– ¿Está bueno? -le preguntó Niño.
– Ya lo creo.
Niño le pasó un nuevo bocado a su quarterback y continuó, señalando los embutidos.
– Luego tenemos el culatello, que se obtiene de las patas del cerdo, de la parte que se deshuesa, aunque solo de las mejores; luego se cubre con sal, vino blanco, ajo, muchas hierbas y se frota a mano durante muchas horas antes de embutirlo en una vejiga de cerdo y dejarlo curar durante catorce meses. El aire estival lo seca y los inviernos húmedos lo mantienen tierno. -Mientras hablaba, no dejó de mover las manos: señaló con los dedos, dio un trago, cortó más queso y mezcló vinagre balsámico con aceite de oliva en un cuenco-. Los mejores cerdos se reservan para el culatello -dijo, volviendo a fruncir el ceño-, cerdos pequeños y negros con unas cuantas manchas rojas, seleccionados con sumo cuidado y criados únicamente con alimentos naturales. No se los encierra, no. Estos cerdos corretean libres y comen bellotas y castañas.
Se refería a las criaturas con tanta deferencia que era difícil creer que estuvieran a punto de comerse una.
Rick estaba deseando hincarle el diente al culatello, un embutido que no había visto nunca. Finalmente, tras una pausa en la exposición, Niño le tendió otra pequeña rebanada de pan con una gruesa rodaja de culatello coronada con parmigiano.
– ¿Está bueno? -preguntó.
Rick lo devoró en un abrir y cerrar de ojos y tendió la mano pidiendo más. Volvieron a llenar las copas de vino.
– El aceite de oliva lo hacen en una finca que hay junto a la carretera -le informó Niño-, y el vinagre balsámico es de Módena, a cuarenta kilómetros al este, donde nació Pavarotti. El mejor vinagre balsámico es el de Módena, pero la cocina de Parma es mejor.
La última loncha de embutido, al borde de la bandeja, era el salami Felino, que se hacía prácticamente en el local, se dejaba curar durante doce meses y, por supuesto, era el mejor salami de toda Italia. Después de servírselo a Rick y a Sam, Niño se alejó de repente hacia la entrada del establecimiento para recibir a los clientes que acababan de llegar. Por fin solos, Rick cogió un cuchillo y empezó a cortar gruesos tacos de parmesano. Se llenó el plato de embutido, queso y pan y empezó a devorarlos como si llevara cuatro días sin comer.
– Puede que te conviniera moderarte -le avisó Sam-. Esto es solo el antipasto, el calentamiento.
– Al cuerno con el calentamiento.
– ¿Estás en tu peso?
– Más o menos. Ando alrededor de los cien kilos, unos cuatro por encima de mi peso. Pero los quemaré.
– Esta noche no, no podrás.
Dos hombres enormes, Paolo y Giorgio, se unieron a ellos. Niño se los presentó al quarterback mientras los insultaba en italiano, y cuando acabaron los abrazos y los saludos, los recién llegados se plantificaron en las sillas y miraron fijamente el antipasto. Sam le explicó a Rick que tanto podían jugar en la línea de defensa como en la de ataque, según le conviniera al equipo. Rick se sintió algo más animado al ver que tenían veinte y pocos años, que medían más de uno ochenta, que eran anchos de pecho y que parecían muy capaces de pasarse una persona entre ellos como si fuera una pelota.
Llenaron las copas, cortaron más tacos y atacaron el prosciutto con ganas.
– ¿Cuándo has llegado? -preguntó Paolo en inglés, sin apenas acento italiano.
– Esta tarde -dijo Rick.
– ¿Estás nervioso?
– Sí, claro -contestó Rick, con cierta convicción. Estaba nervioso por saber cuál sería el siguiente plato y nervioso por conocer a las animadoras italianas.
Sam le explicó que Paolo había estudiado una licenciatura en la Universidad de Texas A &M y que trabajaba para la empresa de su familia, la cual fabricaba pequeños tractores y herramientas agrícolas.
– Entonces eres un Aggie -dijo Rick.
– Sí -contestó Paolo, orgulloso-. Me encanta Texas. Allí es donde entré en contacto con el fútbol americano.
Giorgio se limitaba a sonreír, a comer y a escuchar la conversación. Sam le dijo a Rick que Giorgio estaba estudiando inglés y luego le susurró que las apariencias engañaban porque Giorgio no era capaz ni de bloquear una. puerta. Genial.
Cario había vuelto y estaba dando órdenes a los camareros y redisponiendo la mesa. Niño sacó otra botella, la cual, qué sorpresa, procedía de la vuelta de la esquina. Era un lambrusco, un tinto espumoso, y Niño conocía al dueño de la bodega. Les explicó que había muchos y muy buenos lambruscos en la región de la Emilia Romagna, pero que aquel era el mejor. Y el acompañamiento perfecto para los tortellini in brodo que su hermano estaba sirviendo en esos momentos. Niño retrocedió un paso y Cario lanzó una rápida perorata en italiano.
Sam fue traduciéndolo a toda prisa, en voz baja.
– Tortelinis en caldo de carne, un plato muy famoso por aquí. Los pequeños anillos de pasta se rellenan con ternera en su jugo, prosciutto y parmesano. El relleno varía de una ciudad a otra, pero, por descontado, Parma cuenta con la mejor receta para el relleno. La pasta la ha hecho Cario esta tarde al estilo tradicional. Según dice la leyenda, el tipo que creó los tortelinis se inspiró en el ombligo de una bella mujer desnuda. Por aquí corren todo tipo de leyendas relacionadas con la cocina, el vino y el sexo. El caldo está hecho con ternera, ajo, mantequilla y unas cuantas cosas más.
Rick tenía la nariz a pocos centímetros de su cuenco, inhalando los aromas.
Cario hizo una pequeña inclinación y añadió algo más a modo de advertencia.
– Dice que son raciones reducidas porque el primer plato ya está de camino -dijo Sam.
El primer tortelini que Rick probaba en su vida estuvo a punto de hacerle saltar las lágrimas. Nadando en caldo, la pasta y el relleno asaltaron sus sentidos.
– Esto es lo mejor que he probado en mi vida -exclamó de manera espontánea.
Cario sonrió y se retiró a la cocina.
Rick acompañó su primer tortelini con lambrusco y atacó el resto, que nadaba en el espeso caldo. ¿Raciones reducidas?. Paolo y Giorgio no decían nada, completamente concentrados en sus tortelinis. El único que aún guardaba algo de compostura era Sam.
Niño acomodó a una joven pareja cerca de ellos y enseguida apareció con una nueva botella, un maravilloso tinto sangiovese de un viñedo cerca de Bolonia que él visitaba en persona una vez al mes para controlar el progreso de las uvas.
– El siguiente plato es un poco más pesado -advirtió-, por lo que el vino también debe ser más fuerte. -Descorchó la botella con estilo, inspiró el aroma, puso los ojos en blanco a modo de aprobación y comenzó a servir-. Nos espera un verdadero festín -dijo, mientras llenaba cinco copas, sirviéndose él una medida algo más generosa.
Un nuevo brindis, aunque fue más un insulto dirigido a los Lions de Bérgamo, y todos cataron el vino.
Rick siempre había preferido beber cerveza, por lo que aquella inmersión en el mundo de los vinos italianos le resultaba apabullante, pero también deliciosa.
Uno de los camareros empezó a recoger las sobras de los tortelinis mientras otro colocaba en su lugar platos limpios. Cario salió de la cocina dirigiendo el tráfico con aire triunfal y dos camareros pisándole los talones.
– Este es mi plato favorito -anunció Cario en inglés, aunque no tardó en cambiar a una lengua que le era más cercana.
– Es un rollo de pasta relleno -dijo Sam, mientras miraban boquiabiertos el manjar que tenían delante-. Está relleno de ternera, cerdo, hígado de pollo, salchicha, requesón y espinacas y cubierto con pasta fresca.
Todo el mundo dijo «Grazie» menos Rick, y Cario repitió una breve inclinación y desapareció. El restaurante estaba casi lleno y empezaba a haber mucho ruido. Rick sentía curiosidad por la gente que tenía alrededor, aunque eso no le hacía perder bocado. Parecía gente del lugar disfrutando de una salida típica al restaurante del barrio. En Estados Unidos, unos platos como aquellos provocarían una estampida. Allí, eran lo más normal del mundo.