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En ese momento apareció. No la había visto caminando por la acera. Estaba allí, como si llevara horas mirando, con el cuerpo envuelto en un largo abrigo de lana y la cabeza tapada con un chal amarillo. Se trataba de una anciana tirando de la correa de un perro anciano al que había sacado a la calle para que diera el paseo de la mañana, detenida ante los violentos autos de choque a los que estaba jugando un vehículo de color cobrizo conducido por un idiota.

Entrecruzaron una mirada. El ceño fruncido y el rostro profundamente arrugado transmitían a la perfección lo que pensaba la señora. La desesperación de Rick era bastante evidente. Dejó de maldecir un momento. El perro, una especie enclenque de terrier que parecía tan perplejo como su ama, también lo miraba.

Rick tardó unos segundos en comprender que no era la dueña de ninguno de los dos coches que él estaba machacando, claro que no. Era una simple transeúnte y antes de que pudiera llamar a la policía, si esa fuera su intención, él ya se habría ido. O eso esperaba. De todos modos, iba a decir algo como «¿Qué cono está mirando?» cuando comprendió que no iba a entenderlo y que seguramente adivinaría que él era estadounidense. Un súbito patriotismo selló sus labios.

Con el morro del coche asomando a la calle, no tenía tiempo para miraditas. Volvió la cabeza con brusquedad hacia el problema que tenía entre manos, metió la primera, encendió el motor y se aconsejó jugar con el embrague y el acelerador en perfecta coordinación para que el coche se pusiera en marcha de una vez por todas y pudiera irse de allí, dejando atrás a su público. Pisó el acelerador a fondo y el motor volvió quejarse, pero Rick levantó lentamente el pie del embrague mientras giraba el volante todo lo que podía. No le dio al de delante de milagro. Por fin libre, avanzó por via Antini todavía con la primera puesta y el motor acelerado. Cometió el error de lanzar una última mirada triunfante a la mujer y al perro y entonces vio los dientes manchados de la anciana: estaba riéndose de él. El perro ladraba y tiraba de la correa, como si también estuviera divirtiéndose.

Rick había memorizado las calles por las que tendría que pasar en su huida, una gesta nada despreciable considerando que casi todas eran callejones de un solo sentido y a menudo bastante intrincados. Se dirigió hacia el sur, cambiando de marcha solo cuando era imprescindible, y pronto salió a via le Berenini, una calle amplia por la que circulaban varios coches y camiones de reparto. Se detuvo en un semáforo, metió la primera y rezó para que nadie se parara detrás de él. Esperó a que se pusiera en verde y avanzó con una sacudida, pero no caló el coche. ¡Toma! Lo estaba consiguiendo.

Cruzó el río Parma por el Ponte Italia y echó un rápido vistazo abajo, donde vio las mansas aguas. Se había alejado del centro y por allí había incluso menos tráfico. El objetivo era via le Vittoria, una avenida ancha, larga y de cuatro carriles que rodeaba la parte oriental de Parma. Muy llana y casi desierta en la penumbra que precede al amanecer. Perfecta para practicar.

Durante una hora, mientras el sol asomaba sobre la ciudad, Rick condujo arriba y abajo por una calzada sin cuestas ni bajadas. El embrague se quedaba un poco enganchado cuando lo pisaba y ese ligero problema llamó su atención. Sin embargo, al cabo de una hora de trabajo diligente iba ganando confianza y él y su coche estaban convirtiéndose en uno. Ya no pensaba en dormir, estaba demasiado impresionado con su nueva habilidad.

Practicó el aparcamiento dentro de las líneas amarillas en una amplia mediana, adelante y atrás, una y otra vez, hasta que se cansó. Había ganado seguridad en sí mismo y se había fijado en un bar cerca de la piazza Santa Croce. ¿Por qué no? Se sentía más italiano por momentos y necesitaba cafeína. Volvió a aparcar, apagó el motor y disfrutó de un enérgico paseo. Las calles ya estaban llenas de gente, la ciudad había vuelto a la vida.

El bar estaba abarrotado y había mucho ruido, por lo que su primer impulso fue salir de allí cuanto antes y regresar a la seguridad de su vehículo. Pero no, había firmado por cinco meses y no iba a pasarse todo ese tiempo huyendo. Se acercó a la barra, llamó la atención del camarero y pidió un espresso.

El camarero le hizo una señal con la cabeza en dirección a un rincón donde una señora oronda se sentaba detrás de una caja registradora. El hombre no parecía inclinado a prepararle un espresso a Rick, quien retrocedió un paso y volvió a plantearse salir de allí. Un hombre de negocios trajeado entró con prisas. Llevaba un par de periódicos y un maletín y se dirigió directamente a la cajera.

– Buon giorno -la saludó, y ella le respondió lo mismo-. Caffé -dijo, mientras sacaba un billete de cinco euros.

La señora lo cogió, le dio el cambio y le entregó un resguardo. El hombre llevó el resguardo a la barra y lo dejó donde uno de los camareros pudiera verlo. Al final uno de ellos se hizo cargo del papelito, intercambiaron un «buon giorno» y todo fue como la seda. Al cabo de unos segundos, una tacita con su platillo aterrizó en la barra y el hombre de negocios, enfrascado en la primera plana del periódico, le añadió azúcar, lo removió y se lo bebió de un solo trago.

De modo que así era como se hacía.

Rick se acercó a la cajera, musitó un «Buon giorno» pasable y le tendió un billete de cinco euros antes de que la señora tuviera tiempo de responder. Esta le entregó el cambio y el mágico resguardo.

Mientras estaba en la barra saboreando su café, se fijó en el ajetreo que había en el bar. La mayoría de la gente había parado allí de camino al trabajo y parecía conocerse. Algunos hablaban sin parar mientras que otros estaban enfrascados en sus periódicos. Los camareros trabajaban sin descanso, con movimientos calculados y precisos. Bromeaban en un veloz italiano y eran rápidos en devolver las ocurrencias de los clientes. Lejos de la barra había mesas donde los camareros con delantales blancos servían café, botellas de agua y todo tipo de bollería. A Rick lo asaltó el hambre de repente, a pesar de la tonelada de carbohidratos que había ingerido hacía apenas unas horas en el Pólipo. Una bandeja de ensaimadas llamó su atención y se le antojó una cubierta de chocolate y crema. Pero ¿cómo la conseguiría? Porque no se atrevía a abrir la boca, al menos con tanta gente observando. Tal vez la cajera del rincón se apiadara de un estadounidense que solo sabía señalar.

Se fue del bar hambriento. Paseó por via le Vittoria y luego se aventuró por una calle lateral, sin ningún otro objetivo que disfrutar del paisaje. Otro bar llamó su atención. Entró con seguridad, se dirigió derecho a la cajera, de nuevo una mujer mayor y corpulenta, y dijo:

– Buon giorno, capuchino, por favor. -La cajera ni se inmutó ante la posible nacionalidad de Rick y esa indiferencia lo animó. El quarterback señaló una pasta gruesa de un estante que había junto a la barra y añadió-: Y una de esas.

La señora volvió a asentir con la cabeza mientras él le entregaba un billete de diez euros, con lo que tendría más que suficiente para pagar un café y un cruasán. El bar no estaba tan lleno como el otro y Rick saboreó el cornetto y el capuchino.