En cuanto volvieron a dejarlo solo, Rick empezó a buscar con cuidado el mando a distancia. En un rincón de la habitación había colgado un televisor de tamaño considerable. Quería sintonizar la ESPN y acabar con aquello de una vez por todas. Cada minuto que pasaba era un suplicio, y no solo por el dolor de cabeza o el del cuello, sino porque también tenía la sensación de que alguien le había clavado un cuchillo en la zona lumbar y por la aguda molestia del codo izquierdo, con el que no lanzaba.
¿Placado? Se sentía como si lo hubiera aplastado una hormigonera.
Volvió a entrar la enfermera y esta vez llevaba una bandeja con varias pastillas.
– ¿Dónde está el mando a distancia? -preguntó Rick.
– Ah, la televisión no funciona.
– Arnie la ha desenchufado, ¿no?
– ¿El qué?
– La televisión.
– ¿Quién es Arnie? -preguntó, mientras manipulaba una aguja bastante grande.
– ¿Qué es eso? -quiso saber Rick, olvidando a Arnie por un momento.
– Vicodina. Le ayudará a dormir.
– Estoy cansado de dormir.
– Ordenes del médico, ¿de acuerdo? Tiene que descansar, y mucho.
Inyectó la vicodina en la bolsa de suero intravenoso y comprobó el goteo de los líquidos transparentes.
– ¿Es seguidora de los Browns? -preguntó Rick.
– Mi marido.
– ¿Estuvo ayer en el estadio?
– Sí.
– ¿Tan mal fue?
– No quiera saberlo.
Cuando se despertó, Arnie volvía a estar allí, sentado en una silla junto a la cama, leyendo el Cleveland Post. Al final de la primera plana, Rick consiguió distinguir un titular: «Los seguidores toman el hospital al asalto».
– ¡Qué! -exclamó Rick, reuniendo todas sus fuerzas.
Arnie cerró el periódico de golpe y se puso en pie de un salto.
– ¿Estás bien, hijo?
– De maravilla, Arnie. ¿Qué día es hoy?
– Martes, temprano por la mañana. ¿Cómo estás, hijo?
– Dame ese periódico.
– ¿Qué quieres saber?
– ¿Qué está ocurriendo, Arnie?
– ¿Qué quieres saber?
– Todo.
– ¿Has visto la televisión?
– No. Tú la desenchufaste. Dime la verdad, Arnie.
Arnie hizo crujir los nudillos y se acercó lentamente a la ventana, donde apenas se atrevió a separar las lamas de la persiana. Echó un vistazo al exterior, como si el problema estuviera allí fuera.
– Ayer algunos gamberros vinieron aquí y montaron una escena. La poli supo manejarlos y arrestó a cerca de una docena. Solo era una panda de matones. Seguidores de los Browns. -¿Cuántos?
– El periódico dice que unos veinte. Unos borrachos.
– Y ¿por qué vinieron aquí, Arnie? Solo estamos nosotros dos, agente y jugador. La puerta está cerrada. Por favor, rellena los vacíos.
– Se enteraron de que estabas aquí. Estos días hay mucha gente a la que le gustaría pegarte un tiro. Has recibido un centenar de amenazas de muerte. La gente está disgustada. Incluso yo he recibido amenazas. -Arnie se apoyó contra la pared con cierto aire de suficiencia ahora que alguien consideraba que su vida valía lo suficiente para amenazarlo de muerte-. ¿Sigues sin recordar nada? -preguntó.
– Nada.
– Los Browns van diecisiete a cero por delante de los Broncos a tan solo once minutos del final, aunque decir cero es decir poco para la paliza que les estabais dando. Después del tercer cuarto, los Broncos han conseguido ochenta y una yardas en ataque y tres, sí, lo que oyes, tres primeros downs. ¿Y ahora?
– Nada.
– Ben Marroon está jugando de quarterback porque a Nagle se le desgarró el tendón de la corva en el primer cuarto.
– Eso sí lo recuerdo.
– A once minutos del final, Marroon recibe un golpe a destiempo tremendo y lo sacan del campo. Nadie parece preocupado porque la defensa de los Browns podría detener al general Patton y sus tanques. Entras tú, tercera y doce, lanzas un bello pase cerca de la línea de golpeo hacia Sweeney, quien, mira por dónde, juega con los Broncos y quien cuarenta yardas después se encuentra en la zona de anotación. ¿Recuerdas algo de eso?
– No -contestó Rick, cerrando los ojos lentamente.
– No te esfuerces demasiado. Ambos equipos despejan y a continuación los Broncos pierden el balón. A seis minutos del final, en la tercera y ocho, cambias la jugada y le lanzas a Bryce en una ruta de gancho, pero la pelota sale alta y la atrapa alguien con camiseta blanca, no recuerdo su nombre, pero desde luego corre que se las pela. Diecisiete a catorce. El ambiente está tenso, más de ochenta mil espectadores. Unos minutos antes estaban celebrando la primera Super Bowl de la historia y todo eso. Los Broncos patean, los Browns corren el balón tres veces porque Cooley no consigue que cuaje una jugada de pase, así que los Browns despejan. O lo intentan. El saque es defectuoso, los Broncos se hacen con el balón en la línea de las treinta y cuatro yardas de los Browns, lo cual no es un problema porque en tres jugadas, la defensa de los Browns, que en esos momentos está muy, pero que muy cabreada, los hacen retroceder quince yardas, lejos del gol de campo. Los Broncos despejan, tú tomas el mando en tu yarda seis y en los siguientes cuatro minutos consigues meter el balón en medio de la línea defensiva. El avance se detiene a medio campo, tercera y diez, solo quedan cuarenta segundos para el final. Los Browns no quieren pasar el balón, y mucho menos despejarlo. No sé qué intenciones tiene Cooley, pero tú vuelves a cambiar la jugada, disparas un misil a la banda derecha en dirección a Bryce, que está desmarcado. Justo en el blanco.
Rick intentó incorporarse y por un segundo olvidó sus achaques.
– Sigo sin recordar nada.
– Justo en el blanco, pero demasiado fuerte. La pelota golpea a Bryce en el pecho, rebota y Goodson la atrapa. El tipo galopa hacia la tierra prometida. Los Browns pierden veintiuno a diecisiete. Tú estás en el suelo, casi partido por la mitad. Te suben a una camilla y al tiempo que te sacan del campo, la mitad del público está abucheándote y la otra mitad está celebrándolo como locos. Había bastante jaleo, nunca había oído nada semejante. Un par de borrachos saltan de las gradas y corren hacia la camilla. Te habrían matado, pero aparecen los de seguridad. Se arma una buena y eso también aparece en todos los programas.
Rick se había desplomado en la cama, más hundido que nunca, con los ojos cerrados. Notaba que le costaba respirar. El dolor de cabeza había vuelto, junto con las punzadas de dolor en el cuello y a lo largo de la columna vertebral. ¿Dónde estaban las drogas?
– Lo siento, hijo -dijo Arnie.
La habitación era más acogedora en penumbra, así que Arnie bajó la persiana y volvió a sentarse en la silla, con el periódico. Su cliente parecía difunto.
Los médicos querían darle el alta, pero Arnie había insistido fervientemente en que necesitaba unos cuantos días más de descanso y protección. Los Browns pagaban a los guardias de seguridad y no les hacía ninguna gracia. El equipo también corría con los gastos médicos, por lo que no tardarían en quejarse.
Además, Arnie también estaba harto. La carrera de Rick, si podía llamársela así, estaba acabada. Arnie se llevaba el cinco por ciento y el cinco por ciento de la paga de Rick no llegaba para cubrir los gastos.
– Rick, ¿estás despierto?
– Sí-contestó, con los ojos cerrados.
– Escúchame, ¿de acuerdo?
– Te escucho.
– La parte más difícil de mi trabajo es decirle al jugador que ha llegado el momento de dejarlo. Tú has jugado toda la vida, es lo único que sabes hacer, lo único con lo que sueñas. Nadie está nunca preparado para dejarlo, pero, Rick, viejo amigo, ha llegado el momento de retirarse. No te queda otro remedio.