Sly y Trey andaban por allí cerca, riéndose de él y reencontrándose con sus viejos compañeros de equipo. Ambos habían prometido que aquel sería su último año en Italia. Pocos estadounidenses regresaban una tercera temporada.
El entrenador Russo los llamó al orden y les dio la bienvenida a todos. Utilizaba un italiano pausado y reflexivo. Los jugadores estaban repantigados en el suelo, en los banquillos, en las sillas, incluso sobre las taquillas. Aunque lo intentó, Rick no consiguió evitar retrotraerse a sus tiempos en el instituto de Davenport South y recordar sus vestuarios. Al menos eran cuatro veces más grandes que aquel.
– ¿Lo entiendes? -le preguntó a Sly en voz baja.
– Claro -contestó este, sonriendo.
– ¿Y qué dice?
– Dice que el equipo no ha podido encontrar a un quarterback decente durante el descanso entre temporadas, así que volvemos a estar jodidos.
– ¡Silencio! -gritó Sam a los estadounidenses, para regocijo de los italianos.
Si tú supieras, pensó Rick. Una vez había visto cómo un entrenador semifamoso de la NFL había despachado a un novato por hablar en una reunión de equipo durante el campamento de la pretemporada. Lo hizo sin pensárselo dos veces, y el joven casi se había echado a llorar. Algunas de las broncas, rapapolvos y abusos verbales más memorables que Rick había visto en el fútbol americano no habían ocurrido en el fragor de la batalla, sino en el interior de los supuestamente seguros vestuarios.
– Mi displace -dijo Sly en voz alta, provocando aún más risas sofocadas.
Sam continuó.
– ¿Qué has dicho? -preguntó Rick, en un susurro.
– Que lo siento -musitó Sly entre dientes-. Y ahora calla.
Rick le había mencionado anteriormente a Sam que necesitaba intercambiar unas palabras con el equipo. Cuando Sam terminó de darles la bienvenida, presentó a Rick e hizo de traductor. Rick se levantó y saludó a sus compañeros con una leve inclinación de cabeza.
– Estoy muy contento de estar aquí -dijo- y ya tengo ganas de que empiece la temporada. -Sam levantó una mano. ¡Alto!, traducción. Los italianos sonrieron-. Me gustaría aclarar una cosa. -¡Alto!, más italiano-. He jugado en la NFL, aunque no mucho tiempo y nunca he disputado una Super Bowl. -Sam frunció el ceño y tradujo. Más tarde ya le explicaría que los italianos no eran demasiado amantes de la modestia y el recato-. De hecho, nunca he jugado de titular siendo profesional. -Ante el nuevo ceño de Sam, este más acentuado que el anterior, y un italiano más pausado, Rick se preguntó si el entrenador no estaría interpretando demasiado libremente sus palabras. Los italianos no sonreían. Rick miró a Niño y continuó-. Solo quería aclararlo. Mi objetivo es ganar mi primera Super Bowl aquí, en Italia.
Sam tradujo con entusiasmo y, cuando terminó, el vestuario estalló en aplausos. Rick se sentó y recibió un abrazo de oso de Franco, quien se las había arreglado para robar a Niño el papel de guardaespaldas.
Sam describió el plan de entrenamiento a grandes trazos y se acabaron los discursos. Abandonaron los vestuarios en desbandada con un rugido entusiasta y salieron al campo, donde se repartieron de manera relativamente organizada y empezaron a hacer estiramientos. En ese momento se unió a ellos un caballero de cuello grueso, cabeza afeitada y bíceps prominentes. Era Alex Olivetto, antiguo4ugador,ahora segundo entrenador e italiano hasta la médula. El hombre se paseó entre las hileras de jugadores, ladrándoles órdenes como un quarterback furibundo, y nadie replicó.
– Está como una chota -dijo Sly, cuando Alex estuvo lejos.
Rick estaba al final de una de las filas, delante de Sly y detrás de Trey, imitando los estiramientos y los ejercicios de sus compañeros de equipo. Alex empezó con lo más básico -saltos sincronizados de brazos y piernas, flexiones, abdominales, carreras cortas- hasta llegar a una sesión agotadora de correr en el sitio tirándose al suelo de vez en cuando y volviéndose a levantar. Al cabo de quince minutos, Rick respiraba agitadamente e intentaba olvidar la cena de la noche anterior. Miró a su izquierda y se fijó en que Niño estaba sudando a mares.
Al cabo de treinta minutos, Rick estuvo muy tentado de llevarse a Sam a un aparte y explicarle cuatro cosas. Vamos a ver, él era el quarterback y los quarterbacks, los profesionales, no están obligados a seguir la misma tontería de entrenamiento militar que los jugadores normales y corrientes. Sin embargo, Sam estaba lejos, en la otra punta del campo. En ese momento Rick se dio cuenta de que estaban observándolo. A medida que se alargaba el calentamiento, iba pescando las miradas de sus compañeros, quienes solo pretendían comprobar si un verdadero quarterback profesional podía aguantar como los demás. ¿Era un miembro del equipo o una diva de paso? Rick apretó un poco más para impresionarlos. Por lo general, los esprints de resistencia se dejaban para el final de la tabla, pero no con Alex. Al cabo de cuarenta y cinco minutos de ejercicios extenuantes, los miembros del equipo se reunieron en la línea de gol y, en grupos de seis, corrieron cuarenta yardas, donde Alex los esperaba con un silbato que no dejaba de sonar y un insulto desagradable para el más rezagado de todos. Rick acompañaba a los corredores. Sly se desmarcaba de los demás con la misma facilidad con que Franco llegaba el último, con un bramido. Rick iba en el medio y, durante las carreras, recordó los días dorados en Davenport South, cuando corría como si lo persiguiera el diablo y anotaba casi tantos touchdowns con los pies como con el brazo. La velocidad de las carreras disminuyó considerablemente en la universidad; en fin, no era un quarterback corredor, y a los profesionales casi se les prohibía correr, que era el mejor modo de romperse una pierna.
Los italianos charlaban entre ellos, animándose mientras seguían los esprints. Al cabo de cinco rondas ya les costaba respirar y eso que Alex no había hecho más que empezar.
– ¿Te cuesta vomitar? -le preguntó Sly, entre jadeos.
– ¿Por qué?
– Porque nos hace seguir corriendo hasta que alguien devuelve.
– Por mí no te cortes.
– Ojalá pudiera.
Al cabo de diez carreras de cuarenta yardas, Rick estaba preguntándose qué esperaba exactamente de Parma. Sentía los tendones de la corva a punto de romperse, le dolían las pantorrillas, no se tenía en pie, no podía respirar y estaba empapado de sudor a pesar del frío que hacía. Tendría una charla con Sam y aclararía unas cuantas cosas. Aquello no era fútbol de instituto. ¡Él era un profesional!
Niño salió disparado hacia la banda, se arrancó el casco y vomitó. El equipo le coreó gritos de ánimo y Alex dio tres breves soplidos a su silbato. Tras una pausa para refrescarse, Sam se adelantó con las instrucciones. El se llevaría a los corredores y a los receptores, Niño se haría cargo de los líneas ofensivos, Alex se iría con los apoyadores y los líneas defensivos y Trey se encargaría de la secundaria. Se repartieron por el campo.
– Este es Fabrizio -dijo Sam, presentándole el flacucho receptor a Rick-. Nuestro ala abierta, grandes manos.
Se saludaron con un gesto. Engreído, nervioso y convencido de ser la gran esperanza blanca del fútbol americano italiano. Sam había puesto a Rick al corriente acerca de Fabrizio y le había sugerido que fuera benévolo con el chico los primeros días. No pocos receptores de la NFL habían tenido problemas con las balas de Rick, al menos en los entrenamientos. En los partidos, las balas, aunque bonitas, demasiado a menudo volaban altas y desviadas. Algunas habían llegado a atraparlas los espectadores de la quinta fila.