrosas: ¡Too-mús! ¡Too-mús! ¡Too-mús!
—Casi un día entero ha transcurrido —dice— desde que el Señor nos dio la Señal que pedimos. Para nosotros ha sido un largo día de oscuridad, y para otros ha sido un día de extraña luz, y para todos ha habido miedo. Pero esto os digo ahora: NO... TENGÁIS... MIEDO. Porque el Señor es bueno y nosotros somos del Señor.
Ahora, pausa. No sólo para el efecto: Su garganta está rabiosa. Hace señas furiosas y Kraft, ceñudo, le entrega un frasco. Tomás toma un gran trago del buen vino rojo, fresco, fuerte. Ah. Echa una mirada hacia la pantalla que está a su lado, la imagen del videocaptor retransmitida desde el valle. ¡Qué locura allí abajo! Frenéticos, ojos saltones, sudados locos, medio desnudos y más, giran, saltan. Clamando su nombre, invocándole como si fuera divino. ¡Too-mús! ¡Too-mús!
—Hay los que os dicen ahora —sigue Tomás— que el fin de los días está a mano, que ha venido el día del juicio. Hablan de Apocalipsis y la ira de Dios. ¿Y qué digo yo a eso? Digo: NO... TENGÁIS... MIEDO. El Señor Dios es el Dios de la misericordia. Le pedimos una Señal y fue dada una Señal. ¿No debemos alegrarnos por eso? Ahora podemos estar seguros de Su Presencia y de Su consejo. No hagáis caso a los anunciadores del juicio final. Dejad el miedo atrás. ¡Vivimos ahora en el amor de Dios!
Tomás para de nuevo. Por primera vez, que se acuerde, siente que no domina a su público. ¿Hay algo de comunicación? ¿Está tocando la cuerda sensible? ¿O ya ha empezado a perderlos? Quizá fue un error dejar que Kraft le molestara hasta hacerle hablar antes de tiempo. Pensaba que estaba listo. Quizá no. Ahora ve que Kraft le mira fijamente, horrorizado, haciéndole gestos para que hable, diciéndole silenciosamente: ¡De una vez, tienes que seguir hablando ahora, anda! La confianza de Tomás se tambalea un momento, el terror inunda su alma, porque sabe que si falla en este punto, bien puede ser destruido por las mismas fuerzas que él ha desencadenado. Vacilando al borde del abismo, busca desesperado su acostumbrada confianza. ¿Dónde está esa columna inflexible de palabras que siempre surge espontáneamente de sus entrañas? Otro trago de vino, rápido. Bien. Kraft, frotándose las manos, nervioso, intenta una sonrisa para animarle. Tomás tira de su pelo. Endereza los hombros, saca el pecho. ¡No tengáis miedo! Siente que le vuelve el control después del lapso aterrador. Son suyos, todos los que escuchan. Siempre han sido suyos. ¿Qué están clamando ahora en el valle? Ya no su nombre; algún grito nuevo. Pone tenso el oído para entender. Dos palabras. ¿Qué son? ¡De-dol! ¡De-dol! ¡De-dol! ¿Qué? ¡De-dol! ¡De-dol! ¡De-dol! ¡To-mús, de-dol! ¿Qué? ¿Qué?
—El sol —dice Kraft.
¿El sol? Sí. Quieren el sol.
—¡El sol! ¡El sol! ¡El sol!
—El sol —Tomás dice—. Sí. Hoy el sol se queda quieto, como nuestra Señal de Él. ¡NO TENGÁIS MIEDO! Un largo amanecer sobre Jerusalén ha decretado Él, y una larga noche para nosotros, pero no tan, tan larga, y pronto transcurrirá. —Tomás nota surgir el poder al fin. Kraft asiente con la cabeza, mirándole, y Tomás hace lo mismo y escupe un chorro de vino a los pies de Kraft. Está consciente de ese sentimiento de riesgo donde encuentra la alegría de profetizar. Yo pondré de manifiesto lo que veo, y confiaré en Dios, que Él lo haga real. Ese sentimiento del riesgo aceptado, del triunfo sobre la duda. Con calma dice:— Terminará el Día de la Señal dentro de unos minutos. Una vez más el mundo girará, y la luna y las estrellas se moverán cruzando el cielo. Ahora, bajad vuestras antorchas, e iros a casa y ofreced alegres oraciones de gratitud a Dios, porque pasará esta noche, y vendrá el amanecer a la hora designada.
¿Cómo sabes, Tomás? ¿Por qué estás tan seguro?
Entrega el micrófono a Saúl Kraft y pide más vino. A su alrededor, hay caras tensas, ojos rígidos, mandíbulas encajadas. Tomás sonríe. Anda de un lado a otro entre ellos, da palmadas en los hombros, les golpea los brazos, se ríe, les abraza; con guiños burlones, juguetón, mete los dedos en las costillas. ¡Confiad, vosotros que seguís mi camino! ¿No compartís mi fe en Él? Pregunta a Kraft cómo ha salido. Bien, dice Kraft, salvo ese momento incómodo en medio. Tomás le da una palmada en el hombro, tan fuerte como para aflojarle los dientes. El bueno de Saúl. Mi inspiración, mi consejero, mi guía. Tomás empuja su frasco hacia la cara de Kraft. Kraft lo rechaza con la cabeza. Es quisquilloso en cuanto al beber, en cuanto al decoro en general, tan decoroso es él como Tomás malafamado. Tienes mala opinión de mí, ¿verdad, Saúl? Pero te hace falta mi carisma. Necesitas de mi energía y de mi voz grande y alta. Qué pena, Saúl, que los profetas no sean tan limpios y domesticados como te gustaría que fueran.