– Tengo veintiocho años, Arnie -protestó Rick, abriendo los ojos. Unos ojos muy tristes-. ¿Qué quieres que haga?
– Mucha gente se dedica a entrenar. Y a los negocios inmobiliarios. Eras listo, te sacaste una licenciatura.
– Mi licenciatura es en educación física, Arnie, y eso significa que no voy a encontrar un trabajo donde me paguen cuarenta mil al año por enseñar voleibol a niños de sexto. No estoy preparado.
Arnie se levantó y rodeó los pies de la cama como si estuviera reflexionando.
– ¿Por qué no vuelves a casa, descansas un poco y te lo piensas?
– ¿A casa? ¿Qué casa? He vivido en demasiados sitios.
– Tu casa está en Iowa, Rick. Allí todavía te quieren.
Y en Denver ya no digamos, pensó Arnie, pero con gran tino se lo guardó para él.
La idea de que lo vieran por las calles de Davenport, en Iowa, aterrorizaba a Rick, por lo que dejó escapar un gemido ronco. El pueblo seguramente se sentía humillado por el juego de su paisano. Mierda. Pensó en sus pobres padres y cerró los ojos.
Arnie miró el reloj y entonces, sin saber por qué, se percató de que en la habitación no había ni flores ni tarjetas de felicitación deseando que se recuperara. Las enfermeras le habían dicho que ni un solo amigo, ni la familia, ni sus compañeros de equipo, ni nadie que estuviera remotamente relacionado con los Browns de Cleveland se habían pasado por allí.
– Tengo que irme, hijo. Vendré a verte mañana.
Al salir, lanzó el periódico a la cama de Rick con aire despreocupado. En cuanto la puerta se cerró a su espalda, Rick lo recogió, aunque no tardó en desear no haberlo hecho. La policía calculaba que una turba de unas cincuenta personas había iniciado una escandalosa protesta delante del hospital. La cosa había empeorado con la aparición de un equipo de televisión de una cadena de noticias, que empezó a grabarlos. Rompieron una ventana y unos cuantos seguidores borrachos tomaron la recepción de urgencias al asalto, supuestamente en busca de Rick Dockery. Ocho acabaron arrestados. Una foto de grandes dimensiones -primera plana, mitad inferior- mostraba a la turba antes de los arrestos. En dos pancartas rudimentarias podía leerse con claridad: «¡Desenchufadlo ya!» y «Sí a la eutanasia».
Aunque la cosa no quedaba ahí. En el Post trabajaba un periodista deportivo bastante conocido que se llamaba Charley Cray, un gacetillero de tres al cuarto cuya especialidad era la prensa amarilla deportiva. Suficientemente ingenioso para resultar creíble, Cray contaba con una legión de lectores gracias a que se refocilaba en los traspiés y en las debilidades de los deportistas profesionales que ganaban millones, pero que no eran perfectos. Creía saberlo todo y nunca desaprovechaba la oportunidad de lanzar un golpe bajo. La columna del martes, en la primera plana de la sección de deportes, empezaba con el siguiente titular: «¿Podría Dockery encabezar la lista del mayor asno de todos los tiempos?».
Conociendo a Cray, era evidente que Rick Dockery la encabezaba.
La columna, bien documentada y escrita sin piedad, se estructuraba alrededor de la opinión de Cray sobre los mayores pinchazos, cagadas y fracasos individuales de la historia deportiva. Se mencionaba el roletazo que se coló entre las piernas de Bill Buckner en las Series Mundiales de 1986, el pase de anotación que dejó caer Jackie Smith en la decimotercera edición de la Super Bowl, etcétera.
Sin embargo, tal como Cray anunciaba en grandes caracteres de imprenta a sus lectores, aquellas habían sido jugadas muy concretas. En cambio, el señor Dockery había conseguido realizar tres, sí, nada más y nada menos que tres pases nefastos en tan solo once minutos y, por lo tanto, Rick Dockery era incuestionablemente el peor atleta de toda la historia del deporte profesional. El veredicto era irrefutable y Cray retaba a cualquiera a que se lo discutiera.
Rick arrojó el periódico contra la pared y pidió otra pastilla. En la oscuridad, solo, con la puerta cerrada, esperó a que las drogas hicieran efecto, que lo noquearan limpiamente y, con un poco de suerte, que se lo llevaran para siempre.
Se hundió aún más en la cama, se cubrió la cabeza con la sábana y rompió a llorar.
2
Nevaba y Arnie estaba harto de Cleveland. Se encontraba en el aeropuerto, esperando el anuncio del vuelo a Las Vegas, y aun sabiendo que cometía un error, hizo una llamada a uno de esos directivos que apenas deciden nada de los Cardinals de Arizona.
En esos momentos, y sin incluir a Rick Dockery, Arnie llevaba a siete jugadores de la NFL y a cuatro en Canadá. Era, si pudiera obligársele a admitirlo, un agente del montón con grandes aspiraciones, y realizar llamadas en nombre de Rick Dockery no iba a beneficiar en nada su credibilidad. Posiblemente Rick era el jugador del que más se hablaba en el país en ese triste momento, pero lo que se decía de él no era lo que Arnie necesitaba. El directivo se mostró educado, pero fue muy breve, se notaba que tenía prisa por colgar el teléfono.
Arnie fue a un bar, pidió una copa y consiguió encontrar un sitio lejos de cualquier televisor, pues la única noticia que seguía animando las veladas de Cleveland eran las tres intercepciones de un quarterback que nadie sabía que estuviera en el equipo. La temporada de los Browns había ido sobre ruedas con una línea ofensiva a la que le faltaba fuelle, pero con una defensa durísima que había pulverizado récords en cuanto a la baja cesión de yardas y puntos al adversario. Solo habían perdido en una ocasión y cada victoria conseguía que una ciudad sedienta de trofeos se enamorara cada vez más de sus viejos y amados perdedores. De repente, y en una sola temporada, los Browns eran los que mandaban.
Si hubieran ganado el domingo anterior, su siguiente rival en la Super Bowl habría sido los Vikings de Minnesota, un equipo al que habían vencido y enviado a casita en noviembre.
Toda la ciudad empezaba a saborear la dulce victoria de un campeonato, pero todo se había esfumado en once catastróficos minutos.
Arnie pidió un segundo trago. Dos viajantes estaban emborrachándose en la mesa de al lado, recreándose en el pinchazo de los Browns. Eran de Detroit.
La noticia del día había sido el despido del director técnico de los Browns, Clyde Wacker, un hombre que había sido aclamado como un genio no hacía ni una semana, el sábado anterior, y que ahora se había convertido en la cabeza de turco perfecta. Había que despedir a alguien, y no solo a Rick Dockery. Cuando acabó por descubrirse que había sido Wacker quien había fichado a Dockery de la lista de «disponibles» el octubre anterior, el dueño lo echó a la calle. La ejecución fue pública: una gran conferencia de prensa, ceños fruncidos, promesas varias de mejorar la eficiencia, etcétera. ¡Los Browns volverían a la carga!
Arnie había conocido a Rick cuando este cursaba el último año de universidad en Iowa, al final de una temporada que había empezado con mucha expectación, pero que estaba desvayéndose en un juego de tercera regional. Rick había jugado como quarterback titular las dos últimas temporadas y parecía tener aptitudes para un juego de ataque abierto muy poco habitual entre los Diez Grandes. Había momentos en que destacaba: se anticipaba a la defensa, decidía la jugada con sangre fría y lanzaba la pelota a una velocidad vertiginosa. Tenía un brazo increíble, sin duda el mejor del draft que había de celebrarse, y lanzaba lejos y con fuerza, además de soltar el balón a la velocidad del rayo, pero era demasiado irregular para poder confiar en él. Cuando Buffalo lo escogió en la última ronda, aquello debería haberle servido de clara señal para que se dedicaran estudiar un posgrado o a sacarse una licencia de corredor de Bolsa.
Sin embargo, estuvo en Toronto dos temporadas lamentables y a partir de ahí empezó a saltar de un equipo de la NFL a otro. A pesar de su brazo, a Rick le faltaba mucho para aparecer en la lista de titulares, aunque todos los equipos necesitan un tercer quarterback. En las pruebas, y había habido muchas, solía deslumbrar a los entrenadores con su brazo. Un día, en Kansas City, Arnie vio cómo Rick lanzaba un balón a ochenta yardas y cómo pocos minutos después disparaba una bala a cerca de ciento cincuenta kilómetros hora.