Se llamaba Bar Bruno y quienquiera que fuera ese tal Bruno, estaba claro que adoraba el fútbol europeo. Las paredes estaban cubiertas de pósters, fotos de jugadas y calendarios de hacía treinta años. Había una pancarta de la victoria del Mundial de 1982. Bruno había pegado una colección de fotos en blanco y negro ampliadas sobre la cajera: Bruno con Chinaglia, Bruno abrazando a Baggio.
Rick supuso que lo tendría difícil para encontrar un bar o una cafetería en Parma con una sola imagen de los Panthers. En fin, aquello no era Pittsburgh.
El coche estaba exactamente donde lo había dejado. La cafeína había aumentado la confianza en sí mismo, por lo que metió la marcha atrás sin dificultad y a continuación salió a la carretera con toda suavidad, como si llevara años conduciendo un automóvil con embrague.
El desafío que suponía el centro de Parma era apabullante, pero no le quedaba más remedio que cruzarlo. Tarde o temprano tendría que regresar a casa y llevarse el coche con él.
La primera vez que se fijó en la patrulla de policía, no se alarmó, lo seguían con toda tranquilidad. Rick se detuvo en un semáforo en rojo y esperó con paciencia mientras mentalmente manejaba el embrague y el acelerador. La luz cambió a verde, se le escurrió el embrague, el coche dio un tirón y se caló. Nervioso, volvió a poner la marcha al tiempo que encendía el motor, maldecía y no le quitaba el ojo a la policía. El coche patrulla blanco y negro estaba en su retrovisor y los dos jóvenes agentes fruncían el ceño.
¿Qué pasa? ¿Algún problema ahí atrás?
El segundo intento fue peor que el primero y cuando el coche volvió a calarse de inmediato, la policía de repente apretó el claxon.
Al final, el motor se encendió. Rick pisó el acelerador, pero apenas levantó el pie del embrague, por lo que el auto avanzó aunque a velocidad de tortuga y rugiendo con una marcha tan pequeña. La policía lo siguió muy de cerca, seguramente entretenida con las sacudidas y los tirones del de delante. A la manzana siguiente, encendieron las luces azules.
Rick detuvo el coche en una zona de descarga, delante de una hilera de tiendas. Apagó el motor, tiró con fuerza del freno de mano e, instintivamente, se inclinó hacia el salpicadero. No se había parado a pensar en las leyes italianas respecto al registro de vehículos o a las normas de circulación, ni siquiera había supuesto que los Panthers, y en concreto el signor Bruncardo, se habrían ocupado de aquellos temas. No había supuesto nada, no había pensado en nada, no se había preocupado por nada. Era un atleta profesional, había sido una estrella en el instituto y en la universidad, y desde esas alturas los pequeños detalles siempre habían sido irrelevantes.
El salpicadero estaba vacío.
El policía le dio unos golpecitos a la ventanilla y Rick la bajó. Manualmente, no eran automáticas.
El policía dijo algo y Rick captó la palabra «documenti». Sacó la cartera sin perder tiempo y le tendió su carnet de conducir de Iowa. ¿Iowa? Hacía seis años que no vivía en Iowa, aunque tampoco se había establecido de manera definitiva en ningún otro sitio. Al ver que el poli fruncía el ceño mientras leía la tarjeta de plástico, Rick se hundió unos centímetros en el asiento mientras recordaba una conversación telefónica que había mantenido con su madre en Navidad. Había recibido una multa del estado. Tenía el carnet caducado.
– Americano? -preguntó el agente en tono acusador.
Según la placa, se llamaba Aski.
– Sí -contestó Rick en inglés, aunque podría haberlo hecho en italiano.
Si no lo hizo fue porque el más mínimo uso de aquel idioma llevaba al otro interlocutor a pensar que el extranjero lo hablaba con fluidez.
Aski abrió la puerta y le hizo un gesto a Rick para que bajara. El otro agente, Dini, se acercó muy ufano con expresión desdeñosa y se enzarzó con su compañero en una rápida discusión en italiano. Por la pinta de ambos, Rick creyó que iban a darle una paliza en cualquier momento. Tenían veintipocos años y eran altos y corpulentos como levantadores de pesas. Podrían jugar en la defensa de los Panthers. Una pareja de ancianos se detuvo en la acera, a un metro, para presenciar la escena.
– ¿Habla italiano? -preguntó Dini.
– No, lo siento.
Ambos pusieron los ojos en blanco. Otro imbécil.
Se separaron e iniciaron una inspección teatral de la escena del crimen. Miraron la matrícula delantera y luego la trasera. Abrieron el salpicadero, con cuidado, como si pudiera llevar una bomba. Luego el maletero. Rick empezó a aburrirse y se apoyó contra el guardabarros delantero de la izquierda. Los agentes se reunieron, intercambiaron opiniones y llamaron a la central, tras lo que comenzó el inevitable papeleo. Ambos agentes se pusieron a escribir sin parar.
A Rick le intrigaba el crimen que pudiera haber cometido. Estaba seguro de que se habían violado las leyes de matriculación, pero se declararía inocente de cualquier otra infracción al volante. Pensó en llamar a Sam, pero se había dejado el móvil junto a la cama. Cuando vio la grúa, estuvo a punto de echarse a reír.
Después de que el coche desapareciera, invitaron a Rick a ocupar el asiento trasero del coche patrulla y se lo llevaron de allí. Sin esposas, sin amenazas, todo correcto y civilizado. Al cruzar el río, recordó que llevaba algo en la cartera. Sacó una tarjeta de presentación que había cogido en el despacho de Franco y se la dio a Dini, que iba en el asiento delantero.
– Mi amigo -dijo.
Giuseppe Lazzarino, Giudice.
Ambos agentes parecían conocer al juez Lazzarino muy bien. El tono, el comportamiento y el lenguaje corporal cambiaron al instante. Se pusieron a hablar en voz baja, como si no quisieran que su prisionero los oyera. Aski suspiró profundamente mientras Dini se encogía de hombros. Cuando cruzaron el río, cambiaron de dirección y por unos minutos dio la impresión de que conducían en círculos. Aski llamó a alguien por radio, pero no encontró a quien fuera o lo que fuera que buscaba. Dini utilizó el móvil, pero tampoco consiguió su propósito. Rick se acomodó en el asiento trasero, riéndose para sus adentros e intentando disfrutar del paseo turístico por Parma.
Dejaron a Rick en el banco que había delante del despacho de Franco, el mismo que Romo había escogido unas veinticuatro horas antes. Dini entró de mala gana mientras Aski se apostaba seis metros más allá, en el pasillo, como si no conociera a Rick de nada. La espera se hizo larga.
Rick tenía curiosidad por saber si aquello contaría como un arresto verdadero o si sería de los de Romo. A saber. Un altercado más con la policía, y los Panthers, Sam Russo, el signor Bruncardo y su mísero contrato se irían a paseo. Casi echaba de menos Cleveland.
Oyó unas voces airadas antes de que la puerta se abriera de sopetón y su corredor de poder la atravesara a la carga con Dini a la zaga. Aski se puso en posición de firmes de un salto.
– Riick, lo siento de veras -rugió Franco, levantándolo del banco y estrujándolo en un abrazo de oso-. Lo siento mucho. Ha sido un malentendido, ¿verdad?
El juez fulminó a Dini con la mirada, quien estaba estudiando con verdadera concentración sus botas negras y lustrosas, ligeramente pálido. Aski parecía un ciervo delante de los faros de un coche.
Rick intentó decir algo, pero no le salieron las palabras. En la puerta, la preciosa secretaria de Franco observaba el encuentro. Franco le dirigió unas cuantas palabras a Aski y luego una seca pregunta a Dini, quien iba a contestar, pero se lo pensó dos veces. El juez se volvió hacia Rick.
– No hay problema, ¿de acuerdo?
– Bien -dijo Rick-. De acuerdo.
– ¿El coche no es tuyo?
– Ah, no, creo que es del signor Bruncardo.
Franco abrió los ojos de par en par y enderezó la espalda.
– ¿De Bruncardo?
Al oír aquello, Aski y Dini estuvieron a punto de desmayarse. Todavía seguían en pie, pero se les había cortado la respiración. Franco les dirigió varias frases en un duro italiano y Rick captó al menos un par de «de Bruncardo».