¿Y si tienen razón? ¿Y si el mundo sí acaba el primero de enero y vamos al fuego del infierno? Imposible. Disparatado. Absurdo. Pero, sin embargo, ¿quién lo puede decir? Apenas la semana pasada, la Tierra se quedó quieta un día entero. Vivimos ahora bajo Su mano. Siempre ha sido así, pero ya no tenemos la libertad para dudarlo. Ya no podemos negar que está allá arriba, observándonos, escuchándonos, pensando en nosotros. Y si se acerca el fin de veras, como creen los locos bailarines, ¿qué debo hacer para prepararme? ¿Debo unirme al baile? Dios me ayude. Que Dios nos ayude a todos. Ahora cae la oscuridad. Mira a los locos fanáticos revolcándose en el lago.
—¡Aleluya! ¡Amén!
3
El sueño de la razón produce monstruos
Cuando yo tenía unos siete años, que quiere decir un día de los últimos años de la década de los sesenta, estaba jugando enfrente de la casa, una mañana de domingo, quizá cazando al acecho de unas mariquitas para mi colección de insectos, cuando tres pecosos chicos irlandeses que vivían en la manzana próxima cruzaron por allí paseando. Regresaban de la iglesia a casa. El menor tenía mi edad, y los otros dos tendrían ocho o nueve años. Para mí eran muchachones: harapientos, fuertes, jactanciosos, extranjeros. Mi padre era catedrático de la Universidad y el suyo era seguramente un revisor de autobuses o un minero del carbón, y así resultaban tan extraños para mí como lo hubieran sido tres turistas de la Patagonia. Se detuvieron y me observaron un momento y entonces el más grande me llamó a la calle y me preguntó cómo era que nunca me veían en la iglesia los domingos.
La cosa más simple y más discreta que hubiera podido decirles, habría sido que sucedía que yo no era católico. Y era verdad. Creo que la única cosa que querían saber era a cuál iglesia sí asistía yo, puesto que evidentemente no asistía a la suya. ¿Era yo judío, mahometano, presbiteriano, bautista, qué? Pero yo era un pequeño mocoso repipi entonces, y en vez de tratar la situación con diplomacia, les dije alegremente que no iba a la iglesia porque no creía en Dios.
Me miraron como si acabara de sonarme la nariz con la bandera americana.
—¿Repite eso? —me mandó el más grande.
—Que no creo en Dios —dije—. La religión es una gran estafa. Mi padre lo dice y creo que tiene razón.
Arrugaron la frente y se echaron unos pasos atrás y se consultaron en voz baja e intensa con muchas miradas hacia mí. Evidentemente yo era el primer ateo que habían encontrado. Yo suponía que ahora íbamos a tener un debate acerca de la existencia de la Deidad: Me explicarían los motivos que les habían llevado a gastar tantas horas valiosas de rodillas dentro de la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, y luego yo intentaría demostrarles qué tonto resultaba preocuparse tanto por un viejo invisible en el cielo. Pero una disputa teológica no era de su estilo. Salieron de su conferencia y se me acercaron lentamente, y de repente noté la amenaza en sus ojos, y en el momento que los dos pequeños arremetían contra mí, me deslicé hacia un lado y empecé a correr. Ellos tenían las piernas más largas pero yo era más ágil; además, yo estaba en mi propia manzana y conocía el terreno mejor. Corrí a toda velocidad hasta llegar a la mitad de la manzana, me lancé hacia un callejón, pasé por el sitio abierto entre la cerca y el garaje de los Allerton, volví calle arriba por la callejuela de atrás, y llegué sin peligro a mi casa por la puerta de la cocina. Durante el siguiente par de días, me quedaba cerca de la casa después de salir del colegio y me mantenía en cautelosa alerta, pero los píos mozos irlandeses no pasaron por allí otra vez para castigar al blasfemo. Después de eso aprendí a tener más cuidado al expresar mis opiniones en cuanto a asuntos religiosos.
Pero nunca llegué a ser creyente. Tenía una propensión natural hacia el escepticismo. Si no puedes medirlo, no existe. Eso incluía no sólo al Viejo Barbudo y Su Unigénito Hijo, sino también, a todo el otro equipaje místico que le gustaba a la gente llevar encima en esos tensos años crédulos; los platillos volantes, el budismo zen, el culto de la Atlántida, Hare Krisna, la macrobiótica, la telepatía y otras especies de percepción extrasensorial, la teosofía, el culto a la entropía, la astrología y tal. Estaba dispuesto a aceptar neutrinos, quasars, la teoría de la deriva continental y las varias especies de quarks, porque respetaba la evidencia de su existencia; no podía tragar los otros disparates, disparates irracionales, el variado surtido de los opios de las masas. Cuando la Luna está en la séptima casa, etc., etc. —lo siento, no—. Me aferré a la senda de la razón mientras hacía mi inquieto viaje hacia la madurez, y el pequeño, práctico Billy Gifford, sabelotodo coleccionista de bichos, se quedaba sin pertenecer a ninguna iglesia mientras se maduraba hacia el profesor William F. Gifford, doctor en Filosofía de la Facultad de Física, Harvard. No sentía hostilidad hacia la religión organizada, simplemente no le hacía caso, como podría no hacer caso a un informe periodístico sobre una competición de jai-alai en Afganistán.
Envidiaba a los fieles su fe, oh, sí. Cuando los oscuros tiempos se oscurecieron aún más, ¡qué dulce debería haber sido correr a Nuestra Señora de los Dolores en busca de consuelo! Ellos podían rezar, ellos tenían la ilusión de que un plan divino gobernara este mundo, el mejor de todos los mundos posibles, mientras yo estaba abandonado en un desolado limbo tormentoso, desconsoladamente consciente de que el mundo no tiene sentido y de que la única verdad universal que hay es que la Entropía Gana a la Larga.
Había veces en las que sinceramente quería poder rezar, en las que estaba cansado de operar solamente con mi propio capital existencial, en las que quería humillarme y gritar, Vale, Señor, me rindo, encárgate Tú desde ahora en adelante. Pensaba pedirle favores. Dios, que baje la fiebre de mi hijita. Que no se estrelle mi avión. Que no maten a tiros a este Presidente, también. Que las razas aprendan a vivir en paz antes de que los negros encuentren tiempo de pegar fuego a mi calle. Que los estudiantes ilustrados y amantes de la paz no pongan bombas en el centro de computadoras este semestre. Que el próximo escándalo de drogas en el jardín de la infancia no estalle en la escuela de mi hijo. Que el león se eche junto al cordero. Mientras volamos zumbando en el tren Caos Expreso, a veces sentía la tentación hacia la piedad como los píos sienten la tentación hacia el pecado. Pero mi amor a la razón divina no me dejaba camino para escoger lo irracional. Llámalo dureza de cerviz, llámalo egolatría desenfrenada: No le importaba lo mal que se pusieran las cosas, Bill Gifford no iba a someterse a la tiranía de un espantajo. Aunque fuera benévolo. Aunque tenía favores que pedirle a Él. Tanto que pedir, tan poca fe. La honradez intelectual über alles, Gifford. Mientras, cada año las cosas estaban un poco peor que el año anterior.
Cuando era joven, en los años setenta, estaba de moda entre la gente preparada y seria reunirse y decirse que la civilización occidental estaba cayéndose en ruinas. Los alemanes tenían una palabra para eso: Sehadenfreude, el placer que se saca de hablar de catástrofes. Y los setenta estaban ensombrecidos por catástrofes, verdaderas o esperadas: el aumento de la polución, la explosión demográfica, Vietnam y todas las pequeñas Vietnamés, el transporte supersónico, el separatismo negro, la reacción violenta de los blancos, la inquietud entre los estudiantes, la liberación femenina extremista, el neofascismo de la Nueva Izquierda, el neonihilismo de la Nueva Derecha, un centenar de otras variedades de la irracionalidad dinámica marchando a todo vapor, sí, combustible en abundancia para el síndrome de Schadenfreude. Sí, mis padres y sus amigos civilizados dicen solemnes, tristes, jubilosos: Todo está estallando, todo se hunde, todo se va silbando por el desagüe. A través del tufo de la marihuana del sábado por la noche, llegaban las inevitables citas ominosas de Yeats: Las cosas se caen a pedazos; el centro no puede sostenerse: La mera anarquía se desata sobre el mundo. Bien, ¿qué vamos a hacer ahora? Quizá ahora está de veras fuera de nuestro control. Hermanos, ¿recemos? ¡Alzad la voz hacia Él! Pero no puedo. Me sentiría un tremendo imbécil. Perdóname, Dios, ¡pero no debo negarte! Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están repletos de intensidad apasionada.