En los círculos sociales de los profesores, nos burlamos bastante de la idea entera; nosotros: tipos irritables, racionales y mundanos; pero a veces había un sabor nervioso en las bromas y un entusiasmo forzado en la risa, como si algunos de nosotros sospecháramos que quizá Pascal había ofrecido una ventaja bastante buena, o que quizá Tomás había dado con algo. Naturalmente yo estaba entre los escépticos, aunque, como siempre, no revelaba mis dudas. (La lección aprendida hace tiempo, escapándome por un pelo de los mozos irlandeses.) De veras, no había hecho mucho caso a Tomás y su mensaje, como tampoco a los resultados de juegos de fútbol, o los programas de video para niños: no era mi esfera, no era cosa mía. Pero mientras se acercaba el día de rezar, la vieja tentación me acosaba. Entrégate por fin, Gifford. Inclina la cabeza y rinde homenaje. Aunque es el mito que siempre has sabido que es, hazlo. ¡Hazlo! Yo discutía conmigo mismo. Me mandaba no ser idiota, no sucumbir ante las antiquísimas alegaciones de la superstición. Me recordaba a mí mismo las guerras santas, la Inquisición, los lascivos papas renacentistas, todos los crímenes de la gente pía. ¿Y qué, Gifford? ¿No puedes ser un ordinario, humilde ser humano que teme a Dios, ni una vez en tu vida siquiera? ¿Ponerte de rodillas junto a tus hermanos? Lee tu Pascal. Suponte que Él existe y te escucha y suponte que tu denegación es la que inclina la balanza en contra de la humanidad. No te estamos pidiendo tanto. Todavía luchaba contra esa mañosa voz interior. Creer es absurdo, no debo dejar que la desesperación —grité— me haga huir por pánico hacia la renuncia de la razón, aun en este momento apocalíptico. Tomás es un bellaco astuto y sus seguidores son histéricos guarros tontos. Y tú eres un elitista arrogante, Gifford. Que quizá vivirá bastante tiempo como para arrepentirse de su arrogancia. Era la guerra psicológica: Gifford contra Gifford, la razón contra la fe.
Al fin, la razón perdió. Yo estaba agitado, desequilibrado, desmoralizado. Las más asombrosas personas se estaban apuntando para apoyar a Tomás el Proclamador, y yo me sentía más y más aislado, un hombre de hielo, corazón de piedra, el ateo del pueblo mirando con mal humor las guirnaldas de Navidad. Hasta el momento final, no estaba seguro de lo que iba a hacer, pero cuando llegó la hora y me encontré en el estudio, solo, la puerta cerrada con llave, sin riesgo, apartado de mujer e hijos —quienes todos, algo desafiante, ya habían anunciado sus intenciones de participar— y allí estaba de rodillas, sintiéndome ridículo, absurdo, las mejillas ardiendo, los labios en movimiento, diciendo las palabras. Diciendo las palabras. Por todo el mundo los miles de millones de creyentes rezaban, y yo, también. También recé, avergonzado de mi debilidad y el dolor de mi vergüenza era una piedra en mi garganta.
Y el Señor nos oyó y nos dio una Señal. Y durante un día y una noche (menos 1×12–4 día sideral) la Tierra no siguió su curso alrededor del Sol, tampoco giró. Y se confundieron las leyes de los momentos, como yo. Entonces la Tierra reemprendió su curso designado de nuevo, como si no hubiera ocurrido nada excepcional. Imagínate mi mortificación. Me gustaría saber dónde encontrar a esos muchachos irlandeses. Tengo que pedirles algunas disculpas.
4
Tomás predica en la plaza del mercado
Oigo lo que me decís. Me decís que soy profeta. Me decís que soy santo. Algunos incluso me decís que soy el Hijo de Dios venido de nuevo. Me decís que hice detenerse el sol sobre Jerusalén. Pues no. No hice eso; el Señor Todopoderoso lo hizo, el Señor de los Ejércitos. Por Su Divina Voluntad, en respuesta a vuestras oraciones. Y yo soy sólo el vehículo por el que fueron canalizadas sus oraciones. No soy ningún tipo de santo, amigos. No soy el Hijo de Dios renacido, ni ninguna de las otras cosas que han dicho que soy. Sólo soy Tomás.
¿Quién soy yo?
Solamente una voz. Un portavoz. Un instrumento por el que se ha manifestado Su Voluntad. No os estoy engañando con el viejo número del humilde, amigos, intento haceros ver la verdad en cuanto a mí.
¿Quién soy yo?
Yo os diré quien era, aunque ya lo sabéis. Era bandido, era un hombre del mal, un violador de la ley. ¡Era asesino, mentiroso, borracho, timador! Yo hacía lo que me salía de las narices. Hacía lo que me daba la gana. Si me hubieran cogido alguna vez —estad seguros— no habría llorado pidiendo piedad. Le habría escupido al juez en la cara y aceptado el castigo con los ojos abiertos. Salvo que nunca me cogieron, porque estaba de suerte y porque estos son tiempos en los que un hombre realmente malo puede prosperar, en los que los malvados son alzados y los virtuosos son aplastados en el barro. Fuera de la ley, ¡ése fui yo! ¡Tomás el criminal! ¡Tomás el bandido, haciéndoles burla a todos! Hacer el mal era mi religión, todo el tiempo —cuando estuve allá abajo en el Brasil con esos lanzallamas, o cuando me tomaba libertades con vuestros bolsillos en nuestras ciudades, y cuando marcaba números graciosos en las grandes computadoras—. Yo pertenecía a Satanás, más que nadie, es la verdad, y entonces ¿qué pasó? El Señor vino hacia Satanás, y le dijo: Satanás, dame a Tomás, tengo necesidad de él. Y Satanás me entregó a Él, porque Satanás es el siervo de Dios también.
Y el Señor me cogió y me sacudió y me pegó unos golpes, y dijo: Tomás, ¡no eres más que basura!
Y yo dije: lo sé, Señor, pero ¿quién me hizo así?
Y el Señor rió y dijo: Tienes agallas, Tomás, contestándome con insolencia. Me gusta el hombre con agallas. Pero estás equivocado, compañero. Te hice con la capacidad de ser santo, o pecador, y tú escogistes ser pecador, sí, ¡por tu propio libre albedrío! ¿Crees que me molestaría en crear gente para que sea malévola? No me interesa crear títeres, Tomás, no; me puse y quise hacerme una raza de seres humanos. Te di alternativas y tú te apuntaste al mal, ¿eh, Tomás? ¿No es ésa la pura verdad?
Y yo dije: Pues, Señor, quizá lo sea; no sé.
Y el Señor Dios se puso molesto conmigo y me cogió otra vez y me sacudió y me dio más golpes, y cuando me levanté tenía el labio hinchado y la nariz sangrante, y Él me preguntó cómo haría yo las cosas si pudiera vivir la vida de nuevo desde el principio. Y yo le miré directamente a los ojos y dije: pues, Señor, yo diría que el mal pagaba bastante bien en mi caso. Yo vivía bien, una vida bastante agradable, y pasaba mis buenos ratos y nunca pasé ni un día entre rejas, no, Señor. Así que dime, Señor, puesto que siempre me salía con la mía la primera vez, ¿por qué no me apuntaría a pecador otra vez?
Y Él dijo: porque ya has hecho eso, y ahora te toca hacer algo distinto.
Yo dije: ¿Qué es, Señor?
Él dijo: Quiero que hagas algo importante para mí, Tomás. Hay un mundo allí fuera lleno de gente que ha perdido toda fe, gente sin esperanza, gente que ha decidido que no vale la pena hacer un esfuerzo ya que se acaba el mundo. Quiero llegar hasta esa gente de algún modo, Tomás, y decirles que están equivocados. Y mostrarles que pueden formar su propio destino, y que si tienen fe en sí mismos y en mí pueden construir un mundo bueno.