Era evidente que Romo había encontrado la puerta lateral y que a esas horas estaría de nuevo en la calle dándole la lata a otro.
Rick se volvió y se fijó en las enormes puertas dobles de madera oscura junto a las cuales había una imponente placa de bronce que anunciaba a su eminencia Giuseppe Lazzarino, Giudice. Rick se acercó unos pasos, luego unos cuantos más y al final señaló la palabra «Giudice».
– ¿Qué pone aquí? -preguntó.
– Juez -dijo la mujer que lo había llamado.
Las puertas se abrieron de golpe y Rick se encontró de frente con el juez.
– ¡Riick Dockery! -exclamó este, tendiéndole con brío una mano mientras lo cogía por el hombro con la otra, como si llevaran años sin verse. De hecho, así era-. Me llamo Giuseppe Lazzarino, un Panther. Soy corredor de poder.
Le estrechó la mano con fuerza, le estrujó el hombro y lo deslumbró con su sonrisa radiante.
– Encantado de conocerte -dijo Rick, intentando retroceder unos centímetros.
– Bienvenido a Parma, amigo -dijo Lazzarino-. Pasa, por favor -añadió tirando de la mano con la que continuaba apresando la de Rick, sin dejar de moverla arriba y abajo.
En cuanto entraron en el despacho, soltó a Rick, cerró ambas puertas y volvió a darle la bienvenida.
– Gracias -dijo Rick, sintiéndose ligeramente violentado-. ¿Eres juez?
– Llámame Franco -le pidió, indicándole un sofá de cuero que había en un rincón.
Saltaba a la vista que Franco era demasiado joven para ser un juez veterano y demasiado mayor para ser un corredor de poder útil. Llevaba la redonda y enorme cabeza completamente rapada; el único cabello que le quedaba era una extraña tirilla en la barbilla. Treinta y tantos, Gomo Nino, pero medía más de uno ochenta y estaba fuerte y en forma. Se dejó caer en una silla y se acercó con ella a Rick, quien se había acomodado en el sofá.
– Sí, soy juez, pero lo que verdaderamente importa es que soy corredor de poder. Franco es mi mote. Franco es mi héroe.
Rick miró a su alrededor y enseguida lo entendió. Franco Harris estaba por todas partes. Una figura recortada de Franco a tamaño natural cubierto de barro y corriendo con el balón. Una foto de Franco y otros Steelers alzando el trofeo de la Super Bowl de manera triunfal por encima de sus cabezas. Una camiseta blanca enmarcada, con el número 32, aparentemente firmada por el propio jugador. Una pequeña figura que representaban Franco Harris con una cabeza desproporcionada sobre el imponente escritorio del juez. Y ocupando un lugar de preferencia en la pared de los diplomas, dos grandes fotografías a todo color, una de Franco Harris con todo el equipamiento de los Steelers menos el casco, y la otra de Franco, el juez, vestido con el equipamiento de los Panthers, sin casco, y con el número 32, tratando de emular a su héroe.
– Adoro a Franco Harris, fue un magnífico jugador italiano -dijo Franco, con los ojos prácticamente húmedos y la voz algo rota-. No hay más que verlo. -Extendió las manos con aire triunfal señalando el despacho, que era un altar a Franco Harris.
– ¿Franco era italiano? -preguntó Rick despacio.
Aunque nunca había sido seguidor de los Steelers y era demasiado joven para recordar la época dorada de la dinastía de Pittsburgh, a Rick siempre le había interesado el juego y su historia. Estaba seguro de que Franco Harris era un tipo negro que jugaba en Penn State y que luego condujo a los Steelers a ganar varias Super Bowls en los años setenta. Era dominante, un verdadero profesional y consiguió un puesto entre las estrellas de todos los tiempos. No había aficionado al fútbol americano que no conociera a Franco Harris.
– Su madre era italiana y su padre era un soldado estadounidense. ¿Te gustan los Steelers? Adoro a los Steelers.
– Bueno, en realidad no mucho…
– ¿Por qué no has jugado con los Steelers?
– Todavía no me han llamado.
Franco estaba sentado en el borde de la silla, emocionado ante la presencia de su nuevo quarterback.
– ¿Te apetece un café? -dijo, poniéndose en pie de un salto. Antes de que Rick pudiera responder, Franco estaba junto a la puerta, gritándole instrucciones a una de las chicas. Iba muy elegante: traje negro ajustado y mocasines italianos en punta, del número 48 como mínimo-. En Parma estamos deseando ganar la Super Bowl -dijo, recogiendo algo de la mesa-. Mira.
Apuntó el mando a distancia hacia el televisor de pantalla plana que había en un rincón y de repente volvió a aparecer Franco, cargaba contra la línea al tiempo que los bloqueadores salían despedidos por los aires, saltaba sobre la pila para un touchdown, zafándose con el brazo de un Brown de Cleveland (¡sí!) y conseguía un nuevo touchdown, recibía una entrega de balón de Bradshaw y derribaba a dos líneas. Se trataba de las épicas, largas y duras carreras de Franco tan agradables de ver. El juez, completamente hipnotizado, agitaba, blandía y sacudía los puños arriba y abajo acompañando cada gran movimiento.
¿Cuántas veces lo habría visto?, se preguntó Rick.
La última jugada era la más famosa, la Inmaculada Recepción, la recepción involuntaria de Franco de un pase desviado y su milagrosa galopada hasta la zona de anotación en un partido de playoff de 1972 contra Oakland. La jugada había dado pie a más debates, reposiciones, análisis y discusiones que cualquier otra en toda la historia de la NFL, y el juez había memorizado hasta el último fotograma.
La secretaria llegó con los cafés y Rick consiguió musitar un precario «Grazie».
Luego volvieron al vídeo. La segunda parte fue interesante, pero también un poco deprimente. Franco, el juez, había añadido sus propias gestas, unas cuantas carreras lentas alrededor o entre los líneas y los apoyadores, quienes eran aún más lentos que él. Le dirigió una amplia sonrisa a Rick mientras veían a los Panthers en acción, el primer atisbo de Rick de su futuro.
– ¿Qué tal? -preguntó Franco.
– No está mal -dijo Rick, una expresión con la que parecía contestar la mayoría de las preguntas que le hacían en Parma.
La última jugada era un pase de pantalla que Franco recibía de un quarterback desmarcado. Se puso el balón en la barriga, se inclinó como un soldado de infantería y empezó a buscar al primer defensa al que derribar. Un par rebotaron contra él, Franco se zafó de ellos con un giro y, desmarcado, puso la quinta y empezó a correr. Dos esquineros hicieron un breve amago de meter los cascos entre aquel remolino de piernas, pero salieron despedidos por los aires como moscas.
Franco se dirigía directo a la línea de banda, esforzándose al máximo por emular al mejor Franco Harris.
– ¿Está puesto a cámara lenta? -preguntó Rick, tratando de parecer gracioso. -Franco se quedó boquiabierto. Lo había ofendido-. Solo bromeaba -se apresuró a decir Rick-, era un chiste.
Franco consiguió fingir que reía. Cuando cruzó la línea de gol, lanzó el balón contra el suelo y se fue la imagen de la pantalla.
– Llevo siete años jugando como corredor de poder -dijo Franco, regresando al borde de la silla- y nunca hemos ganado al Bérgamo. Este año, con nuestro gran quarterback, ganaremos la Super Bowl. ¿Verdad?
– Por supuesto. ¿Dónde aprendiste a jugar al fútbol americano?
– Con unos amigos.
Ambos tomaron un sorbo de café y guardaron un silencio incómodo, a la espera de que el otro dijera algo.
– ¿Qué tipo de juez eres? -preguntó Rick, al final.
Franco se frotó la barbilla y estuvo meditándolo un buen rato, como si nunca antes hubiera pensado en lo que hacía.
– Hago muchas cosas -dijo finalmente, con una sonrisa.
El teléfono del escritorio empezó a sonar y aunque no contestó, Franco le echó un vistazo al reloj.
– Estamos muy contentos de tenerte aquí, en Parma, amigo Rick. Mi quarterback.