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– ¿Vienen muchos turistas por aquí? -preguntó.

– No muchos -contestó Sam-. Los estadounidenses van a Florencia, Venecia y Roma. Tal vez aparecen unos cuantos en verano, aunque casi todos son europeos.

– ¿Qué puede verse en Parma? -preguntó Rick.

La sección que la guía de viajes dedicaba a Parma era bastante escueta.

– ¡Los Panthers! -contestó Paolo, riendo.

Sam también rió, le dio un sorbo al vino y se quedó pensativo unos instantes.

– Es una ciudad pequeña y encantadora de unos ciento cincuenta mil habitantes. La comida y el vino son magníficos. La gente es estupenda, trabaja duro y vive bien. Pero no atrae demasiada atención, y eso es bueno. Estarás de acuerdo, ¿no, Paolo?

– Sí. Nos gusta Parma tal como es.

Rick saboreó un bocado e intentó distinguir la ternera, pero no lo consiguió. Las carnes, el queso y las espinacas se mezclaban en un sabor único. Había saciado el hambre, pero no estaba lleno. Llevaban una hora y media en el restaurante, una comida muy larga para lo que estaba acostumbrado, aunque en Parma con ese tiempo solo habían conseguido llegar a los entrantes. Imitando a los otros tres, empezó a comer muy, muy despacio. Los italianos que los rodeaban hablaban más que comían y un leve ambiente bullicioso dominaba el restaurante. Era evidente que la gente salía a cenar por la comida, pero al mismo tiempo era un acontecimiento social.

Niño se dejaba caer por su mesa de vez en cuando con un rápido «¿Está bueno?» dirigido a Rick. Buenísimo, formidable, delicioso, increíble.

Para el segundo plato, Cario dejó la pasta a un lado. Los platos estaban repletos, aunque en pequeñas porciones, de cotolette alia parmigiana, otro plato famoso de Parma y uno de los favoritos de toda la vida del cocinero.

– Chuletas de ternera a la parmesana -tradujo Sam-. Primero golpean las chuletas de ternera con un pequeño mazo, luego las meten en huevo batido, las fríen en una sartén y a continuación las meten en el horno con una mezcla de queso parmesano y un poco de caldo hasta que el queso se funde. El tío de la mujer de Cario crió la ternera y la trajo esta tarde.

Mientras Cario iba dando explicaciones y Sam las traducía, Nino se encargaba del siguiente vino, un tinto seco de la región de Parma. Les trajeron copas nuevas, incluso más grandes que las anteriores. Nino dio varias vueltas al vino, lo olió y se lo bebió de un trago. Volvió a repetir el gesto orgiástico de poner los ojos en blanco antes de dictaminar su idoneidad. Un amigo íntimo hacía aquel vino, que tal vez era el favorito de Nino.

– Parma es famosa por su cocina, pero no por sus vinos -susurró Sam.

Rick probó el vino, sonrió a la ternera y se prometió que durante lo que quedara de la velada comería más despacio que los italianos. Sam lo miró con atención, convencido de que el primer impacto cultural comenzaba a remitir tras aquella avalancha de platos y vino.

– ¿Suelen comer así todos los días? -le preguntó Rick.

– No a diario, pero es bastante normal -contestó Sam con naturalidad-. Esto es lo habitual en Parma.

Paolo y Giorgio estaban cortando la ternera y Rick atacó la suya lentamente. Las chuletas duraron media hora y cuando ya no quedó nada en los platos, estos fueron retirados con una fioritura. Transcurrió un buen rato durante el que Nino y los camareros atendían las otras mesas.

El postre era obligatorio porque Cario había preparado su especialidad: torta nera, un pastel negro, y porque Nino había reservado un vino muy especial para la ocasión, un blanco espumoso de la provincia. Estaba explicando que el pastel negro, originario de Parma, se hacía con chocolate, almendras y café, y como estaba recién salido del horno, Cario iba a acompañarlo con un toque de helado de vainilla. Nino encontró un hueco, acercó una silla y se unió a sus compañeros de equipo y a su entrenador para comer los postres, a menos que también les apeteciera un poco de queso y una infusión digestiva.

No, no les apetecía. El restaurante seguía medio lleno cuando Sam y Rick empezaron a dar las gracias e intentaron despedirse. Abrazos, palmadas en la espalda, fuertes apretones de manos, promesas de repetir la velada, de nuevo bienvenido a Parma, muchas gracias por la cena inolvidable… El ritual duró una eternidad.

Paolo y Giorgio decidieron quedarse para probar ese queso y acabarse el vino.

– No voy a conducir -dijo Sam-. Podemos ir andando. Tu apartamento no está muy lejos y yo ya cogeré un taxi allí.

– He engordado cinco kilos -dijo Rick, sacando barriga, siguiendo al entrenador un paso por detrás de este.

– Bienvenido a Parma.

7

El timbre tenía ese gemido agudo de una moto barata sin tubo de escape. Llegaba en largas rachas, y puesto que Rick no lo había oído antes, al principio no tenía la menor idea de qué estaba ocurriendo o de dónde procedía. De todos modos, tampoco era capaz de pensar con demasiada lucidez. Después del maratón en el Montana, Sam y él, por razones que ya no estuvieron claras entonces y mucho menos en esos momentos, se habían detenido en un pub para tomar un par de cervezas. Lo último que Rick recordaba vagamente era haber entrado en el apartamento cerca de la medianoche, pero desde ese momento, nada más.

Estaba tumbado en el sofá, demasiado pequeño para que un hombre de su corpulencia consiguiera acomodarse en él y dormir a gusto. Mientras seguía escuchando el zumbido misterioso, intentó acordarse de por qué había elegido el salón en vez de su dormitorio. No recordaba una razón convincente…

– ¡Vale, vale! – le gritó a la puerta cuando alguien llamó con los nudillos-. ¡Ya voy!

Iba descalzo, pero todavía llevaba puestos los téjanos y la camiseta. Se quedó mirándose los morenos dedos de los pies y pensando en las vueltas que le daba la cabeza. Otra vez ese timbre estridente.

– ¡Que sí! -volvió a gritar.

Tambaleante, se acercó a la puerta y la abrió de golpe. Se encontró de frente con un amable Buon giorno con el que le saludó un hombre bajo y fornido con un enorme bigote canoso y una arrugada gabardina marrón. A su lado había un joven policía uniformado que se limitó a saludarlo con una breve inclinación de cabeza.

– Buenos días -dijo Rick con todo el respeto que consiguió reunir.

– ¿Il signor Dockery?

– Sí.

– Soy policía. -Extrajo la identificación de alguna parte del interior de la gabardina, se la paseó a Rick por las narices y la devolvió a su escondite con un movimiento tan natural que parecía advertir: «No haga preguntas». Podría haber sido un tíquet de aparcamiento o el resguardo de la lavandería-. II signor Romo, policía de Parma -añadió entre las hebras del bigote, aunque este apenas se movió.

Rick miró a Romo, luego al poli de uniforme y de nuevo a Romo.

– Muy bien -dijo.

– Tenemos quejas. Tiene que acompañarnos. Rick hizo una mueca e intentó decir algo, pero una arcada retumbó en su estómago y creyó que tendría que salir corriendo, aunque al final se le pasó. Le sudaban las manos y tenía la sensación de que las rodillas estaban a punto de fallarle. -¿Quejas? -repitió, sorprendido.

– Sí. -Roma asintió muy serio, como si ya hubiera tomado una decisión y Rick fuera culpable de algo mucho peor de lo que pudiera tratarse la queja-. Acompáñenos. -Eh, ¿adonde? -Acompáñenos, ahora.

¿Quejas? El pub estaba medio vacío cuando llegaron, y Sam y él, por lo que podía recordar, únicamente habían hablado con el barman. Solo habían charlado de fútbol americano mientras bebían sus cervezas. Una conversación agradable, no había habido ni insultos ni peleas con los demás clientes. No había pasado nada durante el paseo por el centro hasta su apartamento. Tal vez había roncado más alto de lo habitual por culpa del atracón de pasta y vino, pero eso no era un crimen, ¿verdad?