Выбрать главу

Y por supuesto todo se puso mucho más terrible de lo que esperaban realmente los anunciadores del juicio final de los años setenta. Incluso los que más profundamente gustaban de enumerar las calamidades venideras todavía pensaban, por debajo de su alegría siniestra, que de alguna manera la razón triunfaría al fin. El más sombrío Jeremías abrigaba esperanzas secretas de que las nobles resoluciones ecológicas se tradujeran por fin en acción significante para el medio ambiente, que la ascendente espiral loca del índice de la natalidad se cortara a tiempo, que la estridente retórica de los innumerables grupos de protesta se templara y se modulara mientras el tiempo les dejara ver el principio del cumplimiento de sus objetivos revolucionarios; pero no. Vinieron los 80, la década de mi adultez joven, y toda la histeria saltó hasta el próximo, más alto nivel de energía. Eso fue cuando empezamos a observar el Día de la Máscara de Antigás. La suspensión programada de la electricidad. El caos internacional, elegantemente orquestado, del Grupo para la Prosperidad de los Pueblos del Tercer Mundo. Los motines en los aeropuertos. Las lluvias negras. La Purga de las Computadoras. El Programa para la Pacificación del Brasil. La Lista de Libros Claude Harkins, acompañada por sus respectivas quemas de bibliotecas. La Acción Policiaca Ecológica. La Liga de la Pureza Genética y su contrapartida negra aún más espantosa. La Cruzada de Niños para la Cordura. La Guerra de Nueve Semanas. La Noche de los Rayos Láser. Hacía mucho que el centro dejó de sostenerse: ahora estábamos atados con correas a una rueda desbocada. En medio de las furias, yo hice mis estudios, me casé, engendré hijos, construí una carrera, luché contra el terror diario y, como todo el mundo, esperaba la inevitable calamidad final.

¿Quién duda de que vendría? Ni tú, ni yo. Y no esa extraña gente de ojos locos que surgió entre nosotros como oscuros tumores brotando de troncos podridos, los apocalipsistas, que elevaron la Schadenfreude al nivel sacramental y organizaron una religión extática del juicio final. El fin del mundo, nos dijeron, fue proyectado para el primero de enero de 2000 d. de J. C, y en esa fecha, 144.000 almas escogidas, que se habían «señalado» ante Dios por medio de la devoción y las buenas obras, se salvarían; a los demás, a nosotros pobres pecadores, nos arrastrarían delante del Juez. Yo podía ver el sentido. Aunque rechazaba su idea del Segundo Adviento, como rechacé el Primero hacía mucho, y aunque no compartía ni su confianza en la fecha exacta del Apocalipsis, ni sus conceptos de cómo se iba a escoger a los supervivientes, estaba de acuerdo con ellos que el fin estaba cerca. El hecho de que durante un cuarto de siglo hubiéramos estado exprimiendo gárrulas charlas frivolas para horas de cóctel sobre el colapso de la civilización occidental, no era garantía en sí de que la civilización occidental no fuera a derrumbarse; algunas de las cosas que le gusta a la gente decir en horas de cóctel pueden dar en el blanco. Como físico con un entendimiento decente del proceso de la entropía, encontré fácil la identificación de todas las señas de la avanzada decadencia sociaclass="underline" durante un siglo habíamos aumentado la complejidad de las funciones de la sociedad de manera que se requería un nivel de organización en constante aumento para hacer marchar las cosas, y durante mucho de ese tiempo había una tendencia simultánea hacia la total democracia universal, hacia un mundo consistente en varios miles de millones de repúblicas autónomas con un máximo de tres ciudadanos cada una. Cualquier sistema cerrado que experimenta agudos aumentos simultáneos de la complejidad mecánica y de la difusión entrópica, se cae a pedazos mucho antes de llegar a la distribución máxima de la energía. El sistema de acuerdos y contratos en el que se basa la civilización se destruye; cada interacción social, desde aparcar el coche hasta resolver una disputa de límites internacionales, pasa a ser un problema que se puede tratar sólo por medio de la fuerza, desde que todas las técnicas «civilizadas» de reconciliar los desacuerdos se han desechado como no pertinentes; cuando el reparto del correo es un asunto de negociación privada entre un ciudadano y su cartero, ¿qué esperanza hay para el reino de la razón? En alguna parte, de alguna manera, habíamos cruzado el punto del que no podíamos regresar —en 1984, 1972, quizá ese horrible día de noviembre de 1963, incluso— y nada podría salvarnos ahora de arrojarnos por encima del borde.

¿Nada?

Salido de Nevada nos llegó Tomás, el tosco, hirsuto Tomás, Tomás el Proclamador, elevándose por encima de las máquinas de juego y las ruedas de ruleta para gritar: ¡Si tenéis fe, os salvaréis! Un profeta anti-apocalipsista, nada menos, cuyo mensaje era que todavía se podría conservar la civilización, que aún no era demasiado tarde. La voz de la esperanza, el enemigo de la entropía, el nuevo Apóstol de la Paz. Aunque para la gente como yo, parecía tan loco y peludo y peligroso y espantosamente psicótico como los devotos del holocausto, porque él, como los apocalipsistas, traficaba con fuerzas que operaban fuera del reino de la cordura. Por derecho, él debería haber surgido del monte atrasado de Arkansas o de los rincones más locos de California, pero no fue así; era un ratón del desierto, de Nevada, un come-arenas Juan el Bautista de los últimos días. Un verdadero profeta de nuestros tiempos, además, raído, de mala fama, borrachín de vino, cínico. Capaz de comenzar un sermón mundialmente televisado con un eructo. Un ex-soldado que había arrojado napalm alegremente sobre provincias enteras durante el Programa de la Pacificación del Brasil. Un traficante temporero en alucinógenos falsos. Un carterista fino y experto en atascar computadoras. Se había dedicado al negocio del evangelismo porque pensaba que podría ganar unos dólares fácilmente, como buhonero del Evangelio y ladrón de cepillos, pero una cosa curiosa le pasó, afirmaba: que había visto al Señor, que había descubierto el error de su vida; se había inflamado con la justicia. Sin ocultar su mugriento pasado, ahora se ofrecía como la personificación de la redención: ¡Mirad vosotros, si yo puedo salvarme del pecado, hay esperanza para todos! La prensa y la radiotelevisión lo recogieron. Esa magnífica voz, esa gran mata de pelo espeso, esos ojos, esa confianza hipnótica: perfecto. Fue caminando de California a Florida para proclamar el milenio venidero. Y juntó seguidores, miles, millones, todos aquellos que no estaban dispuestos a dejar que empezase el Armagedón, y él les hacía rezar y rezar y rezar, y conducía reuniones de renovación de la fe, que se transmitían a Karachi y Katmandú y Addis Abeba y Shangai; no predicaba ninguna teología en particular, ningún escrito sagrado en particular, sino únicamente un liso teísmo ecuménico que casi cualquiera podía tragar, fuese confucionista o mahometano o hindú. Escuchad, dijo Tomás, Dios existe, alguna clase de ser todopoderoso allá lejos cuyo plan divino guía el universo, y Él nos cuida, ¡hay que creerlo! Y Él es bueno y no nos dejará en peligro si nos conformamos y seguimos Su senda. Y nos ha probado con todas estas penas para medir la profundidad de nuestra fe en Él. Así que ¡vamos a mostrarle, hermanos! Vamos a rezar juntos ¡alzar un gran grito hacia Él! Porque Él nos dará una Señal, sin duda, y los descreídos serán convertidos al fin, y la época de la pureza comenzará. La gente dijo, ¿por qué no hacemos la prueba? Tenemos mucho que ganar y nada que perder. Una versión vulgar de la vieja apuesta de Pascaclass="underline" si Él está allí de veras, nos puede ayudar; y si no está, sólo hemos gastado un poco de nuestro tiempo. Así que se fijó la hora de suplicar.