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– Gracias.

– Te veré en los entrenamientos de esta tarde.

– Por supuesto.

Franco se había puesto en pie; sus otras obligaciones lo reclamaban. Rick no esperaba que lo multaran ni que lo castigaran de ninguna otra manera, pero había que atender las «quejas» de Romo, ¿no?

Era evidente que no. Franco despidió a Rick con los obligatorios abrazos, encajadas de mano y promesas de ayudar en lo que hiciera falta, y Rick se encontró al cabo de poco en el pasillo. Bajó la escalera y salió al callejón, solo, como un hombre libre.

8

Sam estaba matando el tiempo en una cafetería vacía con el libro de jugadas de los Panthers, una gruesa carpeta con miles de equis y de circulitos, un centenar de jugadas de ataque y unos cuantos esquemas defensivos. Por gruesa que fuera, ni siquiera se acercaba a las que utilizaban los equipos universitarios, las cuales a su vez apenas eran una nota interna comparadas con los tochos que se utilizaban en la NFL. Y aun así le sobraban páginas, según los italianos. A menudo, en medio del aburrimiento de una larga sesión ante la pizarra se oía mascullar que no era de extrañar que el fútbol europeo tuviera tanto éxito en el resto del mundo. Era fácil de aprender, jugar y comprender.

Pues esto es solo lo básico, siempre tenía la tentación de avisarles Sam.

Rick llegó puntualmente a las once y media y la cafetería seguía vacía. Solo a un par de estadounidenses se les ocurriría pedir que les sirvieran la comida a aquellas horas intempestivas, aunque la comida en sí consistiera únicamente en ensalada y agua.

Rick se había duchado, afeitado y tenía un aspecto mucho menos sospechoso. Le relató la historia de la visita del detective Romo, de su «no arresto» y del encuentro con el juez Franco con gran animación. Sam le escuchó con suma atención y le aseguró que era el primer estadounidense que había recibido una bienvenida como aquella por parte de Franco. Sam había visto el vídeo. Sí, Franco era tan lento en la vida real como en la pantalla, pero era un bloqueador muy duro capaz de abrirse camino a través de un muro de piedra o, al menos, de intentarlo con todas sus fuerzas.

Sam le explicó que, hasta donde llegaba su escaso conocimiento, los jueces italianos eran diferentes de sus colegas estadounidenses. Franco tenía amplia autoridad para iniciar investigaciones y procedimientos, y también presidía juicios. Tras un resumen de treinta segundos sobre el sistema judicial italiano, Sam había agotado lo que sabía sobre el tema, por lo que retomaron el del fútbol americano.

Le dieron vueltas a k lechuga y juguetearon con los tomates, ninguno de los dos tenía demasiada hambre. Al cabo de una hora, se fueron dando un paseo a encargarse de varios asuntos. Lo primero era abrir una cuenta. Sam escogió su propio banco, básicamente porque había un subdirector que chapurreaba inglés y podría solucionarle los problemas que pudieran surgir. Sam insistió en que Rick lo hiciera él mismo y solo le echó una mano cuando las cosas parecieron llegar a un punto muerto. Tardaron una hora, tras la que Rick se sintió frustrado y bastante cohibido. Sam no estaría siempre a su lado para hacerle de traductor.

Después de dar una pequeña vuelta por el barrio de Rick y el centro de Parma, encontraron una pequeña tienda de comestibles que exponía la fruta y la verdura en la acera. Sam le explicó que los italianos preferían comprar fruta fresca a diario en vez de apilar y almacenar alimentos en latas y botellas. El carnicero estaba junto a la pescadería y cada dos pasos había una panadería.

– El concepto de gran supermercado aquí no se estila tanto -dijo Sam-. Las amas de casa planifícala el día según lo que toque comprar.

Rick lo seguía de buen grado, más o menos entretenido con lo que iba viendo aunque muy poco interesado en la idea de tener que cocinar. ¿Para qué preocuparse? Había muchos sitios a los que podía ir a comer. La vinatería y la quesería apenas llamaron su atención, al menos hasta que Rick vio a una jovencita bastante atractiva apilando botellas de vino tinto. Sam le señaló un par de tiendas de ropa de caballero y una vez más dejó caer algún que otro comentario mordaz sobre lo de desechar el uniforme de Florida y adecuar el vestuario a la moda del lugar. También encontraron una tintorería, un bar donde servían un capuchino delicioso, una librería donde solo había libros italianos y una pizzería con el menú en cuatro idiomas.

Luego llegó el momento del coche. En alguna parte del pequeño imperio del signor Bruncardo había quedado Ubre un pequeño coche italiano bastante usado, aunque limpio y reluciente, que durante los siguientes cinco meses pertenecería al quarterback. Rick lo rodeó y lo estudió con detenimiento sin abrir la boca, aunque no pudo evitar pensar que al menos habrían cabido cuatro como aquel en el todoterreno que conducía hasta hacía tres días.

Se encajonó en el asiento del conductor e inspeccionó el salpicadero.

– Está bien -dijo al fin, dirigiéndose a Sam, quien estaba a unos pasos de él, en la acera.

Tocó el cambio de marchas y descubrió que no era rígido y que se movía, demasiado. A continuación, tocó algo con el pie izquierdo que no era el pedal del freno. ¿Un embrague?

– Es manual, ¿no? -dijo.

– Aquí todos los coches son manuales. No es ningún problema, ¿no?

– No, no, claro que no.

No recordaba la última vez que su pie izquierdo había pisado un embrague. Un amigo del instituto tenía un coche con cambio de marchas y Rick había practicado con él un par de veces, aunque de eso hacía unos diez años. Salió rápidamente del vehículo, cerró la puerta de golpe y estuvo tentado de preguntar si no tenían ninguno automático. Pero no lo hizo. No podía parecer preocupado por algo tan tonto como un coche con embrague.

– Es esto o una moto -dijo Sam.

Rick estuvo a punto de pedir la moto.

Sam lo dejó allí, con el automóvil que no se atrevía a conducir. Acordaron que se verían en un par de horas en los vestuarios porque tenían que ponerse con el libro de jugadas lo antes posible. Puede que los italianos no se las aprendieran todas, pero el quarterback estaba obligado a ello.

Rick dio la vuelta ala manzana pensando en todos los libros de jugadas que había tenido que soportar en su nómada carrera. Arnie lo llamaba con un nuevo contrato, Rick tomaba un vuelo para presentarse en el equipo de turno, entusiasmado, lo recibían con una breve y escueta bienvenida en las oficinas y lo llevaban a dar una vuelta rápida por el estadio, los vestuarios y todo lo demás. Luego, el entusiasmo se apagaba en el instante en que el segundo entrenador entraba con el gigantesco libro de jugadas y lo dejaba caer delante de él. «Memorízalo para mañana» era la orden de rigor.

Claro, entrenador. Un millón de jugadas. No hay problema.

¿Cuántos libros habían sido? ¿Cuántos asistentes del entrenador? ¿Cuántos equipos? ¿Cuántas paradas a lo largo del camino en una carrera frustrante que había acabado llevándolo a una pequeña ciudad del norte de Italia? Pidió una cerveza en la terraza de una cafetería y no pudo sacudirse de encima la deprimente sensación de que aquel no era su sitio.

Se paseó por la vinatería, aterrorizado por si a algún dependiente se le ocurría preguntarle si podía ayudarlo en algo. La atractiva joven que apilaba las botellas de tintos se había esfumado.

Y allí volvía a estar otra vez, contemplando el coche de cinco marchas con embrague incorporado. Ni siquiera le gustaba el color, un cobrizo oscuro que no había visto nunca. Estaba en una calle de único sentido y bastante tráfico, en una hilera de coches similares aparcados casi pegados los unos a los otros. Apenas había treinta centímetros entre un parachoques y el siguiente. Cualquier intento por sacarlo de allí implicaría tener que tirar el coche hacia delante y hacia atrás una y otra vez hasta que pudiera asomar las ruedas delanteras a la calle. Era imprescindible una coordinación perfecta entre el embrague, la palanca de cambios y el acelerador.