Выбрать главу

Rick aparcó lejos de su apartamento y fue dando un paseo por el centro de la ciudad hasta una trattoria llamada II Tribunale, que estaba frente a la strada Farini y muy cerca de esos tribunales a los que tanto le gustaba llevarlo la policía. Pietro lo esperaba allí con su mujer, Ivana, quien estaba muy embarazada.

Los jugadores italianos no habían tardado en adoptar a sus compañeros estadounidenses. Sly había dicho que ocurría todos los años. Se sentían honrados de tener jugadores profesionales en el equipo y querían asegurarse de que Parma les resultaba hospitalaria. La gastronomía y el vino eran las llaves de la ciudad por lo que, uno tras otro, los Panthers invitaban a los estadounidenses a cenar. Algunas eran largas cenas en bonitos apartamentos, como el de Franco, mientras que otras consistían en comidas familiares con padres, tías y tíos. Silvio, un joven campechano y algo violento que jugaba de apoyador y que solía utilizar los puños cuando placaba, vivía en una granja a diez kilómetros de la ciudad. Su turno de cena, un viernes por la noche, en las ruinas restauradas de un antiguo castillo, duró cuatro horas, amenizadas por veintiún familiares directos, ninguno de los cuales hablaba ni una palabra de inglés. Rick acabó despatarrado en una litera de un frío desván. Lo despertó un gallo.

Más tarde se enteró de que a Sly y a Trey los había llevado uno de los tíos, borracho, que no era capaz de encontrar Parma.

Había llegado el turno de la cena de Pietro. El joven le había explicado que Ivana y él estaban esperando que les concedieran un apartamento más nuevo y más grande y que en el que ahora vivían era muy sencillo y no estaba acondicionado para recibir a nadie. Se disculpó, pero también le confesó que era muy aficionado a II Tribunale, su restaurante parmesano favorito. Trabajaba para una empresa que vendía fertilizantes y semillas, y su jefe quería que él expandiera el negocio por Alemania y Francia, por lo que se había puesto a estudiar inglés con gran ahínco y practicaba con Rick a diario.

Ivana no estaba estudiando inglés, no lo había estudiado nunca y no parecía tener interés alguno en empezar a hacerlo. No destacaba demasiado y estaba regordeta, pero también era cierto que estaba encinta. Sonreía mucho y se dirigía en susurros a su marido cuando era necesario.

Al cabo de diez minutos, Sly y Trey entraron tranquilamente y atrajeron las típicas miradas disimuladas de los demás clientes. Todavía era muy poco corriente ver a alguien negro en Parma. Se sentaron alrededor de la mesa diminuta y prestaron atención mientras Pietro practicaba su inglés. Llegó una buena porción de parmesano para ir haciendo boca y poco después les pusieron delante los platos de antipasti. Pidieron lasaña al horno, raviolis rellenos de hierbas y calabaza, raviolis bañados de crema, fetuchinis con champiñones y fetuchinis con salsa de conejo y anolini.

Tras una copa de vino tinto, Rick paseó la mirada por el local y se detuvo en una bella mujer que se sentada a unos seis metros. Estaba en una mesa acompañada de un hombre elegantemente vestido y, por lo que parecía, la conversación que mantenían no era demasiado agradable. Como la mayoría de las italianas, era morena, aunque, tal como Sly le había explicado muchas veces, en el norte de Italia abundaban las rubias. Tenía unos bellos ojos oscuros, y aunque parecían traviesos, en esos momentos no transmitían demasiada alegría. Era delgada y no muy alta, vestía con gusto y…

– ¿Qué estás mirando? -preguntó Sly.

– Aquella chica de allí -contestó Rick, sin pensárselo dos veces.

Los cinco se volvieron a mirar, pero la joven no se dio cuenta. Estaba enfrascada en una espinosa conversación con el hombre.

– La he visto antes -añadió Rick.

– ¿Dónde? -preguntó Trey.

– En la ópera, anoche.

– ¿Fuiste a la ópera? -dijo Sly, que no dejaba pasar una.

– Pues claro que fui a la ópera. A vosotros no os vi.

– ¿Has ido a la ópera? -preguntó Pietro, admirado.

– Sí, fui a ver Otello. Fue espectacular. Esa mujer interpretaba el papel de Desdémona. Se llama Gabriella Ballini.

Ivana comprendió lo suficiente para echar un segundo vistazo. A continuación se dirigió a su marido, quien hizo una breve traducción.

– Sí, es ella.

Pietro estaba muy orgulloso de su quarterback.

– ¿Es famosa? -se interesó Rick.

– No mucho -contestó Pietro-. Es soprano, buena, pero no sublime. -Se lo repitió a su mujer en italiano, quien añadió varios comentarios más que Pietro procedió a traducir-: Ivana dice que está pasando por una mala racha.

Llegaron las pequeñas ensaladas con tomate y la conversación se volcó en el fútbol y en cómo era jugar en Estados Unidos. Rick se las ingenió para intervenir sin quitarle el ojo de encima a Gabriella. La joven no llevaba ni alianza ni anillo de compromiso y no parecía disfrutar de la compañía de su cita, pero ambos se conocían muy bien porque la conversación era seria. No se tocaron en ningún momento, en realidad se trataban con bastante frialdad.

A mitad de un monstruos plato de fetuchini y champiñones, Rick vio que una lágrima asomaba a los ojos de Gabriella y le corría por la mejilla. Su compañero no se la secó, no parecía conmoverle lo más mínimo. Ella apenas había tocado su cena.

Pobre Gabriella. Su vida era un desastre, el domingo la abuchean aquellos bestias del Teatro Regio y esa noche tiene una discusión desagradable con su pareja.

Rick no podía apartar la mirada de ella.

Estaba aprendiendo. Los mejores lugares para aparcar se encontraban entre las cinco y las siete de la tarde, cuando los que trabajaban en el centro de la ciudad volvían a casa. Rick solía conducir por las calles a esas horas con la esperanza de abalanzarse sobre uno de aquellos sitios libres. Aparcar era un entretenimiento bastante pesado y estaba a un paso de comprarse o de alquilar una moto.

Después de las diez era imposible encontrar un sitio cerca de su apartamento y muchas veces tenía que dejarlo a un par de manzanas de casa.

Aunque la grúa no solía llevárselo muy a menudo, de vez en cuando ocurría. El juez Franco y el signor Bruncardo podían tirar de los hilos necesarios, pero Rick prefería evitar que tuvieran que tomarse tantas molestias. Después del entrenamiento del lunes, se había visto obligado a aparcar un poco alejado del centro, a unos buenos quince minutos a pie de su apartamento, y había aparcado en una zona reservada para carga y descarga. Después de cenar en II Tribunale, fue corriendo en busca de su coche, lo encontró incólume y en su sitio y empezó la frustrante odisea de encontrar otra plaza libre un poco más cerca de casa.

Ya era casi medianoche cuando cruzó la piazza Garibaldi y empezó a buscar aparcamiento entre los coches. Nada. La pasta empezaba a asentarse en su estómago, igual que el vino, y no tardaría en sobrevenirle el sueño. Recorrió las estrechas calles arriba y abajo, pero todas parecían flanqueadas por coches diminutos aparcados con los parachoques pegados. Cerca de la piazza Santafiora encontró un antiguo pasaje que no había visto antes. Había un sitio libre a la derecha, aunque muy justo, pero ¿por qué no? Se detuvo a la altura del coche de delante y vio a una pareja que caminaba con prisas por la acera. Puso la marcha atrás, soltó el embrague, giró el volante a la derecha y retrocedió poco a poco hasta que tocó el bordillo con la rueda trasera. Por poco, tendría que hacer una pequeña maniobra. Vio los faros de otro coche que se acercaba por la calle, pero no se preocupó. Los italianos, sobre todo los que vivían en el centro, eran sorprendentemente pacientes. Aparcar era un suplicio para todos.

Cuando Rick salió para volver a intentarlo, estuvo tentado de seguir adelante. El espacio era muy pequeño y necesitaría bastante tiempo y maniobras para aparcarlo allí. Lo probó una vez más. Cambió de marcha, giró el volante e intentó olvidar los faros que ahora casi tenía en el cogote, pero el pie se le escurrió del embrague. El coche dio una sacudida y el motor se caló. El otro conductor apretó el claxon y no lo soltó, un escandaloso y estridente bocinazo que salía del capó de un reluciente y caro automóvil europeo de color burdeos. El coche de un tipo duro. Un hombre con prisas. Un bravucón que no temía esconderse detrás de unas puertas cerradas y pitar a alguien que estaba pasándolo mal. Rick no sabía qué hacer y por una fracción de segundo volvió a considerar la posibilidad de seguir adelante en busca de otro sitio. Pero entonces explotó. Abrió la puerta de golpe, le enseñó el dedo corazón al de atrás y se dirigió hacia él. El otro siguió apretando el claxon. Rick se acercó a la ventanilla del conductor y le gritó que saliera. El otro siguió apretando el claxon. Detrás del volante iba un gilipollas de unos cuarenta años, trajeado, con un abrigo oscuro y guantes de piel para conducir. No se volvió hacia Rick, sino que se limitó a seguir apretando el claxon y a mirar hacia delante.