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Se reunieron en el Pólipo, donde tenían aseguradas toda la cerveza y la pizza que quisieran a cargo del signor Bruncardo. La noche se alargó con chistes verdes y canciones subidas de tono animadas por la bebida. Los estadounidenses -Rick, Sly, Trey y Sam- se sentaron juntos en un extremo de la larga mesa y se rieron con los italianos hasta que empezó a dolerles el estómago.

Rick envió a sus padres un correo electrónico a la una de la madrugada.

Mamá y papá: Hoy hemos jugado nuestro primer partido, hemos ganado al Nápoles por 3 touchdowns. 18 pases completos de 22,310 yardas, 4 touchdowns, una intercepción; también he corrido para 98 yardas, un touchdown; en cierta forma me recuerda a los viejos tiempos del instituto. Estoy pasándomelo. bien. Os quiero. Rick.

Y otro a Arnie:

Invicto en Parma; primer partido, 5 touchdowns, 4 aéreos, uno por tierra. Estoy hecho un toro. No, bajo ningún concepto jugaré en la AFL. ¿Has hablado con los Tampa Bay?

13

El palazzo de Bruncardo era un majestuoso edificio del siglo ski situado en el via le Giovanni Mariotti, a unas cuantas manzanas de la catedral y con vistas al río. Rick se acercó dando un paseo de diez minutos. Había dejado aparcado el coche en una calle lateral después de encontrar un sitio inmejorable al que se resistía a renunciar.

Era la tarde del domingo posterior a la gran victoria contra los Briganti, y aunque no tenía planes para la noche, lo que menos le apetecía era lo que estaba a punto de hacer. Mientras deambulaba arriba y abajo por el via le Giovanni Mariotti intentando estudiar el palazzo sin parecer estúpido y buscando desesperadamente la puerta de entrada, volvió a preguntarse cómo había acabado arrinconado en aquella esquina.

Sam. Sam lo había presionado, con la ayuda de Franco.

Por fin dio con el timbre y enseguida apareció un mayordomo entrado en años, muy serio, que lo dejó pasar a regañadientes. El mayordomo, vestido de frac, miró a Rick de arriba abajo y no pareció aprobar su atuendo. Rick creía que iba bastante bien: chaqueta azul marino, pantalones de sport oscuros, calcetines, mocasines negros, camisa blanca y corbata, todo comprado en una de las tiendas que le había sugerido Sam. Casi se sentía italiano. Siguió al carcamal a través de un gran vestíbulo con techos altos decorados con frescos y relucientes suelos de mármol. Se detuvieron en un gran salón y la signora Bruncardo, que hablaba un inglés muy seductor, enseguida se adelantó a recibirlo. Se llamaba Silvia. Era atractiva, iba muy pintada, se había hecho algún retoque facial apenas perceptible y estaba muy delgada, una delgadez que acentuaba el vestido negro y centelleante que lucía y que casi parecía una segunda piel. Tendría unos cuarenta y cinco años, veinte menos que su marido, Rodolfo Bruncardo, quien no tardó en aparecer y estrecharle la mano a su quarterback. Rick tuvo la inmediata impresión de que no la dejaba demasiado tiempo a solas, y con razón. Era una mujer imponente.

En un inglés con fuerte acento italiano, Rodolfo le dijo que sentía mucho no haberle conocido antes, pero que los negocios lo habían mantenido alejado de la ciudad, etcétera. Era un hombre muy ocupado y llevaba muchos contratos entre manos. Silvia los observaba con unos ojazos castaños en los que era fácil perderse. Por fortuna, Sam apareció con Anna y la conversación se hizo más fluida. Hablaron sobre la victoria del día anterior y, más importante aún, sobre el artículo del domingo en la página de deportes. La estrella de la NFL, Rick Dockery, había conducido a los Panthers hacia una victoria aplastante en el partido de inicio de temporada en campo propio y la foto a color era la de Rick cruzando la línea de gol con el primer touchdown de carrera que conseguía en una década.

Rick estuvo correcto en todo momento. Dijo que adoraba Parma, que el apartamento y el coche eran perfectos, que el equipo era la bomba y que estaba ansioso por ganar la Super Bowl. Franco y Antonella entraron en la habitación y se llevó a cabo el ritual de los abrazos. Un camarero se detuvo junto a ellos con copas de prosecco muy frío.

Se trataba de una fiesta muy privada: los Bruncardo, Sam y Anna, Franco y Antonella y Rick. Tras las bebidas y los aperitivos, se pusieron en camino. Las mujeres iban de largo, con tacones altos y visones, y los hombres vestían de traje. Todo el mundo hablaba en italiano y a la vez. Rick iba calentándose poco a poco, maldiciendo a Sam, a Franco y al viejo Bruncardo por la absurda velada.

Había encontrado un libro en inglés sobre la región de la Emilia Romagna, y aunque en gran parte hacía referencia a la gastronomía y el vino, también había una amplia sección dedicada a la ópera, cuya lectura se le hizo pesada.

El Teatro Regio había sido construido a principios del siglo XIX a petición de una de las primeras mujeres de Napoleón, María Luisa, quien prefería vivir en Parma porque así se mantenía alejada del emperador. Cinco pisos de palcos privados daban al patio de butacas, la orquesta y el extenso escenario. Los parmesanos están convencidos de que es el mejor teatro de ópera del mundo y consideran la ópera un derecho inalienable. Tienen muy buen oído y no escatiman críticas. Un cantante que abandona el escenario entre aplausos está preparado para enfrentarse al mundo. Una actuación mediocre o un falsete conducen a una clamorosa desaprobación.

El palco de los Bruncardo estaba en la segunda planta. El escenario quedaba a la izquierda y las butacas eran excelentes. Mientras el grupo se acomodaba, Rick se sintió intimidado por el ornamentado interior y la seriedad de la velada. Desde allí se oía el animado rumor del público, también vestido de gala, del patio de butacas. Alguien los saludó. Era Karl Korberg, el enorme danés que enseñaba en la universidad y que intentaba jugar de tackle izquierdo, aunque había fallado cinco bloqueos limpios como mínimo contra los Briganti. Karl lucía un elegante esmoquin y su mujer italiana estaba deslumbrante. Rick contempló a las señoras desde arriba.

Tenía a Sam al lado, deseoso de ayudar al inexperto en su primera representación.

– A esta gente le chifla la ópera -le susurró el entrenador-. Son unos fanáticos.

– ¿Y usted? -preguntó Rick en voz baja.

– En ningún sitio se vive como aquí. Lo creas o no, la ópera es más popular en Parma que el fútbol americano.

– ¿Más que los Panthers?

Sam se rió y saludó con un gesto de cabeza a una morena despampanante que pasaba por debajo.

– ¿Cuánto dura esto? -preguntó Rick, quedándose embobado.

– Un par de horas.

– ¿No podemos escaparnos en el intermedio e ir a cenar?

– Me temo que no, pero la cena será soberbia.

– No lo dudo.

El signor Bruncardo les tendió el programa.

– He encontrado uno en inglés -dijo.

– Gracias.

– No iría mal que le echaras un vistazo -le aconsejó Sam-. La ópera a veces es un poco difícil de seguir, al menos en cuanto al argumento.

– Creía que solo era un grupo de gordos cantando a voz en grito.

– ¿ Cuántas veces fuiste a la ópera en Iowa?

Las luces fueron difuminándose y el público acabó de tomar asiento. Rick y Anna ocupaban las dos pequeñas butacas de terciopelo de la primera línea del palco, muy cerca del antepecho, con excelentes vistas al escenario. Los demás se apretujaban detrás de ellos.

Anna sacó una linterna diminuta y la enfocó al programa de Rick.

– Es una representación de Otello, una ópera muy famosa de Giuseppe Verdi, un paisano, de Busseto.

– ¿Está aquí?

– No -contestó, con una sonrisa-. Verdi murió hace siglos. En sus tiempos, fue el mejor compositor del mundo. ¿Has leído a Shakespeare?

– Por supuesto.

– Bien. -Las luces se hicieron más tenues. Anna ojeó el programa y alumbró la página cuatro con la linterna-. Este es el resumen de la historia. Échale un vistazo. La ópera será en italiano y puede que te resulte un poco difícil seguirla.