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– ¿Quién se ha quejado? -preguntó Rick.

– Se lo explicará el juez. Tenemos que irnos. Los zapatos, por favor.

– ¿Está arrestándome?

– No, eso tal vez luego. Vamos. El juez está esperando.

Para darle más efecto, Romo se volvió y, muy serio, recitó un parlamento de un tirón en italiano al joven policía, quien frunció aún más el ceño y sacudió la cabeza como si las cosas no pudieran ir peor.

Era evidente que no iban a irse de allí sin el signor Dockery. El calzado que tenía más a mano eran los mocasines granate, que encontró en la cocina, y mientras se los ponía y buscaba una chaqueta, se dijo que tenía que tratarse de un malentendido. Se lavó los dientes a toda prisa e intentó deshacerse del regusto a ajo y a vino rancio haciendo gárgaras. Un vistazo al espejo fue suficiente: desde luego parecía culpable de algo. Ojos enrojecidos e hinchados, barba de tres días, pelo enmarañado… Intentó peinarse como pudo y luego recogió la cartera, el dinero, que todavía no había cambiado, las llaves del apartamento y el móvil. Tal vez lo mejor sería llamar a Sam.

Romo y su ayudante lo esperaban pacientemente en el descansillo, fumando, pero sin esposas a la vista. Tampoco parecían demasiado emocionados por ponerse a cazar criminales. Romo había visto demasiadas series de detectives y no había movimiento que no estuviera estudiado.

– Después de usted -dijo, señalando hacia el pasillo con un gesto de cabeza.

Apagó el cigarrillo en un cenicero del descansillo y luego enterró las manos en los bolsillos de la gabardina. El poli de uniforme acompañaba al presunto infractor y Romo cerraba la retaguardia. Bajaron los tres pisos hasta la calle. Faltaba poco para las nueve de la mañana de un espléndido día de primavera.

Había otro policía esperando junto a un pequeño coche italiano con toda la parafernalia: su juego de luces y la palabra «Polizia» pintada en color naranja en los guardabarros. El segundo agente, que jugueteaba con un cigarrillo y estaba estudiando el trasero de dos señoritas que acababan de pasar por su lado, lanzó a Rick una mirada cargada de indiferencia y le dio una calada al cigarrillo.

– Vayamos a pie -dijo Romo-. No queda muy lejos y tengo la sensación de que necesita que le dé el aire.

Ya lo creo, pensó Rick. Decidió cooperar, ganarse algunos puntos con aquellos chicos y ayudarlos a descubrir la verdad, cualquiera que fuera. Romo señaló la calle con un gesto de cabeza y caminó junto a Rick, detrás del primer policía.

– ¿Puedo hacer una llamada? -preguntó Rick.

– Por supuesto. ¿A su abogado?

– No.

Ni siquiera dio señal de llamada, el buzón de voz saltó de inmediato. Rick pensó en Arnie, pero poco podía esperar por esa parte. Cada vez era más difícil localizarlo por teléfono.

Siguieron caminando, cruzaron la strada Farini, pasaron las pequeñas tiendas con las puertas y las ventanas abiertas y junto a las cafeterías en cuyas terrazas la gente se sentaba casi inmóvil con su periódico y su café. Rick empezaba a despejarse y el estómago se le había asentado. No le vendría mal uno de esos cafés bien cargados.

Romo se encendió otro cigarrillo.

– ¿Le gusta Parma? -le preguntó a Rick después de soltar una pequeña bocanada de humo.

– Creo que no.

– ¿No?

– No. No llevo aquí ni un día y ya me arrestan por algo que no he hecho. Así es difícil que te guste ningún sitio.

– No está arrestado -dijo Romo mientras se bamboleaba de un lado al otro como si estuvieran a punto de cederle las rodillas.

Cada tres o cuatro pasos golpeaba el brazo derecho de Rick con el hombro antes de volver a tambalearse.

– ¿Y cómo lo llama usted entonces? -preguntó Rick.

– Aquí las cosas funcionan de otra manera. No es un arresto.

Ah, bueno, eso sí que lo explicaba todo. Rick se mordió la lengua y decidió dejarlo pasar, discutiendo no iba a llegar a ninguna parte. No había hecho nada malo y la verdad pronto saldría a la luz y pondría las cosas en su sitio. Al fin y al cabo aquello no era la dictadura de un país tercermundista donde detenían a la gente al azar para torturarla durante meses. Aquello era Italia, parte de Europa, el corazón de la civilización occidental. Ópera, el Vaticano, el Renacimiento, Da Vinci, Armani, Lamborghini. Todo eso estaba en su guía turística.

Rick se había visto en peores aprietos. La única vez que lo habían arrestado había sido en la universidad, durante la primavera del primer año, cuando se unió de manera voluntaria a un grupo de borrachos decidido a colarse en una fiesta de una fraternidad fuera del campus, lo que acabó en una pelea, varios huesos rotos y la aparición de la policía. Varios camorristas fueron reducidos, esposados, maltratados por los policías y finalmente subidos a la fuerza a la parte de atrás de un furgón policial donde recibieron unos cuantos porrazos más de regalo. Una vez en comisaría, durmieron en el frío suelo de cemento de las celdas de detención en las que solían recluir a los borrachos. Cuatro de los arrestados pertenecían al equipo de fútbol americano de los Hawkeye y varios periódicos airearon de manera sensacionalista su encuentro con la justicia.

Además de la humillación, Rick fue suspendido durante un mes, recibió una multa de cuatrocientos dólares, una bronca monumental de su padre y la promesa de su entrenador de que una sola infracción más, por leve que fuera, le costaría la licenciatura y lo enviaría o bien a la cárcel o a una escuela universitaria.

Rick consiguió que en los cinco años siguientes no le pusieran ni una multa de tráfico.

Cambiaron de acera y doblaron bruscamente hacia un tranquilo callejón adoquinado donde un agente con un uniforme diferente custodiaba la mar de tranquilo una entrada sin indicativo alguno. Se intercambiaron algunos saludos con la cabeza y unas cuantas palabras, y acompañaron a Rick al interior, subieron por nana escalera de peldaños de mármol desgastados hasta la segunda planta y luego siguieron por un pasillo que obviamente albergaba despachos gubernamentales. La decoración no era nada del otro mundo, las paredes necesitaban una capa de pintura y había retratos de funcionarios que ya nadie recordaba colgados en una hilera deprimente.

– Siéntese, por favor -dijo Romo, señalándole un banco de madera basta.

Rick obedeció e intentó ponerse en contacto con Sam una vez más. El mismo mensaje de voz.

Romo desapareció en uno de los despachos. No había ningún nombre en la puerta, nada que indicara adonde habían llevado al acusado o ante quién estaba a punto de comparecer. No parecía que hubiera ninguna sala de tribunal por allí cerca, ni tampoco se oía el bullicio habitual de los abogados, las familias preocupadas y las bromas que se intercambiaban los policías. Se oía el tecleo de una máquina de escribir a lo lejos, timbres de teléfono y alguna que otra voz.

El policía de uniforme se alejó y se puso a hablar con la joven sentada tras el escritorio al cabo del pasillo, a unos diez metros. Pronto se olvidó de Rick quien, solo y sin vigilancia, podría haberse ido con toda tranquilidad. Aunque, ¿para qué?

Pasaron diez minutos y el policía de uniforme se fue sin decir nada. Romo tampoco estaba.

Se abrió la puerta.

– ¿El señor Dockery? -preguntó una mujer agradable, con una sonrisa, franqueándole el paso al despacho.

Rick entró. En la aglomerada habitación que daba a la fachada principal había dos mesas y dos secretarias que le sonreían como si supieran algo que él desconocía. Una de ellas era muy guapa y Rick sintió el impulso innato de decir algo, pero ¿y si no sabía inglés?

– Un momento, por favor -dijo la mujer que lo había hecho pasar, y Rick esperó, incómodo, mientras las otras dos mujeres fingían que reanudaban su trabajo.