—Cualquier cosa grande y extraña siempre les molesta a la gente del poder —dijo Tomás, encogiéndose de hombros—. Pero la iglesia se abrió otra vez, ¿verdad?
—Claro, cuatro días después. Los negocios, todo sigue igual, salvo que todavía no debemos hacer ninguna pregunta acerca del 6 de junio. Porque todavía no han recibido la Palabra de Roma, la interpretación, la política oficial. —Tuve que reír—. Tres semanas casi desde que pasó, y el Colegio de Cardenales todavía está en consistorio especial, intentando decidir la posición que le conviene a la Iglesia. ¿No te parece una locura, Tomás? Si el Papa no reconoce un milagro cuando lo ve, ¿para qué sirve la Iglesia entera?
—Está bien —dijo Tomás—, pero, ¿por qué echarme la culpa a mí?
—Porque me has quitado mi iglesia. Ya no me fío de esa gente. No sé qué creer. Tenemos a Dios aquí a nuestro lado, y la Iglesia no da señas de guiarnos. ¿Qué hacemos ahora? ¿Cómo manejamos esto?
—Ten fe, mi hija —dijo— y reza pidiendo la salvación, y sigue firme en tu rectitud. —Dijo una cantidad de estas tonterías y otras semejantes, recitándolo todo a chorros como si fuera una computadora programada para dar bendiciones. Yo veía que no lo hacía de buena fe. No intentaba contestarme, sólo calmarme y deshacerse de mí.
—No —dije dejándole cortado—. Esa palabrería no basta. Ten fe. Reza mucho. Llevo toda la vida haciendo eso. Bien, rezamos y lo conseguimos: Dios se mostró a Sí Mismo. Ahora, ¿qué? ¿Qué proyecto tienes, Tomás? Dime eso. ¿Qué quieres que hagamos? Nos quitaste nuestra iglesia. ¿Qué nos darás para reemplazarla?
Yo podía ver que no tenía ninguna respuesta.
Se puso rojo y tiró de los mechones de su pelo y miró a Saúl Kraft con asco, casi como si le dijera ya-te-lo-dije con los ojos. Entonces me miró de nuevo y yo vi o tristeza o miedo en su cara, no sé qué, y me di cuenta en ese momento que este Tomás es sólo un ser humano como tú y como yo, un ser humano asustado, que no entiende realmente qué pasa y no sabe cómo seguir ahora. Trató de fingirlo. Me dijo otra vez que rezara, que no debiera desestimar el poder de la oración, etcétera, etcétera, pero no ponía el corazón en las palabras. Estaba atascado. ¿Qué proyecto tienes, Tomás? No tiene ninguno. No ha pensado las cosas bien más allá del punto de conseguir la Señal de Dios. No puede ayudarnos ahora. Ahí tienes a tu Tomás, el Proclamador, el profeta. Está aterrado. Todos estamos aterrados, y él no es más que uno de nosotros, no es distinto, ni más sabio. Y anoche los apocalipsistas pegaron fuego al centro comercial. Sabes, si me hubieras preguntado hace seis meses cómo me sentiría si Dios nos diera una Señal de que realmente nos protege, yo te habría dicho que sería la cosa más maravillosa que podría pasar desde Jesús en el pesebre. Pero ahora ha pasado. Y no estoy tan segura de que sea maravillosa. Voy de un lado a otro y creo que la tierra puede abrirse en grietas debajo de mis pies en cualquier momento. No sé qué va a pasarnos a todos. Dios ha venido, ¡debería ser tan bello! En cambio, no es más que espantoso. Nunca imaginaba que sería así. Oh, Dios. Dios, me siento tan perdida. Dios, me siento tan vacía.
7
La perspicacia de los discernidores
Hablar ante un público no era nada nuevo para mí, por supuesto. No después de todos esos años que he pasado en aulas, pacientemente instruyendo a la nueva cosecha de jóvenes hirsutos de cada temporada en los misterios de la teoría taquión, de partículas de anti-carga y de ecuaciones de la inversión del tiempo. Tampoco era este público particularmente ajeno ni alarmante: consistía en su mayor parte de gente del profesorado de Harvard y M. I. T., algunos estudiantes de la escuela graduada, y unos pocos abogados, psicólogos y otra gente profesional de Cambridge y las afueras. Todos nosotros eramos parte de la comunidad de la erudición, por decirlo así. El tipo de público que podría reunirse para protestar por el último incidente de violación ecológica y de liberación nacional preventiva. Pero me inquietaba un aspecto de mi papel esta noche. Esta era, en el verdadero sentido de la palabra, una reunión religiosa; eso es, nos juntábamos para discutir la naturaleza de Dios y para llegar a alguna comprensión de nuestra debida relación con Él. Y yo era el conferenciante principal, yo, el viejo Bill Gifford, que durante casi cuatro décadas había considerado a la Deidad como un ente anticuado y no pertinente. Yo era el pastor de este rebaño. Me causaba una sensación rara.
—Pero yo creo que muchos de vosotros estáis en la misma situación difícil —les dije—. Hombres y mujeres para quienes el impulso religioso ha sido algo esencialmente ajeno. Cuyas vidas eran satisfactorias y plenas aunque la oración y el rito estaban enteramente ausentes de ellas. Quienes consideraban el concepto del Ser Supremo como sin sentido y quienes consideraban las costumbres dominicales eclesiásticas de los que les rodeaban como nada más que la superstición de la clase baja por un lado y la mojigatería de la clase media por el otro. Entonces vino la gran sorpresa del 6 de junio: que nos obliga a reconsiderar las doctrinas que habíamos despreciado, que nos obliga a reexaminar nuestros esquemas filosóficos básicos, que nos obliga a buscar una explicación aceptable de un fenómeno que siempre habíamos juzgado imposible y poco plausible. Todos vosotros, como yo, de pronto os encontráis pedaleando en aguas metafísicas muy profundas.
El núcleo de este grupo se había reunido ad hoc la semana después de que ocurrió Eso y, desde entonces, se juntaba dos o tres veces a la semana. Al principio no había una estructura formal de organización, ningún nombre oficial, ninguna política; era simplemente una reunión de inteligentes personas refinadas, procedentes de Nueva Inglaterra, que individualmente se sentían incapaces de salir adelante con el problema de la alterada naturaleza de la realidad y que necesitaban refuerzos y afirmación. Por esa razón yo empecé a asistir, de todos modos. Pero a los diez días estábamos tanteando hacia un propósito más positivo: ya no queríamos simplemente aprender cómo aceptar lo que había acontecido a la humanidad, sino que queríamos encontrar alguna manera de virarlo hacia un objetivo útil. Yo había comenzado a articular algunas ideas en estos términos durante una conversación privada, y abruptamente varios de los líderes del grupo me pidieron que hiciera públicos mis pensamientos en la próxima reunión.
—Un acontecimiento asombroso ha ocurrido —seguía—. Un buen número de teorías ingeniosas se han propuesto para dar razón de él, como, por ejemplo, la que explica que la Tierra fue detenida por la operación de una fuerza extrasensorial telequinética generada por la concentración mental simultánea de toda la población mundial. También hemos oído las explicaciones astrológicas: que los planetas o las estrellas se alinearon de cierta forma por una-vez-en-la-vida-del-universo para dar tal resultado. Y ha habido discusiones, algunas salidas de tono bastante sorprendentes en favor de la noción de que el acontecimiento del 6 de junio fue la obra de seres malévolos del espacio exterior. La hipótesis de la telequinesis tiene cierta plausibilidad superficial, desfigurada sólo por el hecho de que los experimentadores nunca han podido detectar ni un ápice de habilidad telequinética en ningún ser humano ni conjunto de seres humanos. Quizá un esfuerzo de alcance mundial podría generar fuerzas no descubiertas en unidades menores que la total población mundial, pero tales razonamientos requieren una multiplicación indeseable de hipótesis. Yo creo que la mayoría de vosotros está de acuerdo conmigo en que las otras explicaciones sobre el acontecimiento del 6 de junio dan por sentado lo que queda por probar: ¿Por qué ocurrió la retardación de la Tierra tan rápidamente, al parecer en respuesta directa a la campaña para la oración global de Tomás el Proclamador? ¿Podemos creer que esa alineación única de fuerzas astrológicas ocurrió por casualidad el día después de esa hora de oraciones? ¿Podemos creer que los malvados seres extragalácticos se metieron por casualidad en la rotación de la Tierra exactamente ese día? El elemento de coincidencia necesario para sostener éstos y otros argumentos es mortal para ellos, creo yo.