– ¿Bromeas?
Sobre la puerta colgaba un pequeño cartel donde se leía Café Montana. A través del ventanal se veía un amplio y alargado espacio con mesas vacías cubiertas con manteles blancos almidonados y dispuestas con platos azules, servilletas y unas copas de vino descomunales.
– Llegamos un poco pronto -dijo Sam-. No empieza a llenarse hasta las ocho, pero Niño está esperándonos.
– ¿Montana? -preguntó Rick.
– Sí, por Joe. El quarterback.
– ¿En serio?
– Muy en serio. A esta gente le encanta el deporte. Cario jugaba hace años, pero se fastidien una rodilla, así que ahora se limita a cocinar. Según dice la leyenda, ostenta todos los récords en cuanto a faltas personales.
Entraron, y fuera lo que fuera lo que Cario estuviera preparando en la cocina, salió a su encuentro de inmediato. El aroma a ajo, cerdo a la parrilla y el delicioso jugo que soltaba la carne se suspendía en el comedor como una nube de humo. A Rick se le hizo la boca agua. Un fuego ardía en una cavidad que había en la pared, un poco más atrás.
Niño irrumpió en el salón por una puerta lateral y empezó a besar a Sam. Le dio un abrazo de oso y a continuación le plantó un beso varonil y ruidoso más o menos en la mejilla derecha y luego otro en la izquierda. Luego tomó la mano de Rick entre las suyas y dijo:
– Rick, mi quarterback, bienvenido a Parma.
Rick le estrechó la mano con firmeza, pero jurándose que daría un paso atrás a la mínima insinuación de besuqueo. No tuvo que hacerlo.
Niño hablaba inglés con fuerte acento italiano, pero se le entendía bien, aunque su «Rick» sonaba más a «Riick».
– Encantado -dijo Rick.
– Soy centro -anunció Niño, orgulloso-, pero cuidadito con esas manos, que mi mujer es celosa.
Niño y Sam se echaron a reír sin complejos y Rick los imitó, algo cohibido.
Niño rozaba el uno ochenta de estatura, era fornido y estaba en forma; seguramente pesaba unos noventa y cinco kilos. Mientras Niño seguía riéndose de su broma, Rick le echó un rápido vistazo y comprendió que iba a ser una temporada muy larga. ¿Un centro que no llegaba al uno ochenta?
Y tampoco era un jovencito. Niño era moreno y lucía una melena ondulada, pero las primeras canas empezaban a asomar en las sienes: tendría unos treinta y tantos. Sin embargo, también poseía un mentón firme y el brillo salvaje en la mirada del hombre al que le gustan las peleas.
Rick se dijo que tendría que buscarse la vida si quería sobrevivir.
Cario salió en tromba de la cocina con su delantal blanco almidonado y el sombrero de cocinero. Aquello sí que era un centro. Casi uno noventa de estatura, ciento diez kilos como mínimo, ancho de espaldas, aunque con una leve cojera. Saludó a Rick calurosamente: un breve abrazo y nada de besos. Su inglés era bastante peor que el de Niño, por lo que no tardó en aparcarlo y pasar al italiano, lo que dejó a Rick un poco al margen.
Sam se apresuró a intervenir.
– Dice que bienvenido a Parma y a su restaurante. Nunca les había hecho tanta ilusión tener a un verdadero héroe de la Super Bowl americana jugando con los Panthers. Y espera que comas y bebas muchas veces en su pequeño establecimiento.
– Gracias -dijo Rick, dirigiéndose a Cario.
Todavía seguían estrechándose la mano. Cario volvió a hablar de nuevo y Sam lo tradujo.
– Dice que el dueño del equipo es amigo suyo y que suele comer en el Café Montana. Y que toda Parma está emocionada con tener al gran Rick Dockery vistiendo de negro y plata.
Silencio. Rick volvió a darle las gracias, esbozó la sonrisa más amable de la que era capaz y se repitió las palabras «Super Bowl». Cario por fin le soltó la mano y empezó a vociferar en dirección a la cocina.
– Super Bowl, ¿de dónde han sacado eso? -le preguntó Rick a Sam en un susurro mientras Niño los acompañaba a su mesa.
– No lo sé. Tal vez no lo haya entendido bien.
– Genial. Dijo que hablaba italiano con fluidez.
– Casi siempre.
– ¿Toda Parma? ¿El gran Rick Dockery? ¿Qué les ha estado contando a esta gente?
– Los italianos lo exageran todo.
Su mesa se encontraba cerca del hogar. Niño y Cario retiraron las sillas para que tomaran asiento, y antes de que Rick se hubiera acomodado en la suya ya tenían a tres jóvenes camareros vestidos de un blanco impecable a punto para servirles. Uno llevaba una enorme bandeja llena de comida, otro una botella tamaño mágnum de vino espumoso y el tercero una cesta de panes y dos botellas, una de aceite de oliva y otra de vinagre. Niño chascó los dedos y señaló algo, Cario gritó a uno de los camareros, quien replicó acaloradamente, y todos se fueron hacia la cocina sin dejar de discutir por el camino.
Rick se lanzó sobre la bandeja. En el centro había un trozo enorme de queso curado de color dorado rodeado de lo que parecían lonchas de fiambre dispuestas en rollitos perfectos. Embutidos suculentos y de sabor intenso que no tenían nada que ver con lo que Rick hubiera visto antes. Mientras Sam y Niño charlaban en italiano, un camarero descorchó el vino y llenó tres copas. Luego se quedó a un lado, pendiente, con la servilleta almidonada doblada sobre el brazo.
Niño las repartió y alzó la suya.
– Un brindis por el gran Riick Dockery y por la Super Bowl para los Panthers de Parma. -Sam y Rick dieron un sorbo a su copa mientras Niño apuraba la mitad de la suya-. Es un malvasia secco de un viñedo de por aquí cerca -les informó-. Toda la cena procede de la Emilia: el aceite de oliva, el vinagre balsámico, el vino y la comida, todo es de aquí -añadió, muy ufano, golpeándose el pecho duramente con el puño-. Los mejores alimentos del mundo.
Sam se inclinó hacia delante.
– Parma se encuentra en la Emilia Romagna, una de las regiones italianas.
Rick asintió con un gesto de cabeza y dio otro sorbo al vino. Durante el vuelo, había ojeado una guía de viajes y sabía dónde estaba… más o menos. Italia tiene veinte regiones y, según el rápido vistazo que le había dado a la guía, casi todas aseguraban ofrecer la mejor gastronomía y el mejor vino del país.
Y ahora, a comer.
Niño dio otro trago a su copa y a continuación se inclinó hacia delante, uniendo las manos por la punta de los dedos, la viva imagen del profesor a punto de impartir una lección sabida de memoria.
– Seguro que conoces el mejor queso de todos: el Parmigiano Reggiano -dijo, señalando el queso con un gesto desenfadado de la mano-, al que vosotros llamáis parmesano. El rey de los quesos, y se elabora aquí mismo. El parmigiano auténtico procede de nuestra pequeña ciudad. Este lo hace mi tío, a cuatro kilómetros de aquí. El mejor. -Se besó la punta de los dedos y, a continuación, cortó varios tacos con habilidad y los dejó en la bandeja mientras continuaba la lección-. Al lado -dijo, señalando la primera loncha enrollada- tenemos el mundialmente famoso prosciutto, al que llamáis jamón de Parma. Solo se hace aquí, con cerdos especiales que se alimentan exclusivamente con cebada, avena y la leche que sobra de hacer el parmigiano. Nuestro prosciutto no se cuece -advirtió, muy serio, negando con el dedo unos instantes para demostrar su desaprobación-, sino que se cura con sal, aire fresco y mucho amor. Dieciocho meses y listo.
A continuación, cogió con pericia una rebanada de pan moreno, la roció con aceite de oliva y le puso encima una loncha de prosciutto y un taco de parmigiano. Cuando consideró que estaba perfecto, se lo tendió a Rick.
– Un minibocadillo -dijo.
Rick se lo comió de un bocado, cerró los ojos y saboreó el momento.
Para alguien a quien seguía gustándole la comida rápida, los sabores le parecieron asombrosos, se apoderaron de hasta la última papila gustativa de su boca y lo obligaron a masticar lentamente. Sam estaba cortando más para él y Niño servía vino.